martes, 29 de julio de 2008

lunes, 21 de julio de 2008

Instituto cerebral

El instituto croata de estudios cerebrales parece haber sido cerebralmente concebido como un extraño homenaje a la fealdad. La fachada está cubierta en la mitad inferior por placas de mármol rosa, quizá un guiño a las texturas de un encéfalo iridisado y pulsante expuesto a la intemperie. Las ventanas de la parte superior se asoman al exterior entre un patrón ajedrezado de cuadrados azules y grises, con un ligero brillo metálico, y ellas mismas tienen un recubrimiento que les hace reflejar la luz del atardecer dándole un toque blanquecino, emulando a terminaciones hacia el exterior de pálidos axones inorgánicos. Lo peor, sin duda, son los cromados que afloran aquí y allá para dar a la fachada un añejo toque futurista, como en las películas de serie B de hace varias décadas. Ahí tenemos, en la parte central del edificio, un volumen acristalado que encierra al hall de entrada y del que, enmarcando a la puerta principal giratoria, sobresale un cuerpo de tres niveles semicirculares, todo en metal, cada nivel segmentado en columnas más estrecho que el precedente, una reinterpretación aeroespacial de las visiones de la torre de Babel de algún pintor flamenco del medievo o de un templete circular renacentista. Y, coronando el engendro, por encima de las columnas reflectantes ---quizá llenas de oxígeno líquido en espera de la gran deflagración que pondrá en órbita al edificio en algún futuro agazapado--- y más allá de los tragaluces redondeados de la parte baja del tejado, hiende el cielo una cúpula cónica con esferitas metálicas, árbol de Navidad para extraterrestres, gigantesco afilador de cerebros camuflado, circunvalado a media altura por un anillo que hace pensar en santidad y en fusión nuclear.

Al entrar en el edificio, las revoluciones de la puerta giratoria dan lugar al estrecho hall de entrada acristalado, que es todo verticalidad, una densa arboleda de troncos cilíndricos que se fugan hasta lo que debería ser el techo del segundo piso, creando un espacio agobiante que incita a huir flotando hacia arriba entre las rígidas dendritas de mármol. Más adentro, más esperpéntica aún, espera la escalera central, una amplia doble hélice, cadena enfermiza de ADN que mezcla pintura blanca en la base, mármol rosado en los escalones, negro en los finos barrotes de la barandilla y cromo centelleante en el grueso pasamanos. La escalera queda encajada en un gran espacio prismático central que interrumpe todos los pisos hasta una gloriosa culminación por la cúpula faceteada de cristales opacos bajo el afilador de cerebros. El hueco central parece diseñado para acoger a un cohete espacial, que podría ser convenientemente explorado recorriendo cada uno de los brazos de la doble hélice. Las aristas verticales del prisma escaleril están ocupadas por gruesos cilindros también de metal, columnas que sostienen a los nucleótidos de hormigón y aleaciones varias entre los puentes de hidrógeno de las líneas imaginadas por el arquitecto, mientras irradian rabiosos reflejos distorsionados de la escalera, llenos de abombamientos y cúspides singulares.

El resto del edificio es oscuro e inhóspito, una visión pesimista del cerebro, que debería ser fuente y no receptáculo de símbolos, combinando la oscuridad y primitivismo de las cavernas con la luz eterna y cambiante de la reinvención.

En la oscuridad de la noche desierta los mosquitos maúllan a la luna llena en los parques despoblados que rodean al instituto, en el que quizá el vigilante y yo seamos los únicos habitantes pensantes vivos, uno en las cercanías del bosque de dendritas de la entrada, el otro en la habitación B de un pasillo perdido en la última planta. Quién sabe cuántos habitáculos de puertas cerradas nos separan, cuántos secretos escondidos, cuántos cerebros troceados, cuántos nucleótidos de ADN escaleril, cuántos cuartos vacíos llenos de azulejos y plantas, con tallos de tubería aflorando interrumpidos a flor del suelo, cuántas neveras carraspeantes, hileras de pipetas y tubos de ensayo; conductos tóxicos, neuronas inorgánicas, luces de mercurio parpadeantes oscilando en la brisa de los sistemas de ventilación, ordenadores atascados en bucles infinitos con pantallas de muerte azul, pensamientos perdidos.

Creo que los dos nos conformamos con no despertar a la mañana siguiente frente a un espejo que devuelva un reflejo lobotomizado.