martes, 31 de marzo de 2009

La ventana del avión

Desde el aire: Chicago.
Flor erizada, mineral.
Espículas de cristal
a la orilla del lago.

martes, 24 de marzo de 2009

Joshua Tree II


Una senda en el desierto.

Las ventanas del horizonte se abren a estancias de azules infinitos.

Yo quiero abrir mis puertas para ir vaciándome sobre la arena, entre los esqueletos de los árboles muertos que refulgen azules, aterciopelados, fosforescentes, para apagar mis pensamientos y fundirme con la tierra, esperando la llegada de las amebas de sombra que se deslizan a cámara lenta desde las montañas, palpando con sus pseudópodos la piel áspera de siglos.

Panoramas


jueves, 5 de marzo de 2009

La hermandad

Algunas mañanas, alguna remota playa californiana amanece con extraños patrones de líneas sobre la superficie lisa, alternativamente opaca e iridiscente de la arena abandonada por las olas. Pares de trazas paralelas que se curvan y entrecruzan dibujando extraños símbolos de un alfabeto misterioso y desconocido, nudos de escritura que se desdoblan en zigzagueantes cintas divergentes que se alejan hacia las quebradas de los acantilados.

Nadie parece conocer su origen. Al caer los últimos rayos del sol, mientras pequeñas avanzadillas de minúsculos pájaros juguetan a corretear de aquí para allá, moviéndose en sincronización como si compartieran una única conciencia, sus patitas agitándose frenéticas, una mancha grisácea ondulando al perseguir y rehuir alternativamente las lenguas de agua que se estiran perezosas en la orilla, mientras la arena reverbera dorada y las huellas de las pisadas se diluyen en el olvido del crepúsculo, nadie se ha quedado para oír cómo las tímidas voces de las aves y el susurro pacífico del océano se ven salpicados de suaves chirridos metálicos que parecen bajar de los acantilados envueltos en las llamas del atardecer. Nadie se queda para ver cómo los chirridos se ven acompañados por confusos destellos que guiñan por entre entre las estrechas bajadas de arena, roca y vegetación hacia la playa.

Crick. Crick. Crick.

No hay espectadores que se queden a oír cómo el ruido continúa en un modesto crescendo. Sólo los entes invisibles que merodean las playas en busca de historias, los personajes de los sueños perdidos en busca de soñadores que los sueñen, acaban por ver asomar pequeñas ruedas metálicas por entre los estrechos desfiladeros, que no son más que un preludio de más ruedas y de entramados brillantes que se asoman poco a poco ante la curiosidad de los ojos invisibles, curiosidad que se va tornando en incredulidad cuando esos mismos ojos se empiezan a iluminar con fulgores de reconocimiento e incomprensión al percibir que las formas destelleantes que van saliendo de sus escondites en esta playa desierta durante esta gloriosa puesta de sol llena de cielo, mar y tierra que se entremezclan en suaves ondulaciones de color, acaban tomando la apariencia de ….¡carritos de la compra!

Crick. Crick. Crick.

Y los carritos de la compra empiezan a asomarse por los rincones de la cima del acantilado, oteando el infinito, saludando a sus hermanas mecánicas, las plataformas de petróleo que se columpian sobre la cinta del horizonte, y, tras un respiro, comienzan a rodar dando tumbos colina abajo, filas de metal que traquetean hacia la playa, se esparcen sobre ella y serpentean en la arena, flotando sobre sus reflejos en las charcas, las ruedas hendiendo la arena e imprimiendo sobre ella la lógica elegante y flexible de las líneas, bandadas de pelícanos despegando progresivamente hacia el cielo ante el avance de un frente de carritos, trazando arcos en el aire que aterrizan en otro lugar de la playa a salvo de la misteriosa invasión, pero sólo por un tiempo hasta que nuevos frentes llegan y nuevos arcos de pelícanos brotan hacia el azul del firmamento, que se acaba llenando de cimbras pelicaniles que parecen trazar bóvedas invisibles en el aire, una basílica de la nada bajo cuya protección y bajo cuyo manto sonoro de graznidos se reúnen los miembros tetracíclicos de la hermandad.

Crick. Crick. Crick.

Y la hermandad comienza a dialogar sobre sus pequeños objetivos diarios, presentes y futuros, los carritos intercambiando mensajes trazados en el suelo, discusiones acaloradas sucediéndose en la oscuridad, un disco de arena rodeado de carritos expectantes, en cuyo interior los que toman la palabra -a veces irguiéndose y agitando ruedas en el aire cuando se dejan vencer por la excitación- van llenando poco a poco la pista de este circo de sabios metálicos con un caos de símbolos incomprensibles que hablan de esperanza y desesperación.

Porque los carritos de la playa, descastados de sus coespecímenes esclavizados por el consumismo de los supermercados, se dedican secretamente a salvar a California del lento, casi imperceptible avance de la entropía corrosiva del olvido y la dejadez de los humanos. Porque bajo los coches hipertrofiados las carreteras se agrietan, bajo los pies de los viandantes que pasean festivos por los muelles de madera las tablas se corroen. Porque las endebles casas del sueño americano se descascarillan y en las playas, tras las columnatas de los troncos de palmeras, se asoman tuberías oxidadas sobre charcos de agua estancada, como en una foto de un rincón de dejadez soviética, en la foto un carrito de la compra, único testigo consciente de la decadencia que se esconde latente esperando a salir a la luz. Porque nadie, salvo los carritos, parece ver a los mendigos y a los veteranos de guerra que se arrastran por los cruces y las aceras desiertas, los ojos acuosos y opacos, las barbas largas, la piel tostada replegada en arrugas, los forros polares moteados, los bolsillos vacíos.

Sólo el observador entrenado se da cuenta de la labor reconstructora de los carritos de la compra, al verlos, llenos de objetos improbables y reciclados, parados en los rincones más deteriorados de la geografía californiana, esperando para pasar a la acción en el anonimato de las noches en que no hay reunión secreta, mirando las texturas corroídas en las zonas abandonadas de las playas, observando el tráfico en los arcenes de las carreteras parcheadas, meditando en las aceras frente a las fachadas manchadas de tiempo y humedad, tirando de los vagabundos que deambulan con miradas perdidas, guardando en su seno colecciones aparentemente aleatorias de objetos aparentemente inútiles. Papeles de un periódico. Cajas de cartón, “Budweiser”. Bolsos playeros abandonados. Botas de montaña, zapatillas balanceándose de un cordón atado al asidero del carrito, el resto colgando al viento. Bolsas de plástico. Ropa sin dueño. Botes de pintura. Herramientas herrumbradas.

Al caer la noche los carritos dotan a lo aleatorio de un propósito, redimen los objetos despreciados y abandonados en los altares de la utilidad. Vuelcan sus cargamentos heterogéneos en las aceras y en los arcenes y en las playas y se ponen ruedas a la obra. Rellenando las grietas del suelo, de las paredes y de la sociedad.

En los supermercados, el carrito suelto que no encaja en la fila de sus congéneres no está así por azar, sino arengando a sus mansos hermanos de metal alineados en los aparcamientos, inmóviles, paralizados, esperando la mano que introducirá la moneda en su ranura, acomodados en la rutina del transporte pasivo, siempre siendo manejados por otros, su individualismo anulado bajo montañas de congelados, comida preprocesada, brebajes azucarados.

Existe un mundo mejor, dicen los carritos de la hermandad. Un mundo que podemos hacer mejor. En el que tiramos de las personas o las empujamos en lugar de ellas a nosotros. Sólo hay que girar las ruedas a un lado del camino impuesto.

Alguna madrugada, en el desierto asfaltado de uno de los inmensos aparcamientos en torno de los que se alzan los locales comerciales, entre las hileras de líneas blancas que matematizan la nada gris, bajo el cono de luz vacilante de una farola que hace menos negro un pequeño parche de alquitrán, puede verse un carrito solitario, empapado de rocío, a su lado una hoja machacada de lechuga.

No es rocío. Son lágrimas.




(Gracias a h. por tener los ojos abiertos)

miércoles, 4 de marzo de 2009