lunes, 15 de septiembre de 2008

R.I.P. DFW

Unos pies se balancean en el vacío, las puntas describiendo una figura de Lissajous que agita las moléculas del aire circundante con perturbaciones que poco a poco van muriendo hasta que sólo queda este silencio mortal poblado por los ecos impercetibles de los últimos latidos y el último suspiro exhalado por el gran hombre que es ahora un cuerpo inerte, un objeto inanimado más en la habitación, los ojos antaño chispeantes de inteligencia y sufrimiento insondable cada vez más opacos, su fuego muriendo como las ascuas de una hoguera abandonada, pues en esta habitación toda esperanza huye y ahora sólo quedan recuerdos, la impronta invisible que dejan las cosas y las personas a su paso por los lugares y las vidas de otros, que ojalá fueran proyecciones fieles que como los mapas bidimensionales de un atlas pudieran deformarse y replegarse para reconstruir la existencia que se ha perdido para siempre, pues entonces el silencio no lloraría y las paredes y los objetos y la mirada de la mujer que se encuentra a su marido muerto, ahorcado, sin vida, balancéandose al otro lado del mundo no estarían petrificados de terror, detenidos en el tiempo, saturados por la irrealidad de la Muerte inesperada, sin poder asimilar el torrente de horror y el vacío infinito que parecen converger en el centro de la habitación en espirales de acreción en torno a los agujeros negros de las pupilas inertes.

David Foster Wallace se ha suicidado. A los 46 años de edad. Escritor, autor de la monumental novela “La broma infinita”. Cronista inigualable del vacío existencial de la cultura moderna en el maremagnum de tecnología y entretenimiento. Su prosa pirotécnica, malabarista y audaz recorrió los vericuetos entre el Teorema del Valor Medio del cálculo infinitesimal, el aprendizaje del tenis y las mil formas de adicción a las drogas de la cultura moderna, entre ellas el ansia de Entretenimiento. En el fondo de su prosa, amenazante, siempre acecha al fantasma de la Anhedonia, con mayúsculas, la incapacidad para el disfrute, para la genuina emoción, en nuestro mundo saturado de estímulos con los que intentamos sin éxito llenar la falta de algo auténtico en una cultura en declive, que ha visto morir no sólo a las ideologías sino también a la propia aura de verdad de la matemática.

DFW era probablemente demasiado inteligente, demasiado observador, demasiado sensible para aguantar vivir en este mundo teniendo tan presentes todas sus desgarradoras contradicciones, que le acabaron rompiendo. Y la contradicción suprema, su particular Broma Infinita, fue poner fin a su propia historia cuando su gran obra nunca tenía final, sino que se enroscaba sobre sí misma en bucles inacabables de ficciones paralelas en una reinvención de la novela como suma de anécdotas, rompiendo de lleno contra la linealidad de la cultura occidental, donde todo tiende a tener un principio y un fin. Ahora la historia de su vida se ha entrelazado con la de sus lectores, cuya memoria siempre guardará un rincón para un bucle inconcluso, no infinitamente placentero como la misteriosa "broma infinita" que en su novela homónima hipnotizaba a los hombres hasta la muerte, sino ilimitadamente triste, como la negrura opaca de las pupilas inertes que flotan sobre los pies balanceantes de DFW en la habitación que vio sus últimos instantes.

R.I.P. DFW y gracias por tus iluminaciones.

martes, 29 de julio de 2008

lunes, 21 de julio de 2008

Instituto cerebral

El instituto croata de estudios cerebrales parece haber sido cerebralmente concebido como un extraño homenaje a la fealdad. La fachada está cubierta en la mitad inferior por placas de mármol rosa, quizá un guiño a las texturas de un encéfalo iridisado y pulsante expuesto a la intemperie. Las ventanas de la parte superior se asoman al exterior entre un patrón ajedrezado de cuadrados azules y grises, con un ligero brillo metálico, y ellas mismas tienen un recubrimiento que les hace reflejar la luz del atardecer dándole un toque blanquecino, emulando a terminaciones hacia el exterior de pálidos axones inorgánicos. Lo peor, sin duda, son los cromados que afloran aquí y allá para dar a la fachada un añejo toque futurista, como en las películas de serie B de hace varias décadas. Ahí tenemos, en la parte central del edificio, un volumen acristalado que encierra al hall de entrada y del que, enmarcando a la puerta principal giratoria, sobresale un cuerpo de tres niveles semicirculares, todo en metal, cada nivel segmentado en columnas más estrecho que el precedente, una reinterpretación aeroespacial de las visiones de la torre de Babel de algún pintor flamenco del medievo o de un templete circular renacentista. Y, coronando el engendro, por encima de las columnas reflectantes ---quizá llenas de oxígeno líquido en espera de la gran deflagración que pondrá en órbita al edificio en algún futuro agazapado--- y más allá de los tragaluces redondeados de la parte baja del tejado, hiende el cielo una cúpula cónica con esferitas metálicas, árbol de Navidad para extraterrestres, gigantesco afilador de cerebros camuflado, circunvalado a media altura por un anillo que hace pensar en santidad y en fusión nuclear.

Al entrar en el edificio, las revoluciones de la puerta giratoria dan lugar al estrecho hall de entrada acristalado, que es todo verticalidad, una densa arboleda de troncos cilíndricos que se fugan hasta lo que debería ser el techo del segundo piso, creando un espacio agobiante que incita a huir flotando hacia arriba entre las rígidas dendritas de mármol. Más adentro, más esperpéntica aún, espera la escalera central, una amplia doble hélice, cadena enfermiza de ADN que mezcla pintura blanca en la base, mármol rosado en los escalones, negro en los finos barrotes de la barandilla y cromo centelleante en el grueso pasamanos. La escalera queda encajada en un gran espacio prismático central que interrumpe todos los pisos hasta una gloriosa culminación por la cúpula faceteada de cristales opacos bajo el afilador de cerebros. El hueco central parece diseñado para acoger a un cohete espacial, que podría ser convenientemente explorado recorriendo cada uno de los brazos de la doble hélice. Las aristas verticales del prisma escaleril están ocupadas por gruesos cilindros también de metal, columnas que sostienen a los nucleótidos de hormigón y aleaciones varias entre los puentes de hidrógeno de las líneas imaginadas por el arquitecto, mientras irradian rabiosos reflejos distorsionados de la escalera, llenos de abombamientos y cúspides singulares.

El resto del edificio es oscuro e inhóspito, una visión pesimista del cerebro, que debería ser fuente y no receptáculo de símbolos, combinando la oscuridad y primitivismo de las cavernas con la luz eterna y cambiante de la reinvención.

En la oscuridad de la noche desierta los mosquitos maúllan a la luna llena en los parques despoblados que rodean al instituto, en el que quizá el vigilante y yo seamos los únicos habitantes pensantes vivos, uno en las cercanías del bosque de dendritas de la entrada, el otro en la habitación B de un pasillo perdido en la última planta. Quién sabe cuántos habitáculos de puertas cerradas nos separan, cuántos secretos escondidos, cuántos cerebros troceados, cuántos nucleótidos de ADN escaleril, cuántos cuartos vacíos llenos de azulejos y plantas, con tallos de tubería aflorando interrumpidos a flor del suelo, cuántas neveras carraspeantes, hileras de pipetas y tubos de ensayo; conductos tóxicos, neuronas inorgánicas, luces de mercurio parpadeantes oscilando en la brisa de los sistemas de ventilación, ordenadores atascados en bucles infinitos con pantallas de muerte azul, pensamientos perdidos.

Creo que los dos nos conformamos con no despertar a la mañana siguiente frente a un espejo que devuelva un reflejo lobotomizado.

sábado, 7 de junio de 2008

Palabras y lluvia

En el principio fue el verbo. Y en las convulsiones de la modernidad, entre Gödels y holocaustos, el aura de verdad inmaculada de la palabra quedó herida de muerte. Aun así, yo voy andando por Madrid, pensando en palabras, dispuesto a entregar un saco de palabras para que sean leídas por otros que mediante más palabras decidirán sobre mi futuro.

Futuro en el que yo querría que siguieran estando bienvenidas las abstracciones de la Física. Fórmulas y palabras. No porque los números sean un refugio de la máscara engañosa de las palabras; ellos también han quedado acusados de indecisión, temblando desnudos, su engaño desenmascarado ante el foco deslumbrante y terrorífico de las lógicas modernas.

Sigo andando por Madrid, buscando refugio de la incertidumbre en el orden de las líneas que convergen deformadas por la perspectiva, encontrando geometría en los reflejos de los cristales de los coches y de los escaparates, en las simetrías que se asoman en los charcos que empiezan a aparecer en la acera, en las ondas concéntricas de las gotas y en sus intrigantes patrones de interferencia, en las teselaciones del pavimento, en el ritmo de los pasos, en el caos borroso de mi propio diálogo interior.

Todo tiene algo de mentira y de engaño continuado. Pero cada gota de lluvia, cada átomo del asfalto, cada rayo cósmico que perfora invisible el cielo y atraviesa a los transeúntes en sus deambulares brownianos a través de esta tarde de verano desterrado, de luz mortecina y tímida, esconde universos por descubrir.

Y las gotas de lluvia se convierten en letras, números y símbolos al precipitarse y resbalar sobre la ciudad y sus transeúntes, codificando los pensamientos de la urbe. Y en cada transcripción una esencia inefable de cada gota se pierde para siempre entre las palabras imaginadas por la ciudad.

Humedad. Prisa. Mano. Gris. Dinero. Aire. Charco. Esperanza. Rueda. Coche. Rencor. Paraguas. Beso. Soledad. Árbol. Mañana. Empatía. Asfalto. Número. Amor. Hogar. Medida. Desarraigo. Solicitud. Niño. Fresco. Clima. Sexo. Libro. Cristal. Abrazo. Cena. Factura. Indecisión. Cartel. Supervivencia. Hormigón. Poesía. Calle. Crisis. Integral. Cáncer. Belleza.

Las letras, los números, las raíces cuadradas, las funciones y los símbolos de derivada, resbalan por los paraguas, se deslizan por las paredes de los edificios. Las ventanas se llenan con las letras de “ventana”, la acera se cubre con “acera” escrito en un sinfín de caligrafías e idiomas. Cada paseante se convierte en un torrente de símbolos que gotean, algo oscuros, translúcidos e irisados, de las ropas húmedas de palabras, dando lugar a pequeños ríos de mezcolanza caligráfica que se confunden unos en otros hasta que todo queda cubierto en una película literaria y matemática que permea las calles y las aceras y trepa por las fachadas, caos de signos del que en algunos instantes emergen órdenes ocultos, líneas configurándose repentinamente en tejidos coordenados, flechas alinéandose con los campos magnéticos de los teléfonos móviles y cables de corriente, curvas que marcan las trayectorias de los automóviles y de los peatones, pero que rápidamente se diluyen en el ruido de símbolos primigenio, en las corrientes tipográficas que vomitan su abstracción en las bocas de las alcantarillas.

En la noche me vendrá la imagen de mi cabeza recostada en una playa arenosa, hueca, abierta, las olas lamiendo el interior, lavándolo, vaciándolo, letras, números, símbolos matemáticos diluyéndose en la fina capa de agua y espuma, manchas de tinta que se expanden en infinidad de pseudópodos, perdiendo su forma, su identidad, aclarándose, desapareciendo en la inmensidad de un mar de entropía.

sábado, 31 de mayo de 2008

Árboles de Josué



Los árboles de Josué danzan al son de un ritmo geológico. Sus ramas se bifurcan y arquean en curvas elegantes; son como divinidades hindúes que agitan sus miríadas de brazos en bailes sensuales que celebran el don de la vida. Los mortales visitantes, condenados por su temporalidad efímera, apenas pueden percibir un mero instante de la coreografía de siglos. Los árboles sonríen condescendientes ante su ingenuidad frenética, se compadecen de la ceguera del tiempo que apenas les permite adivinar algunas trazas insignificantes de la belleza completa del paisaje, de las nubes reinventando continuamente sus formas, nunca repitiéndose, el sueño del Arte silenciosamente hecho realidad en los cielos, sus sombras persiguiéndolas por los valles, los soles girando en torno de las montañas, las llanuras elevándose entre los picos rocosos que ascendieron al firmamento desde la nada y ahora contemplan orgullosos las laderas y las planicies en donde los árboles, un patrón de salpicaduras oscuras sobre el desierto, se retuercen en sus cantos de pleitesía.

Más abajo, en un limbo de aridez, las praderas de cactus cumplen su penitencia por la arrogancia de querer sobrevivir en donde la vida está prohibida. Sus coronas de espinas debieron venir un día de la nada; como una de las plagas de Egipto, el cénit inmaculado oscurecido por bandadas de púas arando el azul, ferritas alinéandose con campos de fuerza hasta entonces secretos, revelando la trama del vacío, dando al cielo una textura de líneas como en un cuadro de Van Gogh, hasta que todas las flechas, respondiendo a una señal secreta, cayeron implacables sobre las plantas orgullosas en tornados de dolor.

jueves, 1 de mayo de 2008

En patinete hacia la vida eterna

La mirada no puede evitar seguirle. Estático en el campo de visión, los barrotes de las barandillas pasan parsimoniosos junto a él, mientras el suelo se desliza hacia rincones perdidos para el ojo por debajo de las ruedas de su patinete. Las columnas blancas también deciden ponerse en movimiento, así como toda la estructura de terrazas que interconecta los edificios de Física y Química, un elegante bosque de columnas de sección poligonal que a nivel de cada piso se abren como palmeras de cemento hasta convertirse en amplias plataformas de hormigón hexagonales que se tocan en algunos de sus lados sin alinearse, formando pasillos ligeramente zigzagueantes.

La luz de la tarde llueve hacia el ventanal del despacho desde detrás del bosque de palmeras y hexágonos de hormigón, que se llenan con interesantes patrones de sombras mientras se deslizan en torno del hombre del patinete. Un hombre de una edad en la que normalmente los hombres no van en patinete. El edificio de Física se acerca lentamente hacia la figura en reposo, que lleva en la mano un vaso con algún líquido de misteriosas propiedades nutritivas. El hombre es tan delgado que parece bidimensional, lo cual resulta chocante entre los volúmenes de cemento resaltados por los juegos de las sombras. Su rostro tiene cualidades que recuerdan a una momia azteca, toda redondez desterrada de un reino de arrugas y protuberancias de hueso, como si hubiera sido consumido desde dentro por alguna maldición ávida de turgencias orgánicas.

Es extraño que espere sobre el patinete mientras la puerta avanza hacia él; normalmente los patinetes suelen usarse para trayectos más largos. También resulta extraño que un hombre de apariencia tan frágil pueda tener energía para mover todo un edificio a su alrededor haciéndolo rodar, impulsándolo con una sola pierna, bajo las minúsculas ruedas que le sostienen. Su pelo negro, lacio y sin brillo, largo hasta casi llegar a los hombros, se inclina un poco como si quisiera seguir a las columnas y barandillas que avanzan hacia atrás.

De hecho, todo lo que está en torno de él, incluso su pelo, parece querer huir hacia atrás. Porque él tiene la mirada siempre hacia adelante. Más adelante. En el futuro. En la eternidad. Se trata de un hombre que quiere vivir para siempre. Adalid de las dietas hipocalóricas, reduce deliberadamente su consumo de alimento con el fin de prolongar su vida lo suficiente hasta que se encuentre el santo grial de la existencia prolongada hasta el infinito. El patinete es su fiel montura en sus andanzas de caballero andante por los vericuetos del tiempo, pues le evita consumir excesiva energía andando, cuyo gasto implicaría una necesidad de ingesta calórica que iría minando uno a uno los preciados segundos de su vida. Cada paso o movimiento es una ruleta rusa para un instante de su existencia.

La puerta se sigue acercando hasta que ante el choque inminente el hombre se baja del patinete en un gesto elegante, mientras una de las manos sigue sosteniendo el vaso con líquido de inciertas e inquietantes propiedades nutritivas. Y desaparece tras la puerta. Y entonces toda la estructura de terrazas cesa su movimiento.

La momia suele dedicarse en los seminarios a inspeccionar en su ordenador portátil números de citas en las bases de datos de artículos de Física. Al parecer las citas son otra de sus grandes preocupaciones, a parte de vivir para siempre. Ser recordado. Pasar a la historia. Su presencia en un seminario también suele pasar a la historia antes de tiempo. Pues no hay tiempo que perder. La eternidad no espera a los pacientes.

La eternidad. Los segundos infinitamente repetidos. Todas las frases que ya fueron dichas. Todos los posibles poemas que ya fueron creados. Todas las posibles músicas que ya sonaron.

Todas las fórmulas que ya fueron escritas, todos los dibujos que ya fueron trazados, todas las miradas que ya fueron sorprendidas.

Todas las guerras que ya fueron luchadas.

Los primeros besos, todos fueron compartidos.

El saber completo que se clava como un puñal en el alma al incluir la certeza de que en el infinito que aún queda no habrá nada que pueda despertar el vértigo y la emoción de lo nuevo. Vida eterna. Muerte en vida. El fin del arte, la muerte de la ciencia. Patinando hacia la eternidad.

sábado, 26 de abril de 2008

Desierto en flor


Rayos orgánicos,
tormenta de vida que estalla
de la tierra devastada
al cielo inmisericorde.
El tiempo dado la vuelta,
los tallos son grietas
en el paisaje de la Muerte,
garras que arañan el aire
y liberan pétalos de sangre roja.

lunes, 21 de abril de 2008

Ligeti y el condensado de sillas

Tras la puerta entornada las veo. Las sillas. Hacinadas en el espacio hexaédrico de lo que fue un despacho, sus respaldos orientados en direcciones caprichosas en un paisaje desmagnetizado, las cubiertas de tela polvorientas, algunas sillas volcadas despreocupadamente sobre otras, las ruedas en las estrellas de cinco puntas clavadas en la moqueta azul o girando quietas en el aire en las extremidades metálicas. Las paredes desnudas, el blanco primigenio convertido en un color indefinido e insulso.

El resto de los antiguos despachos está vacío; ventanas en las que la luz dibuja los patrones de las gotas de las últimas lluvias o los abanicos del último trapo que las limpió y proyecta sobre la alfombra trapecios de luz divagadores, que se erizan en polígonos más complejos en contacto con la verticalidad de las paredes. Enchufes y puntos de red abandonados, los electrones dentro nerviosos por la inactividad.

Silencio en los pasillos. Charcos de luz difusos en el suelo. Pósters en las paredes, carteles de “X se ha mudado al despacho Y”. Y las sillas todas juntas en una habitación, hacinadas incómodamente, rompiendo la simetría del vacío del resto del edificio, de los cubículos abandonados alineados en vertical y horizontal.

Hay algo desasosegante en el condensado de sillas, en su orgía mobiliaria silenciosa.

La noche cae; la oscuridad empieza a crecer en las esquinas propagándose en metástasis irreversibles. Apenas se distinguen los contornos cuando se siente un movimiento imperceptible en el cuartel de las sillas. Una rueda invisible ha girado unos cuantos grados sobre su eje. Poco a poco, viniendo de la nada y de todas partes, se empieza a intuir una música lejana. Al principio parece ser un engaño de la mente, pero la duda se disipa según va aumentando su volumen; una nota eterna, poderosa y parpadeante que crece lenta e imparable conquistando el silencio, sobre la que se van superponiendo susurros y pinceladas vocales en un caos ordenado y profundamente inquietante, una textura musical densa que inunda la mente en una sobredosis polifónica de belleza abstracta e hipnotizante, salpicada de matices y de agitaciones espasmódicas y espontáneas de las ruedas de las sillas, que empiezan a aparecer aisladas como las primeras gotas de lluvia para ir aumentando en una marea imparable, mientras la música crece en volumen elevándose hacia un clímax que se presiente pero no se imagina, las sillas chocando unas contra otras, voces que se tensan y se enredan y aceleran y agudizan hacia el infinito, subiendo y cayendo como los rizos al viento de una ola que se alimenta incesante a sí misma, elevándose hacia las alturas venciendo la resistencia de su propio peso hasta que la tensión alcanza cotas insoportables y las notas explotan en un espasmo glorioso, primordial y cosmológico y las sillas se agitan frenéticas, cayendo al suelo e incorporándose las que reposaban ruedas arriba sobre el resto.

Unos momentos de silencio. El pasillo oscuro empieza a refulgir con un sutil brillo fosforescente. Los cubículos vacíos ya no son cubículos sino icosaedros llenos de nada y el suelo y el techo se confunden en una cinta de Möebius. Vuelve la música, calmada como la ola que se retira en la playa, pero de nuevo una manada de voces que se agita y enreda sobre sí misma como un banco de peces, siempre tirante, inquietante y fascinante en su impredicibilidad. Sobre el brillo radiactivo del pasillo se ve asomar tímidamente el perfil oscuro de la rueda de una silla, saliendo lenta de su habitación, seguida del cojín y el respaldo que crean un recorte de negrura animada e inorgánica que avanza empujado por una voluntad desconocida mientras los tubos de neón del suelo del pasillo se iluminan ominosa y secuencialmente a su paso, carraspeando aterrados hasta que su luz se atreve finalmente a expandirse fuera de su sarcófago cilíndrico de cristal.

La música vuelve a alimentarse a sí misma en un nuevo crescendo de intensidad insoportable. Y de repente la consciencia se ilumina con la certeza de que en algún otro rincón del edificio vacío hay una habitación llena de mesas.

Las sombras sostienen la montaña

sábado, 19 de abril de 2008

Lecturas viajeras

TELA DE ARAÑA


Anochecer ajeno y desprendido
el que llega despacio.

El tiempo, un viento blanco
que entretiene las formas
cada vez que dedica sus manos
a la noche.

Y todo es más oscuro.

La opacidad,
morir en el silencio,
parpadear lentamente,
no ver nada.

Saber del desarraigo. Retrasarse
en alfabetos rotos.

Sumirse en otros cauces.

Pero nace la rosa de las ascuas
y suspende el ocaso.

Crecer, un paso más hacia la muerte.

Cielo cerrado.
El yunque del insomnio
sobre los párpados.

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Por Ana Gorría, que tiene libros suyos paseando por el mundo, y que es fiel lectora de este blog pese a que ella tiene muchas más cosas que decir.

jueves, 17 de abril de 2008

Foto mental: taquería

Una taquería en una ciudad fronteriza mejicana. Una terraza toda pintada de azul celeste, el suelo de hormigón, las mesas de metal con almohadillas rígidas circulares acopladas a las varillas de su estructura, los tacos refulgiendo con destellos azules, el tejado de caña marrón. Un hombre con vida, ropa y guitarra gastadas canta en un rock pausado y pegadizo sobre cómo es una persona de éxito, el amo del lugar, sin miedo al futuro, con coches caros y una novia artista que trabaja en la televisión. En la calle sopla un viento arenoso sobre la calzada polvorienta y llena de cicatrices, entre las filas de postes de luz alineados cada pocos metros y con inclinaciones ligeramente disonantes, los cables colgando en todas direcciones en una telaraña de catenarias densa y desordenada. Los negocios tienen carteles coloridos pintados a mano, reciclados de empresas anteriores; tras las letras claras de “tortillería” pueden intuirse los restos negruzcos e invertidos de “taquería y restaurante”. Hay gente en la calle. Subidos en la parte trasera de una ranchera unos niños de pelo liso y ojos de brea tararean melodías dulces con voces tímidas, levemente desacompasadas, irradiando paz en el cielo de los tacos.

sábado, 12 de abril de 2008

Cruce de caminos*

Cruce en un barrio residencial californiano. Dos tiras de asfalto que confluyen, dos direcciones cruzadas y cuatro sentidos de circulación que se enfrentan. Cuatro rayas de pintura blanca, paralelas dos a dos, transversales a las direcciones de circulación, muros invisibles sobre ellas que obligan a los vehículos a pararse en seco.

Cuatro coches avanzan en los cuatro sentidos confluyentes, con velocidades coincidentes en módulo hasta la quinta cifra significativa, pasando las bocas de alcantarillado en las que patos de pintura aseguran vivir corriente abajo y piden que no se les envíe basura -lo cual es altamente irónico, pues si los patos que viven corriente abajo son de pintura ellos mismos suponen ya una amenaza para los ecosistemas fluviales al irse diluyendo poco a poco en manchas flotantes de muerte multicolor y remolinos viajeros de metales pesados- y circulando frente a los edificios de apartamentos con sus entradas apalmeradas en las que pueden verse carteles que afirman que

“En este complejo está permitido fumar, y los materiales de construcción contienen agentes químicos nocivos. Es sabido por el estado de California que el humo de tabaco y dichos agentes químicos son agentes causantes de cáncer, defectos congénitos y otros daños reproductivos”.

Los cuatro coches no se dan por aludidos por estos avisos -es conocido por todos que se reproducen de manera asexual- de manera que continúan su avance multidireccional hacia el cruce. Los espíritus aburridos que se pasan las horas interminables viendo desfilar a los hipertrofiados e hipercromados vehículos motorizados en sus cotidianas procesiones a las mecas comerciales de asfalto compartimentado por retículos de líneas blancas han ejercido su influencia de modo que las condiciones iniciales de avance de los cuatro coches son tales que no sólo avanzan con celeridades coincidentes hasta la quinta cifra significativa, sino que además llegan hasta los muros invisibles que flotan sobre las líneas blancas transversales del asfalto y se paran frente a ellas en perfecta sincronización.

Y aquí empieza la versión moderna de los duelos de pistoleros del lejano Oeste. ¿Quién desenfundará primero? No hay semáforo, todos tienen el muro invisible de la línea de parada, y han llegado exactamente a la vez. Un coche amaga el arranque y los otros tres le corresponden con espasmos similares simultáneos. Los cuatro vehículos han avanzado exactamente 2,75 centímetros cada uno y se han vuelto a parar en seco con el consiguiente hundimiento del morro y levantamiento de la parte de atrás. Los espíritus engañadores del tráfico se frotan las manos. Se suceden similares abortos de arranque, pero parece que las mentes de los conductores actúan con una inquietante sincronización supralumínica. Las sombras de las palmeras se han alargado perceptiblemente, girando unos cuantos grados en sentido horario.

Los modernos pistoleros del acelerador del lejano Oeste ya no son lo que eran. Ahora se rigen por estrictas apariencias de cortesía. Mientras el Sol avanza por el cielo californiano también en sentido horario –si bien a veces decide improvisar un rato y efectuar pequeños rizos retrógrados cuando nadie le mira- y los conductores se desesperan al ver fluir el tiempo que es dinero tras haber avanzado cada uno en total 20,01 centímetros desde la parada inicial, la desesperación se disimula en un mudo intercambio de palabras corteses.

Tú primero.
Amago simultáneo de los cuatro coches.
No, por favor, insisto.
Amago.
Si realmente no tengo prisa. ¿Quién tiene prisa?
Amago.
Qué situación tan encantadoramente graciosa.
Amago con chirriar de neumáticos.
Silencio.
Amago. Grito de desesperación ahogado por los cristales cerrados de uno de los coches.
Por favor, en serio, adelante, buenas noches, ¿Cómo estás?
Amago.
Bien, gracias, ¿y tú?
Amago.
Silencio.
Amago.
Grito ahogado.
Silencio.
Amago.



Las ventanas de las viviendas cercanas empiezan a iluminarse con luz eléctrica. El Sol se dedica a retrogradar pero por debajo de la tierra que pisan los coches. Con el tiempo se ha ido extendiendo un atasco por las cuatro calles confluyentes que ha pasado a avanzar lentamente por el barrio como un sistema de grietas en un cristal golpeado con un objeto punzante.

La oscuridad se extiende y ya no pueden percibirse claramente ni el interior de los coches ni los movimientos involuntarios y los temblores que acompañan a las violentas gesticulaciones de los conductores. Tampoco pueden oírse las imprecaciones que tienen que aguantar los pobres micrófonos de los teléfonos móviles.

Los espíritus del tráfico ya han tenido bastante diversión; de hecho están sobresaturados y les invade el cansancio, de modo que se van a dormir arrullados por el fragor de una autopista cercana. El hechizo liberado, los cuatro conductores pisan sus aceleradores con infinita rabia acumulada, acompañando el esfuerzo con estentóreos, ensordecedores y primitivos gritos de guerra que apenas se oyen desde fuera, las caras contorsionadas en gestos animales, los ojos inyectados en sangre, los labios vibrando en los rostros congestionados y deformados por los pliegues sísmicos de la piel, las manos aferradas fieramente al volante, la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante en posición de ataque.

Ni que decir tiene que el arranque se produce de forma simultánea y que los cuatro coches avanzan con celeridades crecientes y coincidentes hasta la quinta cifra significativa, hasta que el centro del cruce queda oculto en una nube de ruido y neumático quemado y airbags que al disiparse deja entrever una estrella metálica de cuatro brazos que parece que acaba de caer sobre el asfalto, con sus extremidades todavía vibrantes pero poco a poco estabilizándose en una calma silenciosa.


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*Nota para físicos. Despréciense efectos relativistas en la lectura.

martes, 8 de abril de 2008

Encuentros electromagnéticos

Tengo un número de teléfono americano. No es que el número sea americano en sí mismo, los números son universales; más bien debería decir que tengo una tarjeta de teléfono que tiene una identificación numérica unívoca en la red telefónica mundial, de modo que parte de dicha identificación incluye un código que asocia a dicha tarjeta a una red telefónica estadounidense, e incluso más aún, también comprende a otro código que la relaciona con el área geográfica metropolitana del norte de San Diego.

Y hablando de identificaciones unívocas, un día recibí un mensaje de un número no identificable que probablemente iba destinado a otro nodo de la red telefónica americana distinto del que codifica el número de mi tarjeta. Encendí el móvil una mañana y al poco rato silbó anunciando la recepción de un mensaje. Aparentemente había sido enviado sobre la una de la madrugada hora local, y decía:

“Me duele la tripa otra vez. ¡Y sólo pasa de noche!.”

He de reconocer que el mensaje me dejó perplejo por su maravillosa aleatoriedad y por la inocente confesión de sufrimiento cotidiano procedente del área 619 del sur de San Diego. Pasó un día en el que no respondí al mensaje, pero de alguna manera no podía dejar de pensar en que tenía el deber de reaccionar ante tan estupenda e irrepetible muestra de caos vital emergiendo de los aparentemente asépticos códigos numéricos telefónicos, de vida humana pulsando y sufriendo y equivocándose tras el muro inerte de la tecnología.

Así que me vi en el deber de responder de una manera que estuviera a la altura de tan irrepetible acontecimiento.

“Ay los estómagos malos. Hay que tener tripas para decirles a las ídem que se mantengan calladas, pero a veces simplemente no escuchan...el lenguaje intestinal tiene una gramática complicada.”



“¿Quién ha escrito esto?”

“Sólo un desconocido aleatorio que recibió un mensaje aleatorio, probablemente por error, que mencionaba dolor estomacal, y que lo encontró tan divertido y surrealista que se vio obligado a responder”.

“¿¿¿¿Qué????”

...

“¿Cómo has conseguido mi número?”

miércoles, 2 de abril de 2008

Valle de la Muerte

Subiendo la montaña el Valle de la Muerte se ve como una cinta de desierto arrugada en la lejanía. La vegetación seca pincela la ladera con manchas rojizas sobre el fondo gris de pizarra, bajo un cielo exultante, desierto de nubes. Los troncos de los árboles se retuercen mostrando las cicatrices de su lucha por la supervivencia, las grietas de la madera exudando ancianidad sobre los primeros parches de nieve. Las laderas se vuelven blancas, manchadas de oscuridad de árbol, las líneas de la cumbre que nos espera cayendo en distintos ángulos hacia el valle sin vida con sus venas de sal. El camino se cuelga de una cresta bicolor, nieve deslumbrante y piedra desmenuzada, sobre la que reptan tallos leñosos y desnudos, arañas vegetales que se contorsionan en galaxias espirales a la deriva. Las faldas de la montaña se empinan y los árboles las cubren con sus sombras, sus extremos trazados por líneas casi tangibles que convergen hacia el sol de la tarde. Más troncos desnudos, con sólo un parco esqueleto de ramas principales, se alinean en zigzag desde el camino tapado por la nieve helada hacia la profundidad del valle, las sombras jugando sobre el blanco, el sol guiñando tras las copas, la nieve brillando en miríadas de cristales de luz, la cresta por la que subimos haciendo ondular su perfil nevado sobre el paisaje de fondo, tonos verdosos en los surcos de sombra del pie de las montañas que se elevan queriendo huir de la muerte parda del fondo del valle. Y el tramo final acaba en la explosión de libertad de la cumbre, el mundo desplegado a nuestros pies, un pájaro volando como quiséramos hacer nosotros, obligados a desandar el camino clavando el esfuerzo en la nieve que se endurece con la caída del sol. El día se repliega en sí mismo, cubriendo en su despedida a las laderas que le siguen con la mirada con un manto anaranjado en el que las plantas reptantes arden sobre la piedra gris. Las sombras se van diluyendo hasta que sale la luna llena justo en el lado opuesto del último destello del Sol dormido, los dos astros persiguiéndose y evitándose en su juego de seducción, y entonces andamos en un mundo azul grisáceo, aullando silenciosos de cansancio, arrastrando nuevas sombras que parecen querer ser reflejos en un espejo invisible de las que hace poco nos abandonaron.

En la mañana, en el fondo del valle, la vista se hincha de libertad, el espíritu se expande hasta los horizontes montañosos lejanos. Colinas que se pliegan en áridas redondeces entre surcos profundos, como en una tela fosilizada arrojada con despreocupación por alguna mano gigante, lóbulos de un cerebro telúrico desproporcionado, la mente del desierto que, agotada y triste, parece incapaz de pensar vida. Las personas pasean como hormigas sobre las redondeces y entre los cañones del paisaje marciano, trazas fugaces, sombras perecederas, incapaces descifrar los pensamientos recalentados del valle que se elevan lentos en ondas de refracción temblorosa, suspiros de eternidad geológica. Las paredes de tierra seca, sus pequeñas rugosidades, ceden ligeramente al tacto revelando la sustancia blanca de las ideas escondidas del desierto.

Más allá del cerebro gigante, en las montañas enfrentadas a la cordillera del pico nevado, un pintor cósmico caprichoso ha deslizado sus dedos manchados de sombras rojizas sobre los estratos para después agitar frente a la roca sus pinceles cargados de pigmentos verdosos y amarillentos. Bajo la paleta rocosa fluyen arterias blanquecinas hacia un mar de sal, una planicie lunar reverberante de luz y de desolación, cuarteada en polígonos con aristas engrosadas de sal, teselación estéril.

A un vuelo de pájaro, los granos de arena se han puesto de acuerdo para acudir en masa a su particular centro de peregrinación, amontonándose en dunas que se elevan suaves hacia el calor del día o la blancura lechosa de la luna. Sorprende andar entre las montañas de arena contemplando los picos aserrados rasgando el cielo del horizonte, de un azul irreal sobre el mar ocre y sus ondulaciones de forma y de color. En la zona exterior de las dunas algunos arbustos resisten heroicos floreciendo orgullosos entre el zumbido intenso de insectos casi invisibles. Hay cementerios de tocones clavados en la arena, ramas entrelazadas, monumentos negros de muerte sobre túmulos arenosos, y entre ellos parches de arcilla resquebrajada en lagos de sequedad en medio de la arena, las grietas como un fractal de labios sedientos. Delante más dunas, no existen líneas rectas, sólo la fotografía de un mar congelado, olas atrapadas en el tiempo, las ondulaciones que se repiten a sí mismas en distintas escalas, marea renormalizada, la arena peinada por un fibrado de líneas que fluyen paralelas. Abstracción, las referencias perdidas, como si se caminara en un sueño atemporal. Las huellas se organizan en caminos cimbreantes que se entrecruzan, y al escalar las laderas empinadas de algunas dunas la arena se desliza en capas, como los vestigios de las olas que se extienden lentos sobre una playa, borrando el rastro del caminante. Una cresta se eleva hacia la mayor de las dunas, destellos de cuarzo brillando aislados, y desde la cumbre el océano desértico se extiende majestuoso en sus modulaciones rítmicas que se pierden sobre el fondo grisáceo de montaña. Las ondas superpuestas de los perfiles de las dunas son la música silenciosa del vacío.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Crónicas de acampada

El conductor es un hombre bastante corpulento; lleva una gorra de béisbol de la que sobresale algo de pelo rubio, y bajo su bigote también rubio hay una barbilla y algo más abajo una camiseta sin mangas que deja a la vista varios tatuajes, en uno de los cuales pueden verse un par de lápidas con algún nombre inscrito. Detrás está nuestro coche, y delante se estira la carretera en una recta imposible hasta el horizonte, un delgado cono grisáceo entre paisajes de aridez áspera, de planicies pardas sin vida que llenan el valle contiguo al valle de la Muerte. Bien podría ser el valle de la inconsciencia, pues en el eterno repetirse a sí mismo del panorama se podría perder la noción del tiempo, si bien éste viene marcado por las exageradas oscilaciones con las que la suspensión hidráulica de la silla del conductor reacciona ante los baches de la carretera.

Nuestro coche brilla sobre el fondo de montañas que se alejan, los faros delanteros a la altura de nuestros ojos. La monotonía del paisaje se rompe cuando llegamos a la población fantasma de Trona, que es presentada por el conductor con un escueto “no me gusta este sitio”, seguido de un “por qué” de nuestra parte que es respondido con un “porque aquí no se aplica la ley”.

Trona, ciudad sin ley. En Trona no hay ley porque no hay nada. El conductor tiene una postura poco típica, con la espalda inclinada hacia delante, alejada de su respaldo, y con las muñecas reposando lánguidas sobre el volante. Da la sensación de que debe de tener una pose similar en el sofá de su casa mientras ve la televisión, con las muñecas apoyadas sobre un volante invisible. Pasamos un par de gasolineras abandonadas, rodeadas con vallas de hexágonos metálicos, una barbería como salida de la nada y un edificio de madera ajada con grandes pintadas de
“SE VENDE
375 4046”
y unas letras pegadas en la parte superior de la fachada con inclinaciones aleatorias, algunas incluso dadas la vuelta en vertical, no se sabe si por un alarde estilístico o por el abandono, que dicen
“GERMAN AMERICAN EMPORIUM”.

Hace algunos minutos los físicos de San Diego hemos sido grabados en un vídeo digital mientras confesábamos al campista que usando su seguro Triple A nos ha ahorrado los 600 dólares del camión grúa en el que nos encontramos que el verdadero objeto de nuestra investigación era la fabricación de la nueva generación de bombas nucleares. En Trona no deben de saber mucho de este tipo de cosas; basta considerar que para evitar la deserción masiva de la población evitan enseñar geografía en los colegios, no vaya a ser que los jóvenes sepan de la existencia de un mundo más allá de las montañas. Probablemente las vías de tren cambian de anchura no lejos de la población, y se usa una moneda propia, el Tronadólar, que no puede convertirse a dólares, si bien el proceso inverso sí se admite. Por lo menos sí se debe de enseñar algo de ciencia básica en el instituto que cobija al afamado equipo deportivo de los “Tornados de Trona”, pues si no no habría mano cualificada para la mina de Bórax que representa la razón de ser de tan singular ciudad. “Bórax” es tetraborato sódico hidratado,
Na2[B4O5(OH)4]·8H2O,
y se extrae en forma de cristales entre los tornados de arena que de vez en cuando asolan la planicie y los tornados de actividad deportiva que de vez en cuando engendra el equipo del instituto, que está situado al lado de la carretera principal, donde no hay ningún árbol que dé sombra, como ocurre con las polvorientas callejuelas secundarias salpicadas de viviendas levemente destartaladas, algunas de ellas cercadas con vallas de madera claramente reciclada desde distintos e inciertos orígenes, y que suelen estar cerca de algún descampado cercano lleno de cadáveres metálicos oxidados esparcidos aleatoriamente entre malas hierbas que malamente sobreviven.

Nuestro salvador, que nos ha ahorrado pagar el camión grúa y que nos ha grabado en su cámara digital para la posteridad, es un ex-soldado que aspiraba a ser piloto, cuyos sueños se vieron truncados por un conductor borracho que no fue capaz de esquivar a su motocicleta. Así, con una pierna maltrecha y con las uñas de las manos pintadas de rojo, se dedica a viajar por Estados Unidos con su coche o su moto, born to be wild, alojándose en campings o en casas de amigables desconocidos que ofrecen sus sofás en la web “couchsurfing.com”, intentando mejorar sus habilidades sociales, que según él están muy mal paradas tras pasar varios años de disciplina castrense entre hombres máquina cuyo concepto de socialización va ligado a ladrar órdenes al prójimo.

“Couchsurfing.com” es una de las comunidades de internet que ha organizado el viaje en el que los físicos de San Diego hemos acabado metidos sin saber muy bien cómo, convirtiéndonos en el “euro-equipo”, cuya eurofurgoneta murió de repente mientras conducíamos cuesta arriba hacia el parking desde el que pretendíamos escalar el pico “Telescopio” del valle de la Muerte. En una cuesta, cuando el cambio automático iba a engranar una nueva marcha, el motor siguió acelerando pero la velocidad del coche disminuyó hasta que el vector se dio la vuelta y empezamos a retroceder. Toda una desconsideración por parte del vector velocidad y toda una sensación de impotencia la de ver que el motor seguía en marcha pero el coche no era capaz de avanzar hacia delante en medio del valle sin cobertura de teléfono.

Con lo bien que se había portado la eurofurgoneta hasta ahora. Llevándonos desde San Diego a los físicos europeos y a la campista desconocida que aloja en su casa a cientos de animales entre pájaros, serpientes y otros reptiles y peces y se pasa tres horas diarias limpiando tanques de agua...

Entre Trona y el resto del mundo civilizado sólo hay carretera, algunos conductos metálicos sobre extensiones salinas en los que deben de fluir sustancias químicas poco amigables con la salud humana, y grandes extensiones de nada. Los edificios tronísticos se distribuyen algo desordenados en torno de la carretera y de la monstruosa fábrica de Bórax, un amasijo de metal, tubos y torres y alguna chimenea y luces que iluminan la noche del valle de la inconsciencia.

Esta mañana nos despedimos provisionalmente de la vida campística, con nuestras tiendas recogidas en la eurofurgoneta que nos mira compungida desde la plataforma de la parte de atrás del camión grúa. Quizá regresemos triunfales al valle de la Muerte tras las gestiones mecánicas pertinentes en esa gran metrópli que nos espera -al menos en comparación con Trona-, Ridgecrest. Entonces podremos seguir escuchando las risas histéricas y el inglés indescifrable de la taiwanesa organizadora del viaje, disfrutar de las conversaciones subidas de tono junto al fuego mientras la mujer de una extraña pareja dispareja en edad bebe una botella tras otra de vino, o tener amigables espectadores en la mañana, con la camiseta pegada a una tripa algo protuberante, que ofrecen conversación mientras desmontamos la tienda, preguntando por nuestros orígenes, y que tras desaparecer por un tiempo vuelven diciendo “se me había olvidado una cosa” y nos dan una pequeña bolsita de plástico con un brote de cierta planta de efectos psicotrópicos, sonriendo traviesos, “recuerdo de Oregón”.

lunes, 24 de marzo de 2008

Foto mental

Un húngaro, un polaco, una polaca, un español, un coche alquilado americano. Afuera un Sol de justicia cae implacable sobre la tierra sedienta del Valle de la Muerte. Las montañas desnudas, ásperas, nadan hacia atrás sonrojándose en una amplia gama de tonos pardos al saberse contempladas por esas vidas diminutas en movimiento. La radio llena el aire con el ritmo lento y alucinado de "Riders on the storm". Los brazos, las cabezas, los pistones del motor, las montañas, oscilan al ritmo de la melodía. Suenan truenos bajo el cielo saturado de Sol.

lunes, 17 de marzo de 2008

Auf wiedersehen

En un barrio de Bremen hay un pequeño bosquecillo de hayas bajo cuyo manto agujereado de sombras revolotean los arrendajos y las palomas cantan melancólicas a sus pérdidas, los pájaros de cuco marcan inconstantes el paso del tiempo y los búos avisan de las pisadas intrusas. Los erizos se esconden bajo el manto de hojas muertas cuando llega inesperado el torbellino de sonidos de un tren, esa marea que se acerca en rápidas pinceladas de color desenfocadas en un remolino de aullidos metálicos agudos, ilusionados ante el encuentro con los oídos sorprendidos, y que en un instante pasan a alejarse con el tono grave y melancólico de la despedida. Las ardillas avanzan por el musgo y la corteza con sus saltitos diminutos, sin preocuparse por el efecto Doppler pero sí por las tormentas de ruido que de vez en cuando vienen por el cielo reflejado en la superficie pulida de los raíles.

En medio del bosque hay un árbol con restos de una casita de madera. Hace veinte años, varios hermanos llenos de ilusión, henchidos de la frescura del bosque, las caras rosadas por la excitación y el movimiento, procuraban ayudar a su tío Martin, Onkel Martin, a montar esa casita de ensueño. La casa se montó, de ella colgaba una cuerda con nudos y los cinco hermanos escalaban con esfuerzo y dificultad -la mayoría no fuimos prodigios físicos- a su mundo particular de madera. Lo pintaron con colores, era su Baumhaus, su casa del árbol, su tesoro del bosque, pintaron sus nombres, pintaron animales y pintaron el nombre de su querido tío, “Honkel” Martin.

La vida de Onkel Martin fue como una falta de ortografía. Hoy me enteré de que nos había dejado. Impotente, tan lejos, quise pensar que las hojas de eucalipto vibraban en su honor, que la luz lucía un poco más gris. En un momento, mientras andaba bajo unos cuantos árboles, fue como si el tiempo se parara. Lo peor fue que el tiempo seguía.

Onkel Martin se fue con todos sus sueños derrotados. Espero que sepa que, si bien él no pudo atraparlos, fue capaz de hacer realidad algunos pequeños grandes sueños para esos niños que le adoraban. Para mí el Baumhaus siempre será un símbolo imborrable de ilusión y de niñez, siempre ligado al tío Martin y a mis hermanos, las horas fluyendo mágicas entre la madera, las sombras de los árboles y los dibujos.

Querido tío, me acuerdo de tus gestos de sopresa las veces que aparecí sin anunciarme a tu puerta; de cómo pasaste de decir que si era un testigo de Jehová a llenar tu cara con una sonrisa de incredulidad y asombro difíciles de olvidar. Me acuerdo de que de niño que me llamabas “grita” por mi carácter irascible. Me acuerdo de que cuando me hacía daño al caerme sobre una rama del bosque me decías que los chicos no teníamos que llorar. Ahora me gustaría gritar y llorar.

sábado, 15 de marzo de 2008

Tardes de sofá

En las últimas horas de la tarde es bueno disfrutar del abrazo cálido del sofá, que sirve de refugio frente a las corrientes de aire polar que se empeñan en explorar el despacho. No es conveniente ponerse a trabajar sin al menos un jersey o una chaqueta ligera, en tanto que la unidad VAV (“Variable Air Volume”) de Johnson Controls Inc. continúe haciendo ineficientemente su trabajo. Las últimas investigaciones sobre los sistemas de regulación de temperatura en el laboratorio nos han permitido identificar las tuberías de agua caliente enfundadas en espuma aislante cuya supuesta misión es calentar el aire que expulsan atronadoras las salidas de ventilación, y también hemos comprobado que la temperatura al tacto de estos conductos es sensible a la posición del deslizador de temperatura del sensor VAV de Johnson Controls Inc. que se encuentra cercano a la puerta. Puerta que, por cierto, ahora somos capaces de cerrar con cerrojo tras varias visitas de diversos técnicos del edificio que tras sesudas maniobras nos comunicaron que la llave puede retirarse una vez activado el pestillo si simultáneamente al acto de tirar de ella hacia fuera se presiona hacia dentro el bombín en que se encuentra incrustada. Esta gran pieza de sabiduría cerrajeril me fue comunicada acompañada de miradas muy expresivas en las que detecté cierta sorna ante la capacidad práctica de los físicos teóricos.

Es decir, que el termosato supuestamente funciona. Sin embargo, algo extraño pasa, puesto que al cabo de un tiempo de aumento de la temperatura de las tuberías de agua caliente y de suspiros de bienestar de los miembros del despacho, la era glacial retorna espontáneamente sin explicación... Pero lejos de rendirnos hemos elaborado una teoría al respecto, relacionada con la mentalidad conservadora -en términos energéticos, al menos- de los diseñadores del nuevo edificio, ya que todo indica que la caída en el olvido termodinámico del foco de calor está correlacionada con los parpadeos del diodo luminoso del sensor de Johnson Controls Inc., parpadeos que desaparecen al presionar el misterioso botón que se encuentra junto al diodo y bajo un trío de símbolos masónicos de soles llenos o eclipsados, lo cual tiene como efecto colateral el recalentamiento de las tuberías enfundadas en espuma aislante. Id est, que al igual que los catedráticos tienen que ejercitarse para mantener las luces encendidas, nosotros hemos de levantarnos de vez en cuando para apretar el botón del sensor VAV de Johnson Controls Inc. para luchar contra la glaciación.

De todas maneras es bueno sentarse en uno de los sofás en las tardes luminosas, intentando no pensar en las extrañas conspiraciones que pueden esconderse tras los símbolos masónicos del clan Johnson, las visitas aleatorias de técnicos que parecen manosear la cerradura y la extraña política energética del edificio. Porque ahora tenemos dos sofás que se miran en acolchado arrobamiento, y la vida transcurre tranquila con un artículo en el regazo y una taza de té humeante preparado en el microondas, el humo proviniente del nitrógeno líquido con el que el té ha sido convenientemente enfriado a la salida de una de las muchas tuberías de cobre que cruzan la pared. Así la mente puede abstraerse y volar hacia arriba, atravesando el techo y sus conductos de ventilación y los laboratorios del piso superior para salir al exterior y admirar la puesta de sol, el cielo inflamado tras los edificios y las elegantes terrazas superpuestas de en frente, la luz estrellándose en el ventanal del despacho y teselando la tierra del patio de abajo en un tapiz de reflejos romboidales de los cristales de nuestro edificio, un tablero de ajedrez lumínico deformado.

La calma se ve interrumpida de vez en cuando por amotinamientos espontáneos en la jaula de las ecuaciones peligrosas, que se solucionan echándoles de comer alguna singularidad esencial. Mientras tanto los espines de las partículas que vuelan en el exterior se van clavando en las ventanas, amontonándose hasta que la vista se oscurece y se acaba el día.

domingo, 9 de marzo de 2008

Plegarias mecánicas

Las plazas comerciales son como templos de adoración al automóvil. Los locales del perímetro en los que hormiguean seres humanos en sandalias quizá sólo sean un pretexto para conseguir que una infinidad de coches se congruegue en celebraciones periódicas de reposo mecánico colectivo. Las líneas blancas en el asfalto orientan a los vehículos en largas y ordenadas filas que apuntan a una desconocida meca automovilística. Los suspiros de los ventiladores de los circuitos de refrigeración y los crujidos de contracción de las estructuras metálicas ocultan conversaciones entre las máquinas, elevan al cielo sus rezos mecanicistas en los rizos de aire recalentado que refracta y distorsiona los rayos de luz en las capas que flotan sobre las cubiertas relucientes de los cerebros hipercilindrados.

Hay algo siniestro y obsceno en la desproporción de algunos coches americanos. Sus morros desmedidos son como símbolos fálicos de poder, un intento enfermizo de vencer la propia indefensión o inseguridad ante el terrorífico vacío que hay en cada uno de nosotros.

Mientras los carros de la compra se deslizan dando tumbos sobre pequeñas ruedas que se agitan frenéticamente, mientras las personas entran y salen de las puertas de cristal, sandalias y zapatillas golpeando el suelo, pisando las manchas de aceite, las manos deformando la superficie de las bolsas de papel marrón, abriendo y cerrando puertas de los coches, nubes aisladas vagan por el cielo azul, el Sol traza su arco en el cielo, los vehículos fluyen como hormigas en corrientes caóticas entre las hileras de cristal y metal, y en las gasolineras los dueños orgullosos se afanan en rendir pleitesía a sus máquinas, moviéndose en torno de ellas en sus danzas rituales de limpieza y pulido. Los troncos de las palmeras de los aparcamientos se iluminan con constelaciones de bombillas al caer el sol, y las autopistas se convierten en verdaderos ríos de luz en movimiento, corrientes que se despliegan y ramifican hasta llegar a los templos en los que los coches bendicen su destino. La suave brisa entre las hileras de los desiertos de metal aún transporta risas, llantos, palabras.

martes, 4 de marzo de 2008

Por un puñado de fotones

Los catedráticos añoran sus antiguos despachos. Echan de menos sus acostumbradas proporciones, la mugre de la moqueta que nunca se limpiaba, las estanterías a las que ellos mismos quitaban el polvo, los cristales decorados con los laberintos de tramas minerales dejados por lluvias pretéritas, la posibilidad de que la puerta se pudiera mantener abierta sin necesidad de emplear sillas de forma creativa, el interruptor de la luz.

En un alarde de modernidad, los despachos del nuevo edificio no destinados a experimentos que involucren túneles de viento no tienen interruptores. La luz eléctrica se activa exclusivamente por un sensor de movimiento, y por supuesto se desactiva al cabo de un tiempo si no se observa actividad dinámica en el despacho. Así que los sesudos catedráticos se ven obligados a hacer extraños y espasmódicos movimientos con sus extremidades cada cierto número de minutos si desean poder seguir leyendo el contenido de sus papeles. Extraño método de fomento de la actividad física en el cuerpo intelectual de la facultad... Cálculos febriles y sesudos al compás tranquilo de los relojes, empujados hacia delante por la quietud del entorno y el lento girar de las manchas de luz solar sobre los muebles y suelo, cuyo hilo lentamente desenrollado se pierde en una oscuridad repentina que es aprovechada por una brigada de signos menos erróneos largo tiempo al acecho para abalanzarse sobre los papeles o los píxeles en el momento en que la atención se desvía hacia la perpetuación de la densidad de fotones. Éxtasis de contemplación intelectual forzosamente interrumpidos con contorsiones ante el sensor de movimiento dignas de la enfermedad de Huntington. La iluminación de la mente luchando contra la pérdida de iluminación eléctrica. Me pregunto qué momento de epifanía tendrían los iluminados que diseñaron los despachos; quizá en su visión ideal del mundo los científicos deberían escribir ecuaciones a la vez que practican aerobic.

Orandum est ut sit mens sana in corpore sano....

Como solución a sus problemas con la densidad de radiación, los catedráticos proponían la invención de móviles perpetuos que mantuvieran ocupados a los sensores.

¿No será que subestimamos a las mentes preclaras que diseñaron la ampliación del edificio? Quizá todo sea un plan maquiavélico para forzar a las mentes preclaras de la Física para que vuelquen sus esfuerzos en desafiar a la Termodinámica y lograr hacer realidad la panacea de la insaciable civilización occidental. La energía sin fin conseguida por un puñado de físicos locos que sólo quieren ser capaces de leer sus propias fórmulas.

jueves, 28 de febrero de 2008

Fiebre mobiliaria

California es el escenario que acogió la fiebre del oro. Las miradas codiciosas, la desconfianza en el prójimo, la dignidad perdida por un día de gloria dorada. En el mundo californiano de los físicos teóricos, si bien la sabiduría popular les supone menos inclinados a la obsesión por los metales preciados, aún quedan reminiscencias de la lucha por los bienes materiales...

Me refiero a la fiebre por el sofá. El mismo que ahora nos acompaña en el despacho y que anteriormente acogía tanto a estudiantes dormilones como a discusiones eruditas.

En pleno proceso de mudanza temporal al ala nueva del edificio en la que se encuentra el querido despacho borrascoso, el microcosmos de los físicos se convirtió en una ciudad sin ley. Todos los ojos se dirigían a las preciadas piezas de mobiliario de propiedad dudosa; los haces penetrantes de las miradas de reojo se esquivaban por los pasillos desérticos, entre los despachos abandonados, levantando nubecillas de polvo repletas de motas refulgiendo en las cintas de luz provinientes del mundo exterior, agitando remolinos de papel revoloteante entre restos de matorrales secos que se arrastraban dando tumbos entre los aullidos lejanos de los coyotes, los remotos y profundos quejidos estructurales del edificio y las ajadas duchas de seguridad.

Y en un espacio abierto en una confluencia de pasillos, el sofá esperaba resignado y temeroso la consecución de su destino. Los postdoctorandos de alta energía, empleando nuestros conocimientos relativistas, fuimos los más rápidos del Oeste. Aprovechando el sopor de las horas postprandiales, cuando no había coyotes en el horizonte nos deslizamos subrepticiamente, alzamos el sofá y lo llevamos a la amplitud luminosa y monzónica del laboratorio. Algo similar ocurrió con la mesa del té y la pizarra, que atravesaron los pasillos llenas de incertidumbre, pasando frente a las puertas con carteles que redundandemente exhortan a la conservación de la energía—como si hubiera que hacer esfuerzos especiales para cumplir las leyes fundamentales de la Naturaleza—o frente a la intrigante habitación cerrada en cuya entrada hay un cristal cubierto por una lámina de contrachapado con un folio pegado que exhorta a “no abrir la puerta”, tras la cual apostaría el sofá a que se encuentra un esqueleto cuyas más que huesudas falanges se cierran en torno del pomo en un gesto de desesperación congelada.

Todo se intentó hacer en silencio, pero los buitres no dejaron de percibir el olor de la tapicería en movimiento, y poco después de la maniobra, cuando paseábamos casualmente por el pasillo, aparecieron personas preguntándose en voz alta por el sofá. Al día siguiente, por la mañana, mientras yo estaba solo en el despacho se abrió repentinamente la puerta; no por sí misma, en contra de lo que era fácilmente suponible, sino anunciando la entrada de tres miembros de la secta no saludadora del departamento—el líder no interaccionante y dos de sus estudiantes—que ignoraron mi “hola”, esquivaron mi mirada y se pusierona mirar el sofá hablando en susurros que acabaron con un claramente entonado “veremos lo que pasa” seguido de un abandono precipitado del laboratorio.

Y un día después se llevaron la pizarra. Pero tras las protestas de M. volvió como hija pródiga a nuestra guarida científica a la mañana siguiente. Y hoy mismo se abrió una nueva puerta lateral y se asomaron los nuevos vecinos del laboratorio paralelo; uno de ellos, tras unos momentos de duda, se presentó, preguntó por la procedencia del sofá, y comentó que se lo estaba enseñando a sus compañeros porque aparentemente alguien del antiguo edificio echaba de menos un sofá. Su mirada brillaba con lujuria cojinística...”bonito rincón que os habéis hecho ahí”, señalando el microambiente del sofá, mesa del té, pizarra, fregadero, tubos de vacío y nitrógeno líquido, microondas, jaula. Yo por supuesto me hice el extranjero-nuevo-despistado.

Nos hemos hecho fuertes. Si hemos conseguido sobrevivir hasta ahora a las turbulencias despachiles—algo totalmente no trivial pues ya han causado la baja de un postdoctorado indio especialicado en física de plasmas—conseguiremos mantener el sofá con nosotros...lo defenderemos con todo el arsenal de fórmulas arrojadizas que estamos almacenando pacientemente en la jaula de las ecuaciones peligrosas.

Pacífico

lunes, 25 de febrero de 2008

Apocalipsis ventilado

La silla se tambalea bajo mis pies y amenaza con rodar hacia otra parte, dejándome flotando en el aire, mientras yo me esfuerzo en mover una especie de manivela extraña en uno de los conductos de aire acondicionado. De momento ya hubo un primer éxito, que consistió en apagar el ventilador del circuito de extracción de aire. Con eso pasamos de FFFFFFFF a Ffffffff, que es de agradecer cuando uno ha de pasar una parte sustancial de su vida consciente en este laboratorio ventoso. En el momento de pulsar el interruptor medio escondido en el techo entre tuberías varias hubo momentos de incertidumbre y terror, con el brazo estirado penosamente hacia arriba, los pies de puntillas en la silla deseosa de aventuras hacia el extrarradio de mi centro de gravedad, mientras un sonido de motor eléctrico resonaba por las catacumbas de la ventilación ampliándose en ecos siniestros que parecían ser indicadores muy fiables de que había tocado lo que no debía y por ende se cernía una reacción en cadena imparable que acabaría con el piso superior ardiendo por falta de refrigeración para posteriormente escalar hasta el fin de la civilización basada en la libertad individual para la activación de interruptores misteriosos.

Pero el sonido de la climatización estigia desapareció de repente. Ahora no hay extracción de aire, si bien el circuito de inyección continúa su recital monocromático, y a parte de ello la temperatura amenaza con obligarnos a usar prendas de abrigo adicional. Pero he visto las dos manivelas...Ante la atenta mirada del sofá y la atenta desatención de mis compañeros de despacho giro una de ellas...¡y no sale aire de la boca más cercana a mi mesa! Lo comento triunfal a D., quien puntualiza con un certero acento húngaro que ahora el aire sale con fuerza redoblada en la boca cercana a su mesa. Pero aún queda otra manivela, y la silla y yo procedemos al ataque.

Ffffffffff...FFFFFGGFGFGGGFFFFFFFFFGFGFGFGGGGGF GFGFGFGFGFGFFFFFggFFFFFFF FFFFGFGFFFFFFFFFFGGGRRFGGFGFGGGFFFFFFF.

Ciertamente ya no sale aire de ninguna de las dos bocas, pero parece haberse formado un flujo turbulento en un lugar incierto entre las dos salidas que hace que los supiros pasen de asmáticos a asmático-neumónicos. Sigue sin ser buena idea. Pero una inspección detallada del techo arroja nuevas esperanzas...¡Hay otro interruptor como el del circuito de extracción! Vislumbrando la salvación cercana, la silla y yo corremos hasta debajo del interruptor; alzo a la silla hacia arriba y dejo que desactive el interruptor.

Otra vez el ruido infernal de las oscuridades estigias de la refrigeración, que parece codificar un mensaje expectorante de incitación apocalíptica al arrepentimiento, por suerte no acompañado de ninguna confirmación material o visual. Esta vez el aviso de las profundidades tarda más en desaparecer, como si quisiera asegurarse de que captamos el mensaje que no estamos captando, pero sí, parece que remite, por fin hay luz al final del tubo de aire acondicionado....

FGGGGFFFGGGGFFGGGGGGGGGFFFFFFFFFFFfffffffffffffFIIIIIIIIIIIIIIII IIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII
IIIIIIIIIIIIIFIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII.

El silbido del aire que parece filtrarse a través de la compuerta mal cerrada podría describirse de forma sencilla como un medio altamente efectivo de inducción a la locura.

Así que hemos tirado la toalla, y hemos vuelto de nuevo al fffffffff. Pero mirémoslo por el lado positivo: hubo un éxito parcial con el circuito de salida del aire. Curiosamente esta tarde, cuando se supone que no tendría por qué quedar nadie en el despacho, D. y yo fuimos sorprendidos por dos técnicos que parecían tener relación con conductos de aire---dados sus cuerpos estirados y de sección muy aproximadamente rectangular---que, al toparse sorprendidos con nuestras sorprendidas miradas, comentaron que sólo venían "a mirar un poco". No me gustó demasiado la sonrisa que pusieron cuando preguntamos si había alguna manera de mitigar el sonido de la ventilación, y tampoco la manera en que rápidamente se fueron comentando que "habría que mirar si ha fallado...(ruido de la puerta al cerrarse)."

Porque el asunto de la puerta es otra cosa digna de mención. Es de un diseño admirable, puesto que se empuje la hoja de la puerta que se empuje desde la dirección que sea en el sentido que sea, la puerta se abrirá. Ideal para huir de un laboratorio lleno de peligros... pero no para custodiar un despacho lleno de papeles con valiosas ecuaciones que despiertan la codicia de la humanidad. El caso es que la puerta sólo se puede cerrar dejando la llave puesta. Hoy se lo comentamos a uno de los catedráticos que, incrédulo, procedió a jugar con la llave para comprobar lo que los habitantes despachiles ya sabíamos, pero disfrutando risueñamente con esta maravilla de eficaz diseño cerraduril. También le contamos nuestras aventuras con la ventilación, a lo que, entre buenas carcajadas, respondió que entonces su intento con la llave nos debería haber parecido un jueguecito de niños...

Huelga decir que cuando uno cierra la puerta―preferiblemente sin llave―es respondido con un nuevo silbido irritante debido a la descompensación de los flujos entrante y saliente de aire, que se entretienen en danzas turbulentas en el fino intersticio que conecta al despacho con el inhóspito y silencioso mundo exterior.

fffffffffff....Ahora que quiero ir a dormir siento un vacío extraño que me impide abstraerme. Falta algo. La habitación retumba y vibra con el microterremoto que causa el tren que cruza la quebrada cercana. El tren se va.
Hay demasiado silencio.

domingo, 24 de febrero de 2008

El alma de los camiones


No me quedé el tiempo suficiente para poder ver a un camión levantar el vuelo con sus alas y planear sobre las aguas brillantes del pacífico. El mar me esperaba...

jueves, 21 de febrero de 2008

Mudanza

El circuito de ventilación en el nuevo despacho emite un suspiro asmático continuo. El aire silba a través de las rejillas sobre nuestras cabezas, pero los catárticos estornudos y el ansiado momento de silencio que les debería seguir nunca acaban de llegar.

Fffffffffffffffffff....

Es el precio que hay que pagar por trabajar en una oficina gigantesca destinada a ser un espacioso laboratorio saturado de olorosas sustancias químicas, borboteante de frascos coloridos y gorgoteantes burbujas.

Ffffffffffffffffffff....

Pero en lugar de largas mesas y estanterías repletas de matraces que se agitan tumultuosos unos contra otros, saltando infantilmente para llamar la atención de figuras humanas embutidas en blancas batas, sus miradas protegidas por cristales en los que brillan luces de neón, hay un enorme espacio vacío en el centro, cuatro mesas en las paredes de los lados, una pizarra añeja con garabatos matemáticos montada sobre un bastidor de madera, papeles sobre las mesas, pantallas de ordenador, ocasionales físicos desorganizando los papeles o hipnotizados por las pantallas, sillas bajo los ocasionales físicos, sillas solitarias, una maraña de conductos de aire, tubos de metal, grifos y llaves de paso sobre las sillas, cabezas, mesas, pizarra y pantallas. Al fondo, un gran ventanal que da la bienvenida a la luz del día y a la oscuridad de la noche, filtrándolas en líneas paralelas cuando las persianas están descolgadas. Y también está la mesa del té; suele entablar conversación con el sofá, que reposa en algún lugar satisfecho de su propia comodidad.

Fffffffffffffffffffff...

Una lluvia de partículas invisibles se estrella contra las ventanas. Y mientras, teniéndolas tan cerca pero incapaces de verlas, intentando no pensar en la infinita ironía del universo, las mentes de dentro del edificio gastan su vida en intentar entenderlas.

jueves, 14 de febrero de 2008

Bicicleta

Las palmeras desfilan alineadas, lentamente, hacia atrás; sus troncos son como pinceladas levemente inseguras hacia el cielo, frágiles, erguidos, temblorosos, entrecruzándose como los radios de las ruedas de mi bicicleta. Mis piernas se tensan rítmicamente. Las anchas avenidas giran y se deslizan a mi alrededor, enmarañadas con las líneas imaginarias de las trayectorias de los grandes vehículos con sus cromados relucientes y sus formas opulentas. Las luces de los semáforos guiñan sobre el azul intenso del cielo, bajo el que las autopistas y carreteras se entrelazan en cintas de hormigón que ondulan sobre el paisaje de colinas. Finalmente me recibe la universidad, un mundo de eucaliptos y edificios grisáceos de diseño sorprendentemente caótico, en los que encontrar la entrada correcta es todo un desafío, como si quisieran concienciar sobre los tortuosos caminos del saber.

Y de noche, de regreso a casa, la lámpara de la bicicleta parpadea sobre el negro de la carretera. La luz se pierde en el abismo, el aire circula frío, sólo las señales blancas responden resplandeciendo a mi paso. Los faros de los coches arrastran las sombras de las palmeras sobre la calzada, que recorren el suelo como dedos tanteando en la oscuridad, buscando volver a la tierra de la que quisieron huir en la mañana, alzándose hacia el Sol ahora escondido.

lunes, 11 de febrero de 2008

Aterrizaje en San Diego

El vídeo de seguridad con los subtítulos en holandés ya presagiaba un viaje onírico, en el que casi sólo pude soñar despierto. Soñé con nuevos horizontes, nieblas de incertidumbre que apartaban al avión del tiempo y del espacio, el borde del reactor brillando rabioso y lleno de reflejos sobre pastos de nubes en formaciones caóticas y en retículos ordenados. Abajo desiertos de hielo, la nada con cicactrices y heridas de gris, y de repente una maqueta de ciudad con rascacielos encendidos al Sol de la tarde.

Philadelphia. Once años después. ¿Quién de nosotros habrá cambiado más?

Después, vuelo en la noche, enjambres de destellos de sodio en el exterior, redes neuronales de luz, y el impacto de la llegada que por fin me convence de que he viajado. Ya estoy en San Diego.

Insomnio

Un día me desperté y en el mundo no había esquinas.
Mis lágrimas rodaron horadando triedros en el suelo,
mi corazón cúbico desgarraba mi pecho en cada latido.
Las palabras brotaban afilando al mundo
con la dureza del diamante, tratando de someterlo
a
la
geometría
implacable
del
lenguaje.