lunes, 7 de septiembre de 2009

V.

V. Helfridge desprende un aura de anticarisma que, según parece, hizo que una “l” saliera despavorida de su apellido, librándolo de resonancias infernales pero no de esos ecos heladores que también acompañan a la mera presencia de V., mensajeros de un trozo de invierno que se perdió en una de sus excursiones por el globo terráqueo para quedar condenado por siempre a girar en un torbellino en torno a la señora Helfridge, eterno suspiro helicoidal, incapaz de reunirse de nuevo con las corrientes antárticas con las que compartió tantas aventuras climatológicas de juventud.

V. no se percata del amplio radio de acción de su presencia de hielo, que causa escalofríos a los que esperan en el interior de sus coches, con la ventanilla bajada y el cinturón de seguridad abrochado, a que la examinadora del Departamento de Vehículos Motorizados de California ocupe cada vez una porción mayor del espejo retrovisor, “los objetos en el espejo están más cerca de lo que aparentan”, hasta que la piel rosácea del rostro desaparece del campo de visión, que se llena con el azul insípido de la chaqueta oficial del DMV --la cremallera sin abrochar, dejando a la vista una blusa florida de tonos rojos chillones-- y entonces efectivamente V. está más cerca de lo que aparenta, lo cual es altamente inquietante, pues indica que la persona que se aproxima a la ventanilla y que causa un escalofrío involuntario ha de ser la examinadora, que no parece ser precisamente la persona más amistosa del mundo dada la forma forzada y defensiva en que se contraen las comisuras de sus labios, que se aprietan uno contra otro convirtiéndose en una fina línea que dibuja la frontera entre la afabilidad y todo lo contrario, V. quedando siempre de este último lado e introduciéndose robóticamente con una colección de frases memorizada muchos años atrás en los cursos de preparación para empleados del DMV, frases que no hacen sino reforzar la impresión deshumanizada y fría del aura de hielo que anunció la llegada de V., pronunciadas con una voz chiclosa y desganada, con leves estridencias moderadas por un tedio que no intenta ser ocultado, buenos días, (pausa chiclosa), voy a ser tu examinadora –las últimas sílabas alargándose más de lo necesario– estoy aquí para evaluar tu capacidad de conducir con habilidad y seguridad, respetando las leyes de este país, (pausa chiclosa, escrutinio indirecto del aspecto de la víctima examinatoria), comenzaré por inspeccionar el funcionamiento de las luces de freno y los intermitentes, por favor presiona el freno....

A lo largo de los inacabables minutos de un examen de conducir con Ms. Helfridge, los extranjeros pueden comprobar cómo a V. le gusta mencionar a “este país”, en el que hay que respetar las leyes y conducir con seguridad y habilidad. Si el extranjero en cuestión es suficientemente despistado y de alguna manera logra olvidarse de que está en medio de un examen práctico de conducir, podrá escuchar a V. espetando –con el tono tedioso algo regado con toques triunfalistas, un inesperado destello de emoción en la aridez comunicativa Helfridgística-- que “en este país realmente hay que parar ante una señal de stop”. (Hmm ¿Acaso había una señal de stop?).

A V. le gusta el aire acondicionado, pero por supuesto nunca lo admitirá si la víctima examinatoria pregunta por sus preferencias, “¿Prefiere el aire acondicionado o la ventanilla abierta?”, “Es igual, lo que mejor te venga”, lo que inicia un diálogo interior de “no sé qué quiere esta señora, pero claramente el curso de acción inmediato es crucial para producir una disposición inicial positiva”, tras lo cual, recordando el aspecto sofocado y bamboleante de la imagen especular de Ms. Hilfridge haciéndose más y más grande en el espejo retrovisor mientras el misterioso escalofrío se paseaba por la médula espinal, uno decide activar el aire acondicionado y cerrar las ventanillas, lo que parece ser recibido con una relajación de las comisuras de los labios de V., que sin embargo se pone a trastear con una de las salidas de aire en el salpicadero, “¿le molesta? Si quiere puedo apagarlo”, “no, no, de hecho estaba intentando dirigirlo más directamente hacia mí”. Suspiro interior de alivio.

En el interior de las oficinas del DMV, V. es una presencia deslocalizada, y su persona, tras la barrera de los mostradores, parece condensarse en la visera de vuelo exagerado, de rayas blancas y verdes, algunos cabellos esparcidos en su parte superior, que le acompaña en todo momento, incluso en sus aproximaciones depredatorias a los coches de las presas examinatorias o en el interior de los mismos. En la oficina, la visera sobre los ojos retocados con algo de maquillaje azul a juego con la chaqueta de azul improbable del DMV y en contraste significativo con los toques rosáceos de los coloretes en las generosas mejillas y la blusa chillona, puede verse tanto en la ventanilla de información-recepción como en las de tramitación de papeleo y exámenes o en los espacios indefinidos que hay dentro de la zona particionada de la ciudadela defendida por los mostradores. V. en el mostrador de información es la fría personificación de la eficiencia pausada, parca en palabras y sonrisas, que redirige el tráfico DMVístico de personas con mano de hierro. V. en otro mostrador murmurará por lo bajo que no tiene tiempo, ese día precisamente no tiene tiempo para hacer todo el trabajo que otras personas deberían hacer pero que parecen ser incapaces de llevar a cabo y que en su ineptitud tienen que preguntar a V., que en el fondo se siente secreta y orgullosamente indispensable, mientras sigue murmurando acerca de las supuestamente incapaces empleadas, con ellas como testigos mudos en las cercanías intercambiando miradas de cómplice resignación. Todo esto en medio de las diversas mesas con ordenadores que parecen hacer de las suyas a menudo --hasta que viene V. a calmarlos y darles caramelos de hielo-- mientras la pared del fondo ha sido extrañamente decorada con una cinta colorida pegada en horizontal, con algunos tramos desviados para enmarcar el vano de una puerta, hecha a base de una foto de bebé repetida y que presumiblemente contiene mensajes tiernos y concienciatorios y solidarios acerca de una campaña en favor de seres humanos muy muy pequeños y que quién sabe si arrancará algún tipo de sentimientos secretos a V., que quizá oculta una tormenta de instinto maternal reprimido deseoso de derramarse sobre el mundo.

Pero desde luego este instinto maternal oculto, de existir, no se derrama sobre las víctimas examinatorias. Finalizada la prueba, V. se sale del coche sin despedirse. Es más, cuando todavía está en el interior del coche dando los últimos retoques a su informe examinatorio, V. nunca dirá claramente si se trata de un aprobado o un suspenso o de ambas cosas a la vez; para ella es algo que parece ser autoevidente, pero seres inferiores como servidor se ven obligados a preguntar. Y a V. no le gusta que le pregunten; ha nacido para ser escuchada.

Parece ser que, al menos para candidatos extranjeros, el contaje del número de veces que V. repite “en este país” en un examen puede ser un buen indicador de la nota en el examen, con cero correspondiendo a la perfección de habilidad y seguridad en la conducción en este país. También ayuda intentar leer la letra pequeña del informe que V. rellena en el coche, pues en la esquina superior derecha se puede ver “apto” o “no apto”, pero esto requiere conocimientos previos avanzados. Y oh del que intente dialogar mostranto interés en aprender las reglas inquiriendo sobre situaciones de interpretación sutil mientras V. dibuja un diagrama en la hoja de su informe intentando explicar una norma para conducir con seguridad en este país --norma que de todas maneras ya se conoce porque uno es teórico y realmente se estudió el manual de conducción de este estado, con prólogo y firma de Terminator a.k.a gobernador de California, y pasó el test escrito sin ningún problema, pero de saber las normas a aplicarlas hay una gran distancia que V. no parece comprender-- pues oh del que intente mostrar interés en un diálogo socrático con V. sobre las normas, pues recibirá una mirada iracunda y será interrumpido en la tercera sílaba con un “deja de hablar, no sabes escuchar, todo está en el Libro”, la mayúscula en “Libro” claramente percibible en la pronunciación y tras la solemnidad de las frases en él contenidas que permean literalmente el discurso de V., lleno de habilidad y seguridad, libro que por cierto tiene un prólogo firmado por un actor que en las películas se dedica a predicar el ejemplo de conducción con seguridad y habilidad en este país destrozando, al parecer intencionadamente, decenas de automóviles y mobiliario urbano y atentando contra la seguridad de los peatones inocentes, sin que parezca sentir ningún tipo de arrepentimiento, es más, de alguna manera disfrutando con una sonrisa psicótica de ser el ojo de un huracán de caos y violencia sin que las leyes que representa fuera de la pantalla le afecten, espetando encima un arrogante “volveré”.


Pero lo que resulta verdaderamente terrible es esperar en el interior del coche a ser examinado y tener la paralizadora experiencia de sentir un escalofrío ya familiar recorrer la espalda, acompañado de vagas sensaciones de “déjà vu” que poco a poco cristalizan en pánico, que se confirma al mirar el espejo retrovisor y ver la visera de V. seguida de la propia V. en su azul imposible agrandándose en el espejo retrovisor por segunda vez --no puede ser, tiene que ser una pesadilla, qué horripilante conjunción de astros tiene lugar en esta infausta mañana, y V. se acerca y se acerca bamboleante, la visera cada vez más grande y más afilada y los ojos se elevan al techo del interior del coche con la ventanilla bajada, para evitar ver la mancha azul ocupando cada vez una mayor superficie especular, los objetos en el espejo están más cerca de lo que uno desearía, “buenos días, (pausa chiclosa), voy a ser tu examinadora, voy a ser tu examinadora, voy a ser tu examinadora...........”