lunes, 21 de marzo de 2011

Las partículas de prueba


Las partículas de prueba no son dueñas de su propio destino. Deambulan perplejas por el Universo, como virutas de ferrita alinéandose con las líneas de campos magnéticos invisibles, asteroides orbitando anónimos en torno de una estrella, cometas espolvoreando de luz el espacio, electrones danzando bailes inciertos en un átomo, o las notas de una partitura, enclaustradas entre las líneas del pentagrama, obligadas a fluir siguiendo designios externos de los que no pueden escapar.

Las partículas de prueba escuchan al mundo, pero el mundo no parece escucharlas demasiado. Entienden y admiran las geometrías y músicas del Universo, son conscientes de las fuerzas y mareas que controlan su devenir, pero ese mundo que las mece en su regazo no parece reaccionar a su presencia, sino que permanece afablemente indiferente.

Y esta indiferencia puede volverse exasperante. ¿Por qué el mundo no responde a la admiración de las partículas anónimas?. Sólo bastaría un guiño insignificante, algo que las hiciera sentirse parte activa del mundo, más que meros espectadores u observadores externos, sino actores cuyos aciertos o errores tuvieran consecuencias y contribuyeran a modelar orgánicamente su entorno. Las partículas de prueba quieren sentirse vivas. Se esfuerzan y esfuerzan por intentar dejar una huella, por minúscula que sea, en ese mundo cuya belleza y armonía tanto admiran, en los otros entes cuyas trayectorias se aproximan a intervalos, y para ello emiten destellos desesperados y se agitan e intentan saltar fuera de la prisión de sus líneas de mundo. Pero todo parece en vano, y la única respuesta es el insondable silencio del cosmos.

Sin embargo, siempre quedan los sueños. Las partículas sueñan despiertas. Con esquirlas metálicas haciendo saltar a los imanes, asteroides causando precesiones en las trayectorias de los soles, líneas de fluido creando vórtices de la nada para converger con otras, notas saltando entre las líneas del pentagrama, saliéndose del papel para conocer ese espacio en el que, aunque no lo sepan, sus músicas llevan siglos haciendo realidad sus propios sueños imposibles.

sábado, 5 de marzo de 2011

Los fantasmas de la noche




Los fantasmas no son almas en pena que deambulan atormentando a los vivos. Son reflejos de la percepción que late en el subconsciente, en las esquinas de la mente, de los caminos aún no transitados, de las tramas de luz que se esconden tras la oscuridad. Son a la vez el miedo a lo desconocido y la emoción que brota al sentir su acercamiento silencioso desde los rincones de lo cotidiano.

jueves, 3 de marzo de 2011

Surf

Me sumerjo en el agua. El frío en los pies sacude el resto del cuerpo, que despierta de su letargo. El traje de neopreno rezuma números y ecuaciones que se dispersan en el agua, deformándose como si fueran gotas de tinta, convirtiéndose en un plancton oscuro de lógica informe. Desde su superficie el mar se percibe como un paisaje orgánico y latiente. Las olas se abalanzan sobre mí, y su paso deja venas vibrantes de agua ramificándose y resbalando brillantes sobre la superficie encerada de la tabla, que se desintegran en gotas temblorosas henchidas de incertidumbre. Venas de frío invisibles bajan por la espalda, entre la piel y el neopreno. Los brazos se tensan por el esfuerzo de remar contra la corriente. Tengo la sensación de que poco a poco mis pies y manos se transparentan. El sol se acerca a la superficie ondulante arrastrado por un hilo invisible, y derrama pequeños soles danzantes sobre el agua, que se convierte en un universo elástico poblado de galaxias de luz y color. Sobre la orilla se levantan las montañas, bajo el mar del cielo azul y la espuma de las nubes. Unos dedos invisibles se han manchado de nube y han arrastrado estrías gigantes de blanco hacia la base de las montañas; quizá se trate de una ola vertical en retirada. Violentas supernovas de espuma sacuden el punto de visión, que vuelve en sí entre vaivenes, bajo un manto de nieve burbujeante que parece caer a cámara lenta, traspasada por los rayos de luz. Agua, espuma, aire, luz, estallidos de gotas, furia contenida. Se acerca otra ola, la tabla en posición, los músculos en tensión, la mente expectante, los brazos impulsando, y de repente llega el momento de abandono, el mar toma el control, la tabla ya no obedece la lógica propia sino que se doblega a fuerzas más poderosas e incontrolables, y sólo queda entregarse uno mismo y hacer propio el empuje del mar, intentando con torpeza ser parte de la ola, ofrecerse a una fuerza mayor, mecerse en la pasión del océano, en unos segundos de velocidad jubilosa y alegría primitiva.

martes, 1 de marzo de 2011

Pasacalle y fuga


Camino por la playa. El sol cae detrás de los edificios de la Universidad, a mi espalda, cuya sombra avanza ominosamente sobre la arena, persiguiéndome. Huyo de la sombra, que de algún modo trae consigo amenazas que no tengo ninguna intención de conocer. La parte iluminada de la playa resalta dorada, la luz horizontal acentúa la precisión de las formas. Al fondo el muelle de madera se adentra en el agua, las luces a punto de encencerse y derramar estelas en el mar.

Un niño a mi izquierda completa algunas esculturas de arena. Ha modelado una enorme tortuga, con un caparazón festoneado de piedras de bordes pulidos, y tiene las manos ocupadas en un delfín arqueándose hacia las profundidades de la playa. Las esculturas están condenadas a la muerte por dilución en la inmensidad del océano, y eso las hace maravillosamente irrepetibles. En mi mente escribo una oda a la futilidad inspirada por el chico encorvado sobre sus esculturas efímeras, o me imagino a alguien haciendo una escultura del niño a su vez esculpiendo la arena.

Las olas marcan el tiempo tranquilas. Me concentro en la música de la ruptura de cada ola, un crescendo inicial que suave pero irremisiblemente desemboca en un sturm und drang de violencia espumosa, para pasar a un movimiento final infinitamente pacífico, en el que el sonido sordo y levemente crujiente de las miles de burbujas desintegrándose sobre la tierra en el abrazo final e incabable de la ola a la costa en su último estertor me llena por completo, llevándose todo lo demás, limpiando la mente, vaciándola de ruido con su ablución efeverscente.

La sombra me sigue persiguiendo. A cada paso descubro con inquietud que la piel de mis manos parece verdear, y se cuartea en grandes escamas. Mis piernas y brazos se acortan. El tronco se endurece, la cabeza retrocede sobre los hombros. Una fuerza desconocida me fuerza a encorvarme hacia el suelo, hasta que llega un momento en que sólo puedo avanzar arrastrándome, empujando torpemente la arena hacia atrás con mis extremidades, que prácticamente parecen aletas.

Soy una tortuga. Creo que estoy hecho de arena. Me siento extrañamente a gusto en mi cuerpo de reptil. Abro bien los ojos. Saboreo los movimientos pausados de mi avance, mientras poco a poco la luz se va agotando. Descubro que las tortugas podemos sonreír, en una media sonrisa soprendida de sí misma, con un leve y divertido toque de ironía. Me detengo a disfrutar de la magia de la puesta de sol, la música del mar, la textura de la arena, las pinceladas de mercurio y oro. No hace falta huir. Sé que la sombra nunca me va a alcanzar.