jueves, 28 de febrero de 2008

Fiebre mobiliaria

California es el escenario que acogió la fiebre del oro. Las miradas codiciosas, la desconfianza en el prójimo, la dignidad perdida por un día de gloria dorada. En el mundo californiano de los físicos teóricos, si bien la sabiduría popular les supone menos inclinados a la obsesión por los metales preciados, aún quedan reminiscencias de la lucha por los bienes materiales...

Me refiero a la fiebre por el sofá. El mismo que ahora nos acompaña en el despacho y que anteriormente acogía tanto a estudiantes dormilones como a discusiones eruditas.

En pleno proceso de mudanza temporal al ala nueva del edificio en la que se encuentra el querido despacho borrascoso, el microcosmos de los físicos se convirtió en una ciudad sin ley. Todos los ojos se dirigían a las preciadas piezas de mobiliario de propiedad dudosa; los haces penetrantes de las miradas de reojo se esquivaban por los pasillos desérticos, entre los despachos abandonados, levantando nubecillas de polvo repletas de motas refulgiendo en las cintas de luz provinientes del mundo exterior, agitando remolinos de papel revoloteante entre restos de matorrales secos que se arrastraban dando tumbos entre los aullidos lejanos de los coyotes, los remotos y profundos quejidos estructurales del edificio y las ajadas duchas de seguridad.

Y en un espacio abierto en una confluencia de pasillos, el sofá esperaba resignado y temeroso la consecución de su destino. Los postdoctorandos de alta energía, empleando nuestros conocimientos relativistas, fuimos los más rápidos del Oeste. Aprovechando el sopor de las horas postprandiales, cuando no había coyotes en el horizonte nos deslizamos subrepticiamente, alzamos el sofá y lo llevamos a la amplitud luminosa y monzónica del laboratorio. Algo similar ocurrió con la mesa del té y la pizarra, que atravesaron los pasillos llenas de incertidumbre, pasando frente a las puertas con carteles que redundandemente exhortan a la conservación de la energía—como si hubiera que hacer esfuerzos especiales para cumplir las leyes fundamentales de la Naturaleza—o frente a la intrigante habitación cerrada en cuya entrada hay un cristal cubierto por una lámina de contrachapado con un folio pegado que exhorta a “no abrir la puerta”, tras la cual apostaría el sofá a que se encuentra un esqueleto cuyas más que huesudas falanges se cierran en torno del pomo en un gesto de desesperación congelada.

Todo se intentó hacer en silencio, pero los buitres no dejaron de percibir el olor de la tapicería en movimiento, y poco después de la maniobra, cuando paseábamos casualmente por el pasillo, aparecieron personas preguntándose en voz alta por el sofá. Al día siguiente, por la mañana, mientras yo estaba solo en el despacho se abrió repentinamente la puerta; no por sí misma, en contra de lo que era fácilmente suponible, sino anunciando la entrada de tres miembros de la secta no saludadora del departamento—el líder no interaccionante y dos de sus estudiantes—que ignoraron mi “hola”, esquivaron mi mirada y se pusierona mirar el sofá hablando en susurros que acabaron con un claramente entonado “veremos lo que pasa” seguido de un abandono precipitado del laboratorio.

Y un día después se llevaron la pizarra. Pero tras las protestas de M. volvió como hija pródiga a nuestra guarida científica a la mañana siguiente. Y hoy mismo se abrió una nueva puerta lateral y se asomaron los nuevos vecinos del laboratorio paralelo; uno de ellos, tras unos momentos de duda, se presentó, preguntó por la procedencia del sofá, y comentó que se lo estaba enseñando a sus compañeros porque aparentemente alguien del antiguo edificio echaba de menos un sofá. Su mirada brillaba con lujuria cojinística...”bonito rincón que os habéis hecho ahí”, señalando el microambiente del sofá, mesa del té, pizarra, fregadero, tubos de vacío y nitrógeno líquido, microondas, jaula. Yo por supuesto me hice el extranjero-nuevo-despistado.

Nos hemos hecho fuertes. Si hemos conseguido sobrevivir hasta ahora a las turbulencias despachiles—algo totalmente no trivial pues ya han causado la baja de un postdoctorado indio especialicado en física de plasmas—conseguiremos mantener el sofá con nosotros...lo defenderemos con todo el arsenal de fórmulas arrojadizas que estamos almacenando pacientemente en la jaula de las ecuaciones peligrosas.

Pacífico

lunes, 25 de febrero de 2008

Apocalipsis ventilado

La silla se tambalea bajo mis pies y amenaza con rodar hacia otra parte, dejándome flotando en el aire, mientras yo me esfuerzo en mover una especie de manivela extraña en uno de los conductos de aire acondicionado. De momento ya hubo un primer éxito, que consistió en apagar el ventilador del circuito de extracción de aire. Con eso pasamos de FFFFFFFF a Ffffffff, que es de agradecer cuando uno ha de pasar una parte sustancial de su vida consciente en este laboratorio ventoso. En el momento de pulsar el interruptor medio escondido en el techo entre tuberías varias hubo momentos de incertidumbre y terror, con el brazo estirado penosamente hacia arriba, los pies de puntillas en la silla deseosa de aventuras hacia el extrarradio de mi centro de gravedad, mientras un sonido de motor eléctrico resonaba por las catacumbas de la ventilación ampliándose en ecos siniestros que parecían ser indicadores muy fiables de que había tocado lo que no debía y por ende se cernía una reacción en cadena imparable que acabaría con el piso superior ardiendo por falta de refrigeración para posteriormente escalar hasta el fin de la civilización basada en la libertad individual para la activación de interruptores misteriosos.

Pero el sonido de la climatización estigia desapareció de repente. Ahora no hay extracción de aire, si bien el circuito de inyección continúa su recital monocromático, y a parte de ello la temperatura amenaza con obligarnos a usar prendas de abrigo adicional. Pero he visto las dos manivelas...Ante la atenta mirada del sofá y la atenta desatención de mis compañeros de despacho giro una de ellas...¡y no sale aire de la boca más cercana a mi mesa! Lo comento triunfal a D., quien puntualiza con un certero acento húngaro que ahora el aire sale con fuerza redoblada en la boca cercana a su mesa. Pero aún queda otra manivela, y la silla y yo procedemos al ataque.

Ffffffffff...FFFFFGGFGFGGGFFFFFFFFFGFGFGFGGGGGF GFGFGFGFGFGFFFFFggFFFFFFF FFFFGFGFFFFFFFFFFGGGRRFGGFGFGGGFFFFFFF.

Ciertamente ya no sale aire de ninguna de las dos bocas, pero parece haberse formado un flujo turbulento en un lugar incierto entre las dos salidas que hace que los supiros pasen de asmáticos a asmático-neumónicos. Sigue sin ser buena idea. Pero una inspección detallada del techo arroja nuevas esperanzas...¡Hay otro interruptor como el del circuito de extracción! Vislumbrando la salvación cercana, la silla y yo corremos hasta debajo del interruptor; alzo a la silla hacia arriba y dejo que desactive el interruptor.

Otra vez el ruido infernal de las oscuridades estigias de la refrigeración, que parece codificar un mensaje expectorante de incitación apocalíptica al arrepentimiento, por suerte no acompañado de ninguna confirmación material o visual. Esta vez el aviso de las profundidades tarda más en desaparecer, como si quisiera asegurarse de que captamos el mensaje que no estamos captando, pero sí, parece que remite, por fin hay luz al final del tubo de aire acondicionado....

FGGGGFFFGGGGFFGGGGGGGGGFFFFFFFFFFFfffffffffffffFIIIIIIIIIIIIIIII IIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII
IIIIIIIIIIIIIFIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII.

El silbido del aire que parece filtrarse a través de la compuerta mal cerrada podría describirse de forma sencilla como un medio altamente efectivo de inducción a la locura.

Así que hemos tirado la toalla, y hemos vuelto de nuevo al fffffffff. Pero mirémoslo por el lado positivo: hubo un éxito parcial con el circuito de salida del aire. Curiosamente esta tarde, cuando se supone que no tendría por qué quedar nadie en el despacho, D. y yo fuimos sorprendidos por dos técnicos que parecían tener relación con conductos de aire---dados sus cuerpos estirados y de sección muy aproximadamente rectangular---que, al toparse sorprendidos con nuestras sorprendidas miradas, comentaron que sólo venían "a mirar un poco". No me gustó demasiado la sonrisa que pusieron cuando preguntamos si había alguna manera de mitigar el sonido de la ventilación, y tampoco la manera en que rápidamente se fueron comentando que "habría que mirar si ha fallado...(ruido de la puerta al cerrarse)."

Porque el asunto de la puerta es otra cosa digna de mención. Es de un diseño admirable, puesto que se empuje la hoja de la puerta que se empuje desde la dirección que sea en el sentido que sea, la puerta se abrirá. Ideal para huir de un laboratorio lleno de peligros... pero no para custodiar un despacho lleno de papeles con valiosas ecuaciones que despiertan la codicia de la humanidad. El caso es que la puerta sólo se puede cerrar dejando la llave puesta. Hoy se lo comentamos a uno de los catedráticos que, incrédulo, procedió a jugar con la llave para comprobar lo que los habitantes despachiles ya sabíamos, pero disfrutando risueñamente con esta maravilla de eficaz diseño cerraduril. También le contamos nuestras aventuras con la ventilación, a lo que, entre buenas carcajadas, respondió que entonces su intento con la llave nos debería haber parecido un jueguecito de niños...

Huelga decir que cuando uno cierra la puerta―preferiblemente sin llave―es respondido con un nuevo silbido irritante debido a la descompensación de los flujos entrante y saliente de aire, que se entretienen en danzas turbulentas en el fino intersticio que conecta al despacho con el inhóspito y silencioso mundo exterior.

fffffffffff....Ahora que quiero ir a dormir siento un vacío extraño que me impide abstraerme. Falta algo. La habitación retumba y vibra con el microterremoto que causa el tren que cruza la quebrada cercana. El tren se va.
Hay demasiado silencio.

domingo, 24 de febrero de 2008

El alma de los camiones


No me quedé el tiempo suficiente para poder ver a un camión levantar el vuelo con sus alas y planear sobre las aguas brillantes del pacífico. El mar me esperaba...

jueves, 21 de febrero de 2008

Mudanza

El circuito de ventilación en el nuevo despacho emite un suspiro asmático continuo. El aire silba a través de las rejillas sobre nuestras cabezas, pero los catárticos estornudos y el ansiado momento de silencio que les debería seguir nunca acaban de llegar.

Fffffffffffffffffff....

Es el precio que hay que pagar por trabajar en una oficina gigantesca destinada a ser un espacioso laboratorio saturado de olorosas sustancias químicas, borboteante de frascos coloridos y gorgoteantes burbujas.

Ffffffffffffffffffff....

Pero en lugar de largas mesas y estanterías repletas de matraces que se agitan tumultuosos unos contra otros, saltando infantilmente para llamar la atención de figuras humanas embutidas en blancas batas, sus miradas protegidas por cristales en los que brillan luces de neón, hay un enorme espacio vacío en el centro, cuatro mesas en las paredes de los lados, una pizarra añeja con garabatos matemáticos montada sobre un bastidor de madera, papeles sobre las mesas, pantallas de ordenador, ocasionales físicos desorganizando los papeles o hipnotizados por las pantallas, sillas bajo los ocasionales físicos, sillas solitarias, una maraña de conductos de aire, tubos de metal, grifos y llaves de paso sobre las sillas, cabezas, mesas, pizarra y pantallas. Al fondo, un gran ventanal que da la bienvenida a la luz del día y a la oscuridad de la noche, filtrándolas en líneas paralelas cuando las persianas están descolgadas. Y también está la mesa del té; suele entablar conversación con el sofá, que reposa en algún lugar satisfecho de su propia comodidad.

Fffffffffffffffffffff...

Una lluvia de partículas invisibles se estrella contra las ventanas. Y mientras, teniéndolas tan cerca pero incapaces de verlas, intentando no pensar en la infinita ironía del universo, las mentes de dentro del edificio gastan su vida en intentar entenderlas.

jueves, 14 de febrero de 2008

Bicicleta

Las palmeras desfilan alineadas, lentamente, hacia atrás; sus troncos son como pinceladas levemente inseguras hacia el cielo, frágiles, erguidos, temblorosos, entrecruzándose como los radios de las ruedas de mi bicicleta. Mis piernas se tensan rítmicamente. Las anchas avenidas giran y se deslizan a mi alrededor, enmarañadas con las líneas imaginarias de las trayectorias de los grandes vehículos con sus cromados relucientes y sus formas opulentas. Las luces de los semáforos guiñan sobre el azul intenso del cielo, bajo el que las autopistas y carreteras se entrelazan en cintas de hormigón que ondulan sobre el paisaje de colinas. Finalmente me recibe la universidad, un mundo de eucaliptos y edificios grisáceos de diseño sorprendentemente caótico, en los que encontrar la entrada correcta es todo un desafío, como si quisieran concienciar sobre los tortuosos caminos del saber.

Y de noche, de regreso a casa, la lámpara de la bicicleta parpadea sobre el negro de la carretera. La luz se pierde en el abismo, el aire circula frío, sólo las señales blancas responden resplandeciendo a mi paso. Los faros de los coches arrastran las sombras de las palmeras sobre la calzada, que recorren el suelo como dedos tanteando en la oscuridad, buscando volver a la tierra de la que quisieron huir en la mañana, alzándose hacia el Sol ahora escondido.

lunes, 11 de febrero de 2008

Aterrizaje en San Diego

El vídeo de seguridad con los subtítulos en holandés ya presagiaba un viaje onírico, en el que casi sólo pude soñar despierto. Soñé con nuevos horizontes, nieblas de incertidumbre que apartaban al avión del tiempo y del espacio, el borde del reactor brillando rabioso y lleno de reflejos sobre pastos de nubes en formaciones caóticas y en retículos ordenados. Abajo desiertos de hielo, la nada con cicactrices y heridas de gris, y de repente una maqueta de ciudad con rascacielos encendidos al Sol de la tarde.

Philadelphia. Once años después. ¿Quién de nosotros habrá cambiado más?

Después, vuelo en la noche, enjambres de destellos de sodio en el exterior, redes neuronales de luz, y el impacto de la llegada que por fin me convence de que he viajado. Ya estoy en San Diego.

Insomnio

Un día me desperté y en el mundo no había esquinas.
Mis lágrimas rodaron horadando triedros en el suelo,
mi corazón cúbico desgarraba mi pecho en cada latido.
Las palabras brotaban afilando al mundo
con la dureza del diamante, tratando de someterlo
a
la
geometría
implacable
del
lenguaje.