sábado, 26 de abril de 2008

Desierto en flor


Rayos orgánicos,
tormenta de vida que estalla
de la tierra devastada
al cielo inmisericorde.
El tiempo dado la vuelta,
los tallos son grietas
en el paisaje de la Muerte,
garras que arañan el aire
y liberan pétalos de sangre roja.

lunes, 21 de abril de 2008

Ligeti y el condensado de sillas

Tras la puerta entornada las veo. Las sillas. Hacinadas en el espacio hexaédrico de lo que fue un despacho, sus respaldos orientados en direcciones caprichosas en un paisaje desmagnetizado, las cubiertas de tela polvorientas, algunas sillas volcadas despreocupadamente sobre otras, las ruedas en las estrellas de cinco puntas clavadas en la moqueta azul o girando quietas en el aire en las extremidades metálicas. Las paredes desnudas, el blanco primigenio convertido en un color indefinido e insulso.

El resto de los antiguos despachos está vacío; ventanas en las que la luz dibuja los patrones de las gotas de las últimas lluvias o los abanicos del último trapo que las limpió y proyecta sobre la alfombra trapecios de luz divagadores, que se erizan en polígonos más complejos en contacto con la verticalidad de las paredes. Enchufes y puntos de red abandonados, los electrones dentro nerviosos por la inactividad.

Silencio en los pasillos. Charcos de luz difusos en el suelo. Pósters en las paredes, carteles de “X se ha mudado al despacho Y”. Y las sillas todas juntas en una habitación, hacinadas incómodamente, rompiendo la simetría del vacío del resto del edificio, de los cubículos abandonados alineados en vertical y horizontal.

Hay algo desasosegante en el condensado de sillas, en su orgía mobiliaria silenciosa.

La noche cae; la oscuridad empieza a crecer en las esquinas propagándose en metástasis irreversibles. Apenas se distinguen los contornos cuando se siente un movimiento imperceptible en el cuartel de las sillas. Una rueda invisible ha girado unos cuantos grados sobre su eje. Poco a poco, viniendo de la nada y de todas partes, se empieza a intuir una música lejana. Al principio parece ser un engaño de la mente, pero la duda se disipa según va aumentando su volumen; una nota eterna, poderosa y parpadeante que crece lenta e imparable conquistando el silencio, sobre la que se van superponiendo susurros y pinceladas vocales en un caos ordenado y profundamente inquietante, una textura musical densa que inunda la mente en una sobredosis polifónica de belleza abstracta e hipnotizante, salpicada de matices y de agitaciones espasmódicas y espontáneas de las ruedas de las sillas, que empiezan a aparecer aisladas como las primeras gotas de lluvia para ir aumentando en una marea imparable, mientras la música crece en volumen elevándose hacia un clímax que se presiente pero no se imagina, las sillas chocando unas contra otras, voces que se tensan y se enredan y aceleran y agudizan hacia el infinito, subiendo y cayendo como los rizos al viento de una ola que se alimenta incesante a sí misma, elevándose hacia las alturas venciendo la resistencia de su propio peso hasta que la tensión alcanza cotas insoportables y las notas explotan en un espasmo glorioso, primordial y cosmológico y las sillas se agitan frenéticas, cayendo al suelo e incorporándose las que reposaban ruedas arriba sobre el resto.

Unos momentos de silencio. El pasillo oscuro empieza a refulgir con un sutil brillo fosforescente. Los cubículos vacíos ya no son cubículos sino icosaedros llenos de nada y el suelo y el techo se confunden en una cinta de Möebius. Vuelve la música, calmada como la ola que se retira en la playa, pero de nuevo una manada de voces que se agita y enreda sobre sí misma como un banco de peces, siempre tirante, inquietante y fascinante en su impredicibilidad. Sobre el brillo radiactivo del pasillo se ve asomar tímidamente el perfil oscuro de la rueda de una silla, saliendo lenta de su habitación, seguida del cojín y el respaldo que crean un recorte de negrura animada e inorgánica que avanza empujado por una voluntad desconocida mientras los tubos de neón del suelo del pasillo se iluminan ominosa y secuencialmente a su paso, carraspeando aterrados hasta que su luz se atreve finalmente a expandirse fuera de su sarcófago cilíndrico de cristal.

La música vuelve a alimentarse a sí misma en un nuevo crescendo de intensidad insoportable. Y de repente la consciencia se ilumina con la certeza de que en algún otro rincón del edificio vacío hay una habitación llena de mesas.

Las sombras sostienen la montaña

sábado, 19 de abril de 2008

Lecturas viajeras

TELA DE ARAÑA


Anochecer ajeno y desprendido
el que llega despacio.

El tiempo, un viento blanco
que entretiene las formas
cada vez que dedica sus manos
a la noche.

Y todo es más oscuro.

La opacidad,
morir en el silencio,
parpadear lentamente,
no ver nada.

Saber del desarraigo. Retrasarse
en alfabetos rotos.

Sumirse en otros cauces.

Pero nace la rosa de las ascuas
y suspende el ocaso.

Crecer, un paso más hacia la muerte.

Cielo cerrado.
El yunque del insomnio
sobre los párpados.

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Por Ana Gorría, que tiene libros suyos paseando por el mundo, y que es fiel lectora de este blog pese a que ella tiene muchas más cosas que decir.

jueves, 17 de abril de 2008

Foto mental: taquería

Una taquería en una ciudad fronteriza mejicana. Una terraza toda pintada de azul celeste, el suelo de hormigón, las mesas de metal con almohadillas rígidas circulares acopladas a las varillas de su estructura, los tacos refulgiendo con destellos azules, el tejado de caña marrón. Un hombre con vida, ropa y guitarra gastadas canta en un rock pausado y pegadizo sobre cómo es una persona de éxito, el amo del lugar, sin miedo al futuro, con coches caros y una novia artista que trabaja en la televisión. En la calle sopla un viento arenoso sobre la calzada polvorienta y llena de cicatrices, entre las filas de postes de luz alineados cada pocos metros y con inclinaciones ligeramente disonantes, los cables colgando en todas direcciones en una telaraña de catenarias densa y desordenada. Los negocios tienen carteles coloridos pintados a mano, reciclados de empresas anteriores; tras las letras claras de “tortillería” pueden intuirse los restos negruzcos e invertidos de “taquería y restaurante”. Hay gente en la calle. Subidos en la parte trasera de una ranchera unos niños de pelo liso y ojos de brea tararean melodías dulces con voces tímidas, levemente desacompasadas, irradiando paz en el cielo de los tacos.

sábado, 12 de abril de 2008

Cruce de caminos*

Cruce en un barrio residencial californiano. Dos tiras de asfalto que confluyen, dos direcciones cruzadas y cuatro sentidos de circulación que se enfrentan. Cuatro rayas de pintura blanca, paralelas dos a dos, transversales a las direcciones de circulación, muros invisibles sobre ellas que obligan a los vehículos a pararse en seco.

Cuatro coches avanzan en los cuatro sentidos confluyentes, con velocidades coincidentes en módulo hasta la quinta cifra significativa, pasando las bocas de alcantarillado en las que patos de pintura aseguran vivir corriente abajo y piden que no se les envíe basura -lo cual es altamente irónico, pues si los patos que viven corriente abajo son de pintura ellos mismos suponen ya una amenaza para los ecosistemas fluviales al irse diluyendo poco a poco en manchas flotantes de muerte multicolor y remolinos viajeros de metales pesados- y circulando frente a los edificios de apartamentos con sus entradas apalmeradas en las que pueden verse carteles que afirman que

“En este complejo está permitido fumar, y los materiales de construcción contienen agentes químicos nocivos. Es sabido por el estado de California que el humo de tabaco y dichos agentes químicos son agentes causantes de cáncer, defectos congénitos y otros daños reproductivos”.

Los cuatro coches no se dan por aludidos por estos avisos -es conocido por todos que se reproducen de manera asexual- de manera que continúan su avance multidireccional hacia el cruce. Los espíritus aburridos que se pasan las horas interminables viendo desfilar a los hipertrofiados e hipercromados vehículos motorizados en sus cotidianas procesiones a las mecas comerciales de asfalto compartimentado por retículos de líneas blancas han ejercido su influencia de modo que las condiciones iniciales de avance de los cuatro coches son tales que no sólo avanzan con celeridades coincidentes hasta la quinta cifra significativa, sino que además llegan hasta los muros invisibles que flotan sobre las líneas blancas transversales del asfalto y se paran frente a ellas en perfecta sincronización.

Y aquí empieza la versión moderna de los duelos de pistoleros del lejano Oeste. ¿Quién desenfundará primero? No hay semáforo, todos tienen el muro invisible de la línea de parada, y han llegado exactamente a la vez. Un coche amaga el arranque y los otros tres le corresponden con espasmos similares simultáneos. Los cuatro vehículos han avanzado exactamente 2,75 centímetros cada uno y se han vuelto a parar en seco con el consiguiente hundimiento del morro y levantamiento de la parte de atrás. Los espíritus engañadores del tráfico se frotan las manos. Se suceden similares abortos de arranque, pero parece que las mentes de los conductores actúan con una inquietante sincronización supralumínica. Las sombras de las palmeras se han alargado perceptiblemente, girando unos cuantos grados en sentido horario.

Los modernos pistoleros del acelerador del lejano Oeste ya no son lo que eran. Ahora se rigen por estrictas apariencias de cortesía. Mientras el Sol avanza por el cielo californiano también en sentido horario –si bien a veces decide improvisar un rato y efectuar pequeños rizos retrógrados cuando nadie le mira- y los conductores se desesperan al ver fluir el tiempo que es dinero tras haber avanzado cada uno en total 20,01 centímetros desde la parada inicial, la desesperación se disimula en un mudo intercambio de palabras corteses.

Tú primero.
Amago simultáneo de los cuatro coches.
No, por favor, insisto.
Amago.
Si realmente no tengo prisa. ¿Quién tiene prisa?
Amago.
Qué situación tan encantadoramente graciosa.
Amago con chirriar de neumáticos.
Silencio.
Amago. Grito de desesperación ahogado por los cristales cerrados de uno de los coches.
Por favor, en serio, adelante, buenas noches, ¿Cómo estás?
Amago.
Bien, gracias, ¿y tú?
Amago.
Silencio.
Amago.
Grito ahogado.
Silencio.
Amago.



Las ventanas de las viviendas cercanas empiezan a iluminarse con luz eléctrica. El Sol se dedica a retrogradar pero por debajo de la tierra que pisan los coches. Con el tiempo se ha ido extendiendo un atasco por las cuatro calles confluyentes que ha pasado a avanzar lentamente por el barrio como un sistema de grietas en un cristal golpeado con un objeto punzante.

La oscuridad se extiende y ya no pueden percibirse claramente ni el interior de los coches ni los movimientos involuntarios y los temblores que acompañan a las violentas gesticulaciones de los conductores. Tampoco pueden oírse las imprecaciones que tienen que aguantar los pobres micrófonos de los teléfonos móviles.

Los espíritus del tráfico ya han tenido bastante diversión; de hecho están sobresaturados y les invade el cansancio, de modo que se van a dormir arrullados por el fragor de una autopista cercana. El hechizo liberado, los cuatro conductores pisan sus aceleradores con infinita rabia acumulada, acompañando el esfuerzo con estentóreos, ensordecedores y primitivos gritos de guerra que apenas se oyen desde fuera, las caras contorsionadas en gestos animales, los ojos inyectados en sangre, los labios vibrando en los rostros congestionados y deformados por los pliegues sísmicos de la piel, las manos aferradas fieramente al volante, la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante en posición de ataque.

Ni que decir tiene que el arranque se produce de forma simultánea y que los cuatro coches avanzan con celeridades crecientes y coincidentes hasta la quinta cifra significativa, hasta que el centro del cruce queda oculto en una nube de ruido y neumático quemado y airbags que al disiparse deja entrever una estrella metálica de cuatro brazos que parece que acaba de caer sobre el asfalto, con sus extremidades todavía vibrantes pero poco a poco estabilizándose en una calma silenciosa.


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*Nota para físicos. Despréciense efectos relativistas en la lectura.

martes, 8 de abril de 2008

Encuentros electromagnéticos

Tengo un número de teléfono americano. No es que el número sea americano en sí mismo, los números son universales; más bien debería decir que tengo una tarjeta de teléfono que tiene una identificación numérica unívoca en la red telefónica mundial, de modo que parte de dicha identificación incluye un código que asocia a dicha tarjeta a una red telefónica estadounidense, e incluso más aún, también comprende a otro código que la relaciona con el área geográfica metropolitana del norte de San Diego.

Y hablando de identificaciones unívocas, un día recibí un mensaje de un número no identificable que probablemente iba destinado a otro nodo de la red telefónica americana distinto del que codifica el número de mi tarjeta. Encendí el móvil una mañana y al poco rato silbó anunciando la recepción de un mensaje. Aparentemente había sido enviado sobre la una de la madrugada hora local, y decía:

“Me duele la tripa otra vez. ¡Y sólo pasa de noche!.”

He de reconocer que el mensaje me dejó perplejo por su maravillosa aleatoriedad y por la inocente confesión de sufrimiento cotidiano procedente del área 619 del sur de San Diego. Pasó un día en el que no respondí al mensaje, pero de alguna manera no podía dejar de pensar en que tenía el deber de reaccionar ante tan estupenda e irrepetible muestra de caos vital emergiendo de los aparentemente asépticos códigos numéricos telefónicos, de vida humana pulsando y sufriendo y equivocándose tras el muro inerte de la tecnología.

Así que me vi en el deber de responder de una manera que estuviera a la altura de tan irrepetible acontecimiento.

“Ay los estómagos malos. Hay que tener tripas para decirles a las ídem que se mantengan calladas, pero a veces simplemente no escuchan...el lenguaje intestinal tiene una gramática complicada.”



“¿Quién ha escrito esto?”

“Sólo un desconocido aleatorio que recibió un mensaje aleatorio, probablemente por error, que mencionaba dolor estomacal, y que lo encontró tan divertido y surrealista que se vio obligado a responder”.

“¿¿¿¿Qué????”

...

“¿Cómo has conseguido mi número?”

miércoles, 2 de abril de 2008

Valle de la Muerte

Subiendo la montaña el Valle de la Muerte se ve como una cinta de desierto arrugada en la lejanía. La vegetación seca pincela la ladera con manchas rojizas sobre el fondo gris de pizarra, bajo un cielo exultante, desierto de nubes. Los troncos de los árboles se retuercen mostrando las cicatrices de su lucha por la supervivencia, las grietas de la madera exudando ancianidad sobre los primeros parches de nieve. Las laderas se vuelven blancas, manchadas de oscuridad de árbol, las líneas de la cumbre que nos espera cayendo en distintos ángulos hacia el valle sin vida con sus venas de sal. El camino se cuelga de una cresta bicolor, nieve deslumbrante y piedra desmenuzada, sobre la que reptan tallos leñosos y desnudos, arañas vegetales que se contorsionan en galaxias espirales a la deriva. Las faldas de la montaña se empinan y los árboles las cubren con sus sombras, sus extremos trazados por líneas casi tangibles que convergen hacia el sol de la tarde. Más troncos desnudos, con sólo un parco esqueleto de ramas principales, se alinean en zigzag desde el camino tapado por la nieve helada hacia la profundidad del valle, las sombras jugando sobre el blanco, el sol guiñando tras las copas, la nieve brillando en miríadas de cristales de luz, la cresta por la que subimos haciendo ondular su perfil nevado sobre el paisaje de fondo, tonos verdosos en los surcos de sombra del pie de las montañas que se elevan queriendo huir de la muerte parda del fondo del valle. Y el tramo final acaba en la explosión de libertad de la cumbre, el mundo desplegado a nuestros pies, un pájaro volando como quiséramos hacer nosotros, obligados a desandar el camino clavando el esfuerzo en la nieve que se endurece con la caída del sol. El día se repliega en sí mismo, cubriendo en su despedida a las laderas que le siguen con la mirada con un manto anaranjado en el que las plantas reptantes arden sobre la piedra gris. Las sombras se van diluyendo hasta que sale la luna llena justo en el lado opuesto del último destello del Sol dormido, los dos astros persiguiéndose y evitándose en su juego de seducción, y entonces andamos en un mundo azul grisáceo, aullando silenciosos de cansancio, arrastrando nuevas sombras que parecen querer ser reflejos en un espejo invisible de las que hace poco nos abandonaron.

En la mañana, en el fondo del valle, la vista se hincha de libertad, el espíritu se expande hasta los horizontes montañosos lejanos. Colinas que se pliegan en áridas redondeces entre surcos profundos, como en una tela fosilizada arrojada con despreocupación por alguna mano gigante, lóbulos de un cerebro telúrico desproporcionado, la mente del desierto que, agotada y triste, parece incapaz de pensar vida. Las personas pasean como hormigas sobre las redondeces y entre los cañones del paisaje marciano, trazas fugaces, sombras perecederas, incapaces descifrar los pensamientos recalentados del valle que se elevan lentos en ondas de refracción temblorosa, suspiros de eternidad geológica. Las paredes de tierra seca, sus pequeñas rugosidades, ceden ligeramente al tacto revelando la sustancia blanca de las ideas escondidas del desierto.

Más allá del cerebro gigante, en las montañas enfrentadas a la cordillera del pico nevado, un pintor cósmico caprichoso ha deslizado sus dedos manchados de sombras rojizas sobre los estratos para después agitar frente a la roca sus pinceles cargados de pigmentos verdosos y amarillentos. Bajo la paleta rocosa fluyen arterias blanquecinas hacia un mar de sal, una planicie lunar reverberante de luz y de desolación, cuarteada en polígonos con aristas engrosadas de sal, teselación estéril.

A un vuelo de pájaro, los granos de arena se han puesto de acuerdo para acudir en masa a su particular centro de peregrinación, amontonándose en dunas que se elevan suaves hacia el calor del día o la blancura lechosa de la luna. Sorprende andar entre las montañas de arena contemplando los picos aserrados rasgando el cielo del horizonte, de un azul irreal sobre el mar ocre y sus ondulaciones de forma y de color. En la zona exterior de las dunas algunos arbustos resisten heroicos floreciendo orgullosos entre el zumbido intenso de insectos casi invisibles. Hay cementerios de tocones clavados en la arena, ramas entrelazadas, monumentos negros de muerte sobre túmulos arenosos, y entre ellos parches de arcilla resquebrajada en lagos de sequedad en medio de la arena, las grietas como un fractal de labios sedientos. Delante más dunas, no existen líneas rectas, sólo la fotografía de un mar congelado, olas atrapadas en el tiempo, las ondulaciones que se repiten a sí mismas en distintas escalas, marea renormalizada, la arena peinada por un fibrado de líneas que fluyen paralelas. Abstracción, las referencias perdidas, como si se caminara en un sueño atemporal. Las huellas se organizan en caminos cimbreantes que se entrecruzan, y al escalar las laderas empinadas de algunas dunas la arena se desliza en capas, como los vestigios de las olas que se extienden lentos sobre una playa, borrando el rastro del caminante. Una cresta se eleva hacia la mayor de las dunas, destellos de cuarzo brillando aislados, y desde la cumbre el océano desértico se extiende majestuoso en sus modulaciones rítmicas que se pierden sobre el fondo grisáceo de montaña. Las ondas superpuestas de los perfiles de las dunas son la música silenciosa del vacío.