miércoles, 23 de febrero de 2011

La cara oculta de la luna


La cara oculta de la luna es el lugar en donde se esconden las oportunidades perdidas. Avergonzadas por no haber podido fructificar en el extraño mundo de los humanos, desengañadas de su vana ilusión de que bastaba con presentarse ante alguien para ser alegremente atrapadas, las pobres oportunidades perdidas se dejan caer allá donde su melancólica desesperanza esté a salvo de las miradas humanas. En el terrible silencio de las palabras que nunca fueron dichas, el fino polvo en el fondo de los cráteres esconde los diminutos cristales de los pensamientos que se perdieron, los besos que nunca se dieron, las reconciliaciones que nunca se intentaron, los poemas que nunca se escribieron, las melodías que no fueron descubiertas, las fórmulas que aún no fueron concebidas, las ideas que pudieron cambiar el mundo.

Hay quien cree que las oportunidades perdidas están aguardando a ser redescubiertas. Es por ello por lo que, década tras década, pequeñas figuras en escafandra se adentran en la cara oscura de la luna con el corazón dando saltos en el pecho, ellos mismos dando zancadas de ingravidez imposible, bailarines blancos sobre un fondo de estrellas, en busca de las posibilidades infinitas. Pero nadie ha vuelto. Porque en la fina arena blanca no sólo se entierran las oportunidades no aprovechadas, sino también las oportunidades por venir, los futuros alternativos que se desdoblan a cada segundo. Para poder hacerse con los codiciados cristales, los ávidos astronautas han de arriesgar su integridad para respirar un poco de polvo lunar. Una vez que la nube blanquecina, surcada de los destellos intermitentes de las ocasiones extraviadas, desaparece en los pulmones del aventurero espacial, en cuyos ojos y visera de oro brilla fantasmagórico el paisaje lacerado de la luna, la exhalación siguiente contiene los vapores de la ilusión perdida, que se esfuman en la casi inexistente atmósfera en el momento que el astronauta percibe ante sí, en un fatídico instante, todo su pasado, sus presentes alternativos y sus futuros. Se trata del segundo más terrorífico que pueda concebirse, un momento de una fuerza aniquiladora indescriptible, que arrebata toda excusa para seguir latiendo al corazón que antes saltaba excitado ante las promesas por venir. Unos instantes después, sólo queda un nuevo montoncito de polvo lunar y unas huellas que no llegan a ninguna parte.

domingo, 20 de febrero de 2011

Ranas

De repente, el cielo no era azul. Las sombras de las palmeras se fueron difuminando hasta desaparecer en una sopa de colores sin contraste, y el mar, inquieto por el cambio, se erizó intentando alzar su voz al cielo que no entraba en razón. Las calles y aceras empezaron a llenarse de pequeños puntos oscuros, que brotaban aleatoriamente, unos pocos al principio, que llamaron a otros, y éstos a otros más, que se materializaban de la nada, como si manos invisibles agitaran pinceles humedecidos en lo alto del cielo, hasta que los nuevos colores percolaron y, al celebrar su conquista del suelo, se vistieron de brillos y reflejos. Santa Bárbara, acostumbrada a mirar hacia el firmamento y su azul ilimitado, se encontró mirándose a sí misma en los charcos y las pequeñas lagunas que invadieron las calles, los caminos y las cunetas. Un cambio hacia la introspección que fue celebrado por coros de ranas que brotaron espontáneos de los pequeños mares en tierra, las voces raniles saliendo al encuentro de los ciclistas y caminantes en crescendos que pasaban de sorprendentes a ensordecedores y de ensordecedores a turbadores e incluso escalofriantes. Cánones de rana, contrapuntos siguiendo una lógica cacofónica que escapaba al entendimiento, que en sus ritmos primitivos quizá festejaban la lucha entre el cielo y el mar, los dos encrespados de espuma, y que llenaban la mente de los oyentes humanos con imágenes de plagas bíblicas, hordas de ranas lloviendo del cielo, avanzando en oleadas caóticas por el suelo, olas orgánicas de anfibios amontonándose unos sobre otros en una marea colectiva, saliendo de las charcas a las cunetas y a las carreteras, invadiendo las aceras de la ciudad, trepando sobre los edificios, entrando por las ventanas de las casas, horrorizando a los conductores de los coches atrapados en un mar viscoso y croante, el volumen del canto de las ranas cada más insoportable y terrorífico, y los sonidos cada vez más ajenos a la sensibilidad musical humana, arrastrando con su ruido todo rastro de racionalidad para alcanzar un clímax imposible, animal, pulsante, salvaje, que fue muriendo poco a poco hasta que sólo quedó un murmullo sordo de calma anfibia acompañado por los sonidos de la lluvia, del viento doblegando y agitando las hojas de palmera deshilachadas y trémulas, y el chapoteo de los neumáticos de las bicicletas en los charcos.