domingo, 12 de septiembre de 2010

El valle

Ventana suburbana

Un muro de un tono cobrizo, interrumpido por la abertura de una ventana con forma de arco de medio punto. De la parte de arriba de la ventana cuelgan dos cortinas que se arquean hacia los laterales, delimitando un espacio teatral. El escenario no tiene profundidad, pues otra cortina cuelga detrás, ocultando a la vista el interior.

La calle está desierta. Es una mañana veraniega de Agosto. Las cortinas son blancas, con suaves ondulaciones y algunas sencillas grecas bordadas. Estoy mirando a la ventana desde la acera al otro lado de la calle del barrio residencial. Casas bajas, tejados en pendiente, tonos pastel, praderas perfectas en cada parcela, no hay vallas, no hay barreras, apenas hay signos de vida.

Las hojas de los árboles murmullan, y el murmullo es casi el único sonido audible. En el alféizar interior de la ventana distingo una masa algodonosa de pelo blanco rizado. Tiene una cabeza, ojos, patas. Un perro. Completamente inmóvil. La luz del sol filtrada por las hojas de los árboles da lugar a juegos de luces y sombras sobre la parte superior de las cortinas. El perro está bañado en luz. Su quietud es sobrenatural. No sé si está vivo o muerto, si es un peluche o un perro de verdad. Quizá se haya petrificado por deshidratación, olvidado en el alféizar tras la cortina, condenado a observar para siempre la calle casi siempre vacía, donde el tiempo se mide por los coches que pasan y la longitud de las sombras que se encogen y estiran durante el día.

Es como mirar un cuadro, un bodegón costumbrista, naturaleza muerta. Hago gestos al perro desde mi acera, pero permanece impávido. Un momento, parece que ha movido una pata... falsa alarma, era el macizo de flores bajo la ventana, mecido por la brisa. Doy un par de saltos. Gesticulo con los brazos, al fin y al cabo no parece que nadie vaya a verme haciendo el ridículo, pues ni siquiera está claro que en este momento haya gente de verdad dentro de las casas, quizá todo el barrio esté poblado por humanos de peluche asomados a las ventanas, mirando al vacío con pupilas de botón, brillantes agujeros negros.

El perro no se mueve. Sigo mirando. Da la impresión de que sus ojos han estado todo este tiempo clavados en los míos. Pasan los minutos, las hojas murmullan.

De repente el perro gira la cabeza.

Doy media vuelta y me abrocho los párpados con mis pupilas de botón.