domingo, 9 de agosto de 2009

Gran Cañón


El borde del Gran Cañón es el fin de la Lógica, en el que toda medida se diluye precipitándose al abismo, las Matemáticas se rinden a la fuerza creadora del vacío y las manos desgarran el pecho agrietándolo en gargantas por las que sangra el paisaje inmenso, heridas y pupilas abiertas en pleno, entregadas a la brisa de renovación. La luz reinventa las formas en cada instante, las sombras definiendo el espacio a través de la nada, y los colores nacen ingrávidos en las madrugadas etéreas, azules, algodonosas, para inflamarse ardientes en los mediodías y morir consumidos por las llamas de sus propias pasiones crepusculares. Y a través de los siglos, los abismos pensantes se estratifican en distintos niveles de conciencia, entrando en las mentes insignificantes de los observadores que pululan asomados a las grandiosas bóvedas invertidas, catedrales de gravedad que cubren el cielo, y las conciencias de las sombras hormigueantes –píxeles accidentalmente oscurecidos en el mar de luz y aire y fosas de roca– sobrepasadas de grandeza, buceando en el azul, se miran a sí mismas, estratificándose e intentando indagar y buscar ese fondo que es negado a la vista por los giros caprichosos del Colorado.