domingo, 29 de agosto de 2010

Jack in the Box

Es de noche. Vista de pájaro: un aparcamiento casi desierto, entrecruzado por las sombras de las farolas y el brillo metálico de coches solitarios distribuidos aleatoriamente en el mar de asfalto suburbano.

Tres figuras entran en el perímetro de la escena, desplazándose lentamente, dos de ellas al parecer con mayores dificultades, si bien es difícil de juzgar desde la distancia. El campo visual del narrador empieza a enfocarse hacia las figuras en movimiento, barriendo los alrededores en un arco que muestra los carteles luminosos de los locales de comida rápida, que pueblan la oscuridad con esa amalgama algo caótica y decadente de colores y formas que caracteriza a los pequeños núcleos abastecedores que brotan por acreción en los alrededores de las autopistas.

La vista del narrador se demora un tiempo en el cubo rojo luminoso que, coronando un poste metálico, anuncia en letras blancas “Jack in the Box”, que parece ser el único local con signos de vida en su interior; seguidamente la atención se centra de nuevo en el extraño trío de viandantes que se arrastra entre las líneas de aparcamiento. Parecen ser dos hombres y una mujer, y se confirma que los dos primeros están en un estado físico significamente más precario, como denota su forma de andar contorsionando y arrastrando las piernas de un modo entrañablemente patético. Una de las figuras de andar lisiado alcanza cotas aún mayores de decadencia externa en vista de la barba descuidada de seis días y la constelación de texturas en toda la gama de marrones más o menos oscuros que salpica sus pantalones de montañero, que se rumorea que algún día llegaron a ser de una tonalidad bastante más clara. Se podría hablar también del aspecto de su pelo.

El peculiar grupo se aproxima a los ventanales de “Jack in the Box”, en cuyo interior iluminado hay un grupúsculo de gente cenando –con las típicas características morfológicas que lamentablemente se perpetúan en los locales de comida rápida- que parece no prestar atención a las figuras que se agolpan tras el cristal e intentan sin éxito y con ciertos toques de urgente desesperación abrir la puerta del local.

El lector habrá notado que todavía no se ha introducido ningún tipo de atmósfera sonora en la narración, pero lo cierto es que, en contra de las apariencias, las exclamaciones gangosas de “¡Cerebro...cerebro!” no forman parte de la escena. Efectivamente, no se trata de una historia de zombies con moraleja anticapitalista, como podría haberse concluido antes si el narrador hubiera dirigido su atención hacia las miradas de los candidatos a muertos vivientes y, en lugar de iris abisales mensajeros de encefalogramas planos, hubiera encontrado los ojos cansados pero animados con brillos de socarrona e impotente autoconsciencia de nuestros arrastrados y hambrientos transeúntes.

Asimimso el lector podrá haber notado que tampoco se ha introducido ningún tipo de atmósfera olorosa en el relato, pero lo cierto es que es mejor no hacerlo mientras estemos en las cercanías de los falsos zombies, quienes, vista la imposibilidad de abrir la puerta del local, se percatan de que algunos automóviles reciben alimentos desde al interior al pararse frente a una ventana del inexpugnable establecimiento.

“¡El “drive-through” aún sirve comida!”

Así que nuestros vagabundos-en-apariencia se arrastran a pie hasta el inicio de esa gran invención americana surgida de aplicar los conceptos de la revolución industrial a las inevitables necesidades alimenticias humanas: la línea de aprovisonamiento en serie de conductores demasiado ocupados como para aparcar y gastar preciosa energía y tiempo en andar unos metros.

“La gente debe de pararse frente a este panel con el menú, mirad, hay un altavoz”.
“¿Se supone que tenemos que hablar a algún micrófono, no?”
“¿¿Hola?? ¿¿Hay alguien??”
“Queremos pedir algo para cenar.”

Silencio.

“A lo mejor hay que pulsar algún botón.”
“Pues yo no veo ninguno.”
“¿¿Hola??”



“Quizá esto no esté pensado precisamente para viandantes...a lo mejor hay sensores de presión bajo el asfalto que se activan sólo al paso de un coche. O de algún cliente obscenamente obeso. ¿Qué hacemos?”
“Creo que no vale saltar.”
“Yo no estoy precisamente en condiciones de saltar.”

En esto se acerca un sobredimensionado automóvil a la línea de montaje alimenticio, y los zombies se ven obligados a dispersarse penosamente a cámara lenta. Una voz grabada da la bienvenida a la máquina y conductor, y una voz humana algo más espontánea con distorsiones electrónicas pregunta en espera de demandas hamburguesiles y demás.

Los zombies se reagrupan para preparar el siguiente asalto.
“¿Cómo lo ha hecho? Los hay con suerte.”
“Será por los sensores de presión. Quizá deberíamos ir directamente a la ventanilla de reparto al final del carril.”

Desde el interior del local, bañado en luz suave y poblado de armarios y freidoras metálicas, podría verse cómo las formas oscuras de un “SUV” se desplazan tras la ventanilla de reparto y dan paso a tres tímidas formas humanas que se asoman al cristal. Pero no hay nadie para verlo.

“¿¿Hooolaaaa?? ¿¿Hay alguien???”

El sonido alerta a uno de los empleados, que se acerca sorprendido a la ventanilla, las alarmas anti-perdedores-sin-coche empezando a destellear nerviosas en su cerebro.

“¿Qué quieren?”
“Ehhh...bueno, queremos cenar, y como el local está cerrado pero parecen admitir órdenes a través del carril para coches, hemos pensado que probaríamos suerte de esta manera. Pero por alguna razón no hemos sido capaces de pedir a través del sistema de megafonía, así que la alternativa era asomarnos por aquí.”

“Ajá.”

...

“¿Podemos pedir comida?”

“Ehh... pues supongo que sí.”

Breve pausa.


“Hmm...Bueno, la verdad es que no.”

Los zombies intercambian miradas perplejo-irónico-descorazonadas.

“¿¿?? ¿¿Por qué??”

“El carril para coches está diseñado específicamente...para coches, de modo que el pasearse por él supone un riesgo para los viandantes, dada la posibilidad de atropello, y más aún en la oscuridad.”

“¡Pero si esto está desierto! No hay nadie y si viene algún vehículo por el carril no sólo irá a una velocidad extremadamente reducida sino que nos habrá visto a distancia dentro de su cono de luz. Aparte de que sólo necesitamos pedir comida, nos podemos apartar y recogerla en cuanto esté lista.”

“Lo siento, tenéis que entenderlo, pero no podemos aceptar el riesgo, si ocurriera algo nos podrían hacer responsables. Sólo admitimos pedidos emitidos desde el interior de un vehículo.”

“….Ehhh....es decir, que a estas horas de la noche como no tengas un coche no puedes ser atendido...”

“Me temo que no”.

“¿Esto va en serio?”
“Déjalo, no vale la pena discutir, podemos arrastrarnos de vuelta hacia el coche e intentar el proceso motorizados, al fin y al cabo estamos en una autocracia...”

“Aaaah... la vuelta a la civilización...”

3 comentarios:

Dr. Zoidberg dijo...

Juas juas juas... Autocracia... y quién es el monarca absoluto automovilístico? A ver si va a ser nuestra querida fragoneta! Explicaría por qué el resto de los coches se apartaban a su paso... y nosotros, inocentes, que creíamos que la peña se apartaba porque pensaban que nuestra conducción suicida se debía a que nos daba igual un abollón más... o al letrero de EMERGENCIAS jejeje...

k. dijo...

:)
El monarca absoluto es LA GRAN MÁQUINA, un ser metálico con sed insaciable de petróleo refinado y que atrapa a todo humano que entra en su interior, que no podrá salir jamás del horizonte de sucesos mecánico, sólo pudiendo ir a aquellos sitios a los que la voluntad de LGM le lleve...

Dr. Zoidberg dijo...

Quién crees que puede más, LGM o el MEV?