domingo, 20 de febrero de 2011

Ranas

De repente, el cielo no era azul. Las sombras de las palmeras se fueron difuminando hasta desaparecer en una sopa de colores sin contraste, y el mar, inquieto por el cambio, se erizó intentando alzar su voz al cielo que no entraba en razón. Las calles y aceras empezaron a llenarse de pequeños puntos oscuros, que brotaban aleatoriamente, unos pocos al principio, que llamaron a otros, y éstos a otros más, que se materializaban de la nada, como si manos invisibles agitaran pinceles humedecidos en lo alto del cielo, hasta que los nuevos colores percolaron y, al celebrar su conquista del suelo, se vistieron de brillos y reflejos. Santa Bárbara, acostumbrada a mirar hacia el firmamento y su azul ilimitado, se encontró mirándose a sí misma en los charcos y las pequeñas lagunas que invadieron las calles, los caminos y las cunetas. Un cambio hacia la introspección que fue celebrado por coros de ranas que brotaron espontáneos de los pequeños mares en tierra, las voces raniles saliendo al encuentro de los ciclistas y caminantes en crescendos que pasaban de sorprendentes a ensordecedores y de ensordecedores a turbadores e incluso escalofriantes. Cánones de rana, contrapuntos siguiendo una lógica cacofónica que escapaba al entendimiento, que en sus ritmos primitivos quizá festejaban la lucha entre el cielo y el mar, los dos encrespados de espuma, y que llenaban la mente de los oyentes humanos con imágenes de plagas bíblicas, hordas de ranas lloviendo del cielo, avanzando en oleadas caóticas por el suelo, olas orgánicas de anfibios amontonándose unos sobre otros en una marea colectiva, saliendo de las charcas a las cunetas y a las carreteras, invadiendo las aceras de la ciudad, trepando sobre los edificios, entrando por las ventanas de las casas, horrorizando a los conductores de los coches atrapados en un mar viscoso y croante, el volumen del canto de las ranas cada más insoportable y terrorífico, y los sonidos cada vez más ajenos a la sensibilidad musical humana, arrastrando con su ruido todo rastro de racionalidad para alcanzar un clímax imposible, animal, pulsante, salvaje, que fue muriendo poco a poco hasta que sólo quedó un murmullo sordo de calma anfibia acompañado por los sonidos de la lluvia, del viento doblegando y agitando las hojas de palmera deshilachadas y trémulas, y el chapoteo de los neumáticos de las bicicletas en los charcos.

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