martes, 1 de marzo de 2011

Pasacalle y fuga


Camino por la playa. El sol cae detrás de los edificios de la Universidad, a mi espalda, cuya sombra avanza ominosamente sobre la arena, persiguiéndome. Huyo de la sombra, que de algún modo trae consigo amenazas que no tengo ninguna intención de conocer. La parte iluminada de la playa resalta dorada, la luz horizontal acentúa la precisión de las formas. Al fondo el muelle de madera se adentra en el agua, las luces a punto de encencerse y derramar estelas en el mar.

Un niño a mi izquierda completa algunas esculturas de arena. Ha modelado una enorme tortuga, con un caparazón festoneado de piedras de bordes pulidos, y tiene las manos ocupadas en un delfín arqueándose hacia las profundidades de la playa. Las esculturas están condenadas a la muerte por dilución en la inmensidad del océano, y eso las hace maravillosamente irrepetibles. En mi mente escribo una oda a la futilidad inspirada por el chico encorvado sobre sus esculturas efímeras, o me imagino a alguien haciendo una escultura del niño a su vez esculpiendo la arena.

Las olas marcan el tiempo tranquilas. Me concentro en la música de la ruptura de cada ola, un crescendo inicial que suave pero irremisiblemente desemboca en un sturm und drang de violencia espumosa, para pasar a un movimiento final infinitamente pacífico, en el que el sonido sordo y levemente crujiente de las miles de burbujas desintegrándose sobre la tierra en el abrazo final e incabable de la ola a la costa en su último estertor me llena por completo, llevándose todo lo demás, limpiando la mente, vaciándola de ruido con su ablución efeverscente.

La sombra me sigue persiguiendo. A cada paso descubro con inquietud que la piel de mis manos parece verdear, y se cuartea en grandes escamas. Mis piernas y brazos se acortan. El tronco se endurece, la cabeza retrocede sobre los hombros. Una fuerza desconocida me fuerza a encorvarme hacia el suelo, hasta que llega un momento en que sólo puedo avanzar arrastrándome, empujando torpemente la arena hacia atrás con mis extremidades, que prácticamente parecen aletas.

Soy una tortuga. Creo que estoy hecho de arena. Me siento extrañamente a gusto en mi cuerpo de reptil. Abro bien los ojos. Saboreo los movimientos pausados de mi avance, mientras poco a poco la luz se va agotando. Descubro que las tortugas podemos sonreír, en una media sonrisa soprendida de sí misma, con un leve y divertido toque de ironía. Me detengo a disfrutar de la magia de la puesta de sol, la música del mar, la textura de la arena, las pinceladas de mercurio y oro. No hace falta huir. Sé que la sombra nunca me va a alcanzar.

2 comentarios:

Unknown dijo...

La verdad es que no podrias ser reptil. No sé lo que eres, pero tal vez yo también me gustaría cambiar de lugar con esa tortuga.

k. dijo...

Serías bienvenida en el mundo de las tortugas :)