Unas piernas cuelgan por
entre los paneles de material aislante del techo de mi oficina. En
vez de balancearse libremente en el aire, lo que sería un poco
preocupante, reposan firmes sobre una escalera de mano, asomadas
entre algunos cables sueltos.
Parece un día normal en
los interiores luminosos y asépticos del ala nueva del Instituto
Perimeter. Frente a mí tengo una pared entera cubierta de un cristal
con tintes dorados, que dan un toque de cálida irrealidad a los
paisajes que se abren ante la vista cuando ésta se levanta sobre los
papeles con ecuaciones y la pantalla del ordenador. Dentro de esta
ventana gigante al mundo, las hojas de los sauces no tienen su
característico toque grisáceo en la primavera y el verano, sino que
resplandecen con verdes casi tropicales, y los hielos y las nieves
del invierno, visibles a través de las ramas desnudas que dejan de
ocultar el lago llegado el otoño, se vuelven más amables,
especialmente en los atardeceres sulfurosos y extrañamente
mediterráneos, con esa luz italiana cayendo en diagonal sobre las
visiones de invierno brueghelianas. Es como si un artista
renacentista flamenco hubiera pintado las delicadas telarañas de
ramas desnudas sobre las capas de gris superpuestas del
horizonte y la superficie a ratos mate y a ratos pulida y brillante
del lago helado después de un viaje iluminador por entre los
paisajes de la Toscana.
Las piernas colgantes se
agitan brevemente. Se oye un pitido electrónico.
O quizá la ventana no se
abre a la realidad, sino a una proyección de una película sobre las
estaciones, rodada con filtros cálidos para incrementar los
indicadores de felicidad de la tripulación de la nave espacial
Perimeter, flotando perdida por entre los rincones fríos y oscuros
del espacio-tiempo en pos de misiones inciertas. De hecho, ¿cómo no
sospecharlo antes? Las máquinas de café gratuito, los rincones con
sofás y chimeneas humeantes en invierno, las mesas de billar y
futbolín, la pista de squash con una canasta de baloncesto, el
gimnasio... todo está pensado para que la tripulación no sienta
ninguna añoranza de esa cosa llamada ”mundo exterior”. Y
evidentemente las proyecciones en las ventanas gigantes –o quizá
debería decir pantallas– están pensadas para recrear los los
ritmos circadianos acompasados con el ciclo de días y estaciones en
la Tierra y así no echar por tierra los milenios de adaptación a
las condiciones del planeta azul de los cuerpos de los miembros
orgánicos de la tripulación –porque ciertamente hay también
algunos androides entre el personal investigador, como demuestra su
capacidad de trabajo inagotable y su escasa habilidad para esa cosa
tan humana como el intercambio de saludos o inclinaciones sutiles de
cabeza cuando las trayectorias de dos tripulantes entran en zona de
colisión en los pasillos.
Los pitidos continúan,
espaciados regularmente.
Pese a flotar en esta
atmósfera de perfecta y amable irrealidad, la nave Perimeter no está
libre de problemas. Parece haber algunos desajustes con los sistemas
de calefacción en el invierno canadiense. Qué digo canadiense, el
invierno del espacio exterior, atemperado hasta -270 grados Celsius
por el fondo de radiación de microondas. Probablemente la elección
de Canadá como lugar ficticio de la localización de la
nave-instituto se deba a la percepción neutral de este país en el
imaginario de las múltiples culturas que conviven en su interior, de
modo que se eviten absurdas disputas raciales, sin sentido a tantos
años luz de la verdadera Tierra, si es que aún existe. De hecho, el
escaso número de científicos que se acreditan como realmente
canadienses parecería confirmar esta hipótesis de elección de
una falsa identidad neutral.
Los pitidos aumentan en
frecuencia. Recuerdan al sonido de un sónar.
El caso es que los
sistemas de ventilación parecen tener un comportamiento errático
últimamente. Hay días en que algunos tripulantes se pertrechan de
calefactores eléctricos para sobrevivir a la jornada, y en otras
ocasiones las oficinas se convierten en invernaderos tropicales con
vistas antárticas. Lo cual no contribuye mucho a mantener la ilusión
de normalidad que con tanto esfuerzo tratan de mantener los
administradores.
Los administradores...
esa sociedad paralela a la de los científicos que mueve los hilos en
la oscuridad. La existencia cotidiana en la nave Perimeter parece en
principio diseñada para crear la ilusión de que todo gira en torno
a los científicos. Todo se hace para ellos y para que no tengan que
preocuparse nada más que de sus investigaciones. Y si pueden
olvidarse de que están flotando en el espacio exterior, en el
perímetro del mundo, imposibilitados de contactar con la verdadera
Tierra, mejor que mejor. Pero la realidad bien puede ser distinta.
Este sistema de castas implantado por los gurús que diseñaron la
sociedad perimétrica bien puede resultar frustrante para los
administradores, que descargan sus tensiones con luchas de poder. En
efecto, no creo que los problemas de calefacción sean casualidad,
sino más bien debidos a un sabotaje del sindicato de técnicos de
calefacción para hacer notar su imprescindibilidad y ganar
influencia. Y es por ello por lo que hoy tengo unas piernas
sobresaliendo del techo de mi oficina mientras unas manos invisibles
forcejean con algunos cables y tubos envueltos en brillos de
aluminio, mientras algún tipo de medidor pita con una frecuencia in
crescendo como si detectara la ominosa aproximación de un
cuerpo extraño por los sistemas de ventilación.
En mi mente tengo ciertos
recuerdos del invierno canadiense al otro lado de las ventanas
tintadas. Me imagino que no son más que el resultado de implantes de
memoria diseñados para crear una ilusión de vida en sociedad y de
experiencias integradoras en la Naturaleza terráquea. Todo en aras
del equilibrio y estabilidad psíquicas del cuerpo científico.
Recuerdo el crujir de la nieve bajo las pisadas o los esquís de
fondo, las texturas rugosas del hielo sobre el asfalto, árboles
desnudos, pero también el verano, el sonido de las gotas de agua
cayendo desde la pala de un remo hacia la superficie quieta pero
tensa de un lago en un anochecer cálido, el ritmo de las gotas
acompasando los bramidos apagados, casi selváticos, que vienen desde
las masas oscuras de árboles en las orillas, todo ello con el
acompañamiento grave y jazzístico de los cantos de las ranas toro y
los aullidos esporádicos de los colimbos, escalofriantemente
parecidos a los de los lobos. Entre los recuerdos invernales puedo
rescatar también divagaciones sobre los técnicos de calefacción
canadienses, que me imaginaba como una especie de héroes enfundados
en trajes espaciales aptos para condiciones árticas, llenos de
bolsillos secretos de los que no paran de surgir misteriosos aparatos
de medición y herramientas de todo tipo, inervados en su interior
por densas marañas de cables y tubos que no se sabe si en algún
momento se conectan a las vísceras del cuerpo al que envuelven, los
técnicos portando siempre grandes maletines a prueba de choques,
avanzando por las calles en formaciones militares, y actuando como
cirujanos arquitectónicos, rasgando las pieles de los edificios con
bisturís a prueba de acero y hormigón, la tensión superficial
interrumpida dando lugar a chorros de tuberías y cables y otros
órganos inmuéblicos y géisers de líquidos humeantes de distinta
viscosidad y color que han de ser contenidos y cauterizados por
grupos de apoyo, el pobre edificio vibrando de dolor y sus habitantes
asomándose a la sala de calefacciones con una mezcla de curiosidad,
miedo y esperanza.
Viendo a las piernas del
técnico forcejear con las tripas del edificio, me da por pensar en
la posibilidad de vida no humana o terrícola en la nave Perimeter. Y
no me refiero a los androides. Llevo meses sospechando que alguna de
las asistentes de programación científica vampiriza a
investigadores desprevenidos atrayéndoles hasta su refugio anónimo
y cálidamente decorado en la temida ala de los administradores, que
los científicos traspasan con inquietud en sus incursiones para
pedir dinero o asistencia, la inquietud que no se aplaca precisamente
al leer algún cartel en alguna puerta de alguna empleada o empleado
de recursos humanos que dice “no me vengas con una Sheldonada” y
lo acompaña con una foto de un personaje de una serie de esa cosa
que en la Tierra se llama o llamaba televisión, el personaje, un tal
Sheldon, siendo un estereotipo del científico retraído,
ultralógico, con síndrome de Asperger, incapaz para sentir empatía
o de desenvolverse con soltura entre la maraña increíblemente
compleja de convenciones y suposiciones, llena de trampas
emocionales, de las interacciones sociales.
Aparte de vampiros y
robots, hay indicios de otros sucesos extraños en Perimeter. Como
por ejemplo la anormal tasa de natalidad entre los investigadores. En
los eventos sociales aparecen bebés por todas partes, no se sabe muy
bien de dónde vienen, pero se crea la inquietante sensación de que
la integración social se relaciona de alguna manera con la
procreación. Quizá es que la soledad del espacio estimula los
instintos reproductores. O más probablemente todo sea debido a un
plan secreto de las manos que mueven los hilos de la nave. Sospecho
que las imágenes que se proyectan en la cristalera de la cafetería
llegada la Primavera, con familias de gansos creciendo y
multiplicándose, dando lugar a ejércitos adorables de crías
retozando en el césped y estanque, no son meramente ornamentales. Y
creo que no es casualidad que circulen historias de que el
fundador-armador del instituto haya dejado recientemente su puesto de
alta dirección en una empresa tecnológica y haya sido visto
paseando de incógnito por los pasillos perimétricos. Probablemente
la empresa tecnológica nunca existió y el Fundador siempre ha
estado vigilando en la sombra y maquinando sus grandes esquemas, pero
últimamente la atmósfera está un poco más agitada de lo normal. Y
los testimonios de avistamientos de su presencia han disminuido
bastante en tiempos recientes, más o menos desde que empezaron los
problemas en los sistemas de ventilación.
Necesito tiempo para
aclarar mis ideas, pero los pitidos del sónar del técnico de
calefacción se acercan alarmantemente al continuo. Sus piernas
empiezan a agitarse como si temblaran. Se oye una especie de gruñido
cuasihumano que viene desde el techo.
Así no hay quien trabaje
o piense. Me iré a dar una vuelta al atrio del edificio, un espacio
gigante cubierto por cristales sobre los que se proyectan escenas de
cielos canadienses –esta vez sin filtros dorados– de una manera
muy conseguida, incluyendo efectos de sombras de las vigas de
hormigón que se van desplazando sobre el suelo y las barandillas de
los distintos pisos (ocupados por oficinas acristaladas, con pizarras
y sofás repartidos entre ellas) según las horas del día terráqueo.
El espacio da sensación de libertad. Unas esculturas de metacrilato
inspiradas en orbitales moleculares flotan a baja altura, sujetas por
cables que se entrecruzan. Yo siempre quise dibujar diagramas de
Feynman gigantes sobre los paneles de cristal. Es muy relajante
saltar desde la barandilla y disfrutar de la ingravidez por un rato,
dejando que se vacíe la mente mientras deambula por entre las falsas
moléculas. ¿Era eso una tortuga a la deriva? Tengo una visión de
la nave Perimeter flotando sobre el mundo real, que se ve
absurdamente acelerado desde nuestra perspectiva, mientras desde allá
abajo se nos ve como a cámara lenta, cada vez más despacio, más
desplazados hacia el rojo.
Quizá sea el momento de
echar una partida de billar tridimensional a gravedad cero.
1 comentario:
Jajajajajjaa... muy buena! Ya sabía yo que no tenías los pies en la Tierra...
Me recuerda a los fontaneros de la peli Brazil!
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