miércoles, 26 de marzo de 2008

Crónicas de acampada

El conductor es un hombre bastante corpulento; lleva una gorra de béisbol de la que sobresale algo de pelo rubio, y bajo su bigote también rubio hay una barbilla y algo más abajo una camiseta sin mangas que deja a la vista varios tatuajes, en uno de los cuales pueden verse un par de lápidas con algún nombre inscrito. Detrás está nuestro coche, y delante se estira la carretera en una recta imposible hasta el horizonte, un delgado cono grisáceo entre paisajes de aridez áspera, de planicies pardas sin vida que llenan el valle contiguo al valle de la Muerte. Bien podría ser el valle de la inconsciencia, pues en el eterno repetirse a sí mismo del panorama se podría perder la noción del tiempo, si bien éste viene marcado por las exageradas oscilaciones con las que la suspensión hidráulica de la silla del conductor reacciona ante los baches de la carretera.

Nuestro coche brilla sobre el fondo de montañas que se alejan, los faros delanteros a la altura de nuestros ojos. La monotonía del paisaje se rompe cuando llegamos a la población fantasma de Trona, que es presentada por el conductor con un escueto “no me gusta este sitio”, seguido de un “por qué” de nuestra parte que es respondido con un “porque aquí no se aplica la ley”.

Trona, ciudad sin ley. En Trona no hay ley porque no hay nada. El conductor tiene una postura poco típica, con la espalda inclinada hacia delante, alejada de su respaldo, y con las muñecas reposando lánguidas sobre el volante. Da la sensación de que debe de tener una pose similar en el sofá de su casa mientras ve la televisión, con las muñecas apoyadas sobre un volante invisible. Pasamos un par de gasolineras abandonadas, rodeadas con vallas de hexágonos metálicos, una barbería como salida de la nada y un edificio de madera ajada con grandes pintadas de
“SE VENDE
375 4046”
y unas letras pegadas en la parte superior de la fachada con inclinaciones aleatorias, algunas incluso dadas la vuelta en vertical, no se sabe si por un alarde estilístico o por el abandono, que dicen
“GERMAN AMERICAN EMPORIUM”.

Hace algunos minutos los físicos de San Diego hemos sido grabados en un vídeo digital mientras confesábamos al campista que usando su seguro Triple A nos ha ahorrado los 600 dólares del camión grúa en el que nos encontramos que el verdadero objeto de nuestra investigación era la fabricación de la nueva generación de bombas nucleares. En Trona no deben de saber mucho de este tipo de cosas; basta considerar que para evitar la deserción masiva de la población evitan enseñar geografía en los colegios, no vaya a ser que los jóvenes sepan de la existencia de un mundo más allá de las montañas. Probablemente las vías de tren cambian de anchura no lejos de la población, y se usa una moneda propia, el Tronadólar, que no puede convertirse a dólares, si bien el proceso inverso sí se admite. Por lo menos sí se debe de enseñar algo de ciencia básica en el instituto que cobija al afamado equipo deportivo de los “Tornados de Trona”, pues si no no habría mano cualificada para la mina de Bórax que representa la razón de ser de tan singular ciudad. “Bórax” es tetraborato sódico hidratado,
Na2[B4O5(OH)4]·8H2O,
y se extrae en forma de cristales entre los tornados de arena que de vez en cuando asolan la planicie y los tornados de actividad deportiva que de vez en cuando engendra el equipo del instituto, que está situado al lado de la carretera principal, donde no hay ningún árbol que dé sombra, como ocurre con las polvorientas callejuelas secundarias salpicadas de viviendas levemente destartaladas, algunas de ellas cercadas con vallas de madera claramente reciclada desde distintos e inciertos orígenes, y que suelen estar cerca de algún descampado cercano lleno de cadáveres metálicos oxidados esparcidos aleatoriamente entre malas hierbas que malamente sobreviven.

Nuestro salvador, que nos ha ahorrado pagar el camión grúa y que nos ha grabado en su cámara digital para la posteridad, es un ex-soldado que aspiraba a ser piloto, cuyos sueños se vieron truncados por un conductor borracho que no fue capaz de esquivar a su motocicleta. Así, con una pierna maltrecha y con las uñas de las manos pintadas de rojo, se dedica a viajar por Estados Unidos con su coche o su moto, born to be wild, alojándose en campings o en casas de amigables desconocidos que ofrecen sus sofás en la web “couchsurfing.com”, intentando mejorar sus habilidades sociales, que según él están muy mal paradas tras pasar varios años de disciplina castrense entre hombres máquina cuyo concepto de socialización va ligado a ladrar órdenes al prójimo.

“Couchsurfing.com” es una de las comunidades de internet que ha organizado el viaje en el que los físicos de San Diego hemos acabado metidos sin saber muy bien cómo, convirtiéndonos en el “euro-equipo”, cuya eurofurgoneta murió de repente mientras conducíamos cuesta arriba hacia el parking desde el que pretendíamos escalar el pico “Telescopio” del valle de la Muerte. En una cuesta, cuando el cambio automático iba a engranar una nueva marcha, el motor siguió acelerando pero la velocidad del coche disminuyó hasta que el vector se dio la vuelta y empezamos a retroceder. Toda una desconsideración por parte del vector velocidad y toda una sensación de impotencia la de ver que el motor seguía en marcha pero el coche no era capaz de avanzar hacia delante en medio del valle sin cobertura de teléfono.

Con lo bien que se había portado la eurofurgoneta hasta ahora. Llevándonos desde San Diego a los físicos europeos y a la campista desconocida que aloja en su casa a cientos de animales entre pájaros, serpientes y otros reptiles y peces y se pasa tres horas diarias limpiando tanques de agua...

Entre Trona y el resto del mundo civilizado sólo hay carretera, algunos conductos metálicos sobre extensiones salinas en los que deben de fluir sustancias químicas poco amigables con la salud humana, y grandes extensiones de nada. Los edificios tronísticos se distribuyen algo desordenados en torno de la carretera y de la monstruosa fábrica de Bórax, un amasijo de metal, tubos y torres y alguna chimenea y luces que iluminan la noche del valle de la inconsciencia.

Esta mañana nos despedimos provisionalmente de la vida campística, con nuestras tiendas recogidas en la eurofurgoneta que nos mira compungida desde la plataforma de la parte de atrás del camión grúa. Quizá regresemos triunfales al valle de la Muerte tras las gestiones mecánicas pertinentes en esa gran metrópli que nos espera -al menos en comparación con Trona-, Ridgecrest. Entonces podremos seguir escuchando las risas histéricas y el inglés indescifrable de la taiwanesa organizadora del viaje, disfrutar de las conversaciones subidas de tono junto al fuego mientras la mujer de una extraña pareja dispareja en edad bebe una botella tras otra de vino, o tener amigables espectadores en la mañana, con la camiseta pegada a una tripa algo protuberante, que ofrecen conversación mientras desmontamos la tienda, preguntando por nuestros orígenes, y que tras desaparecer por un tiempo vuelven diciendo “se me había olvidado una cosa” y nos dan una pequeña bolsita de plástico con un brote de cierta planta de efectos psicotrópicos, sonriendo traviesos, “recuerdo de Oregón”.

lunes, 24 de marzo de 2008

Foto mental

Un húngaro, un polaco, una polaca, un español, un coche alquilado americano. Afuera un Sol de justicia cae implacable sobre la tierra sedienta del Valle de la Muerte. Las montañas desnudas, ásperas, nadan hacia atrás sonrojándose en una amplia gama de tonos pardos al saberse contempladas por esas vidas diminutas en movimiento. La radio llena el aire con el ritmo lento y alucinado de "Riders on the storm". Los brazos, las cabezas, los pistones del motor, las montañas, oscilan al ritmo de la melodía. Suenan truenos bajo el cielo saturado de Sol.

lunes, 17 de marzo de 2008

Auf wiedersehen

En un barrio de Bremen hay un pequeño bosquecillo de hayas bajo cuyo manto agujereado de sombras revolotean los arrendajos y las palomas cantan melancólicas a sus pérdidas, los pájaros de cuco marcan inconstantes el paso del tiempo y los búos avisan de las pisadas intrusas. Los erizos se esconden bajo el manto de hojas muertas cuando llega inesperado el torbellino de sonidos de un tren, esa marea que se acerca en rápidas pinceladas de color desenfocadas en un remolino de aullidos metálicos agudos, ilusionados ante el encuentro con los oídos sorprendidos, y que en un instante pasan a alejarse con el tono grave y melancólico de la despedida. Las ardillas avanzan por el musgo y la corteza con sus saltitos diminutos, sin preocuparse por el efecto Doppler pero sí por las tormentas de ruido que de vez en cuando vienen por el cielo reflejado en la superficie pulida de los raíles.

En medio del bosque hay un árbol con restos de una casita de madera. Hace veinte años, varios hermanos llenos de ilusión, henchidos de la frescura del bosque, las caras rosadas por la excitación y el movimiento, procuraban ayudar a su tío Martin, Onkel Martin, a montar esa casita de ensueño. La casa se montó, de ella colgaba una cuerda con nudos y los cinco hermanos escalaban con esfuerzo y dificultad -la mayoría no fuimos prodigios físicos- a su mundo particular de madera. Lo pintaron con colores, era su Baumhaus, su casa del árbol, su tesoro del bosque, pintaron sus nombres, pintaron animales y pintaron el nombre de su querido tío, “Honkel” Martin.

La vida de Onkel Martin fue como una falta de ortografía. Hoy me enteré de que nos había dejado. Impotente, tan lejos, quise pensar que las hojas de eucalipto vibraban en su honor, que la luz lucía un poco más gris. En un momento, mientras andaba bajo unos cuantos árboles, fue como si el tiempo se parara. Lo peor fue que el tiempo seguía.

Onkel Martin se fue con todos sus sueños derrotados. Espero que sepa que, si bien él no pudo atraparlos, fue capaz de hacer realidad algunos pequeños grandes sueños para esos niños que le adoraban. Para mí el Baumhaus siempre será un símbolo imborrable de ilusión y de niñez, siempre ligado al tío Martin y a mis hermanos, las horas fluyendo mágicas entre la madera, las sombras de los árboles y los dibujos.

Querido tío, me acuerdo de tus gestos de sopresa las veces que aparecí sin anunciarme a tu puerta; de cómo pasaste de decir que si era un testigo de Jehová a llenar tu cara con una sonrisa de incredulidad y asombro difíciles de olvidar. Me acuerdo de que de niño que me llamabas “grita” por mi carácter irascible. Me acuerdo de que cuando me hacía daño al caerme sobre una rama del bosque me decías que los chicos no teníamos que llorar. Ahora me gustaría gritar y llorar.

sábado, 15 de marzo de 2008

Tardes de sofá

En las últimas horas de la tarde es bueno disfrutar del abrazo cálido del sofá, que sirve de refugio frente a las corrientes de aire polar que se empeñan en explorar el despacho. No es conveniente ponerse a trabajar sin al menos un jersey o una chaqueta ligera, en tanto que la unidad VAV (“Variable Air Volume”) de Johnson Controls Inc. continúe haciendo ineficientemente su trabajo. Las últimas investigaciones sobre los sistemas de regulación de temperatura en el laboratorio nos han permitido identificar las tuberías de agua caliente enfundadas en espuma aislante cuya supuesta misión es calentar el aire que expulsan atronadoras las salidas de ventilación, y también hemos comprobado que la temperatura al tacto de estos conductos es sensible a la posición del deslizador de temperatura del sensor VAV de Johnson Controls Inc. que se encuentra cercano a la puerta. Puerta que, por cierto, ahora somos capaces de cerrar con cerrojo tras varias visitas de diversos técnicos del edificio que tras sesudas maniobras nos comunicaron que la llave puede retirarse una vez activado el pestillo si simultáneamente al acto de tirar de ella hacia fuera se presiona hacia dentro el bombín en que se encuentra incrustada. Esta gran pieza de sabiduría cerrajeril me fue comunicada acompañada de miradas muy expresivas en las que detecté cierta sorna ante la capacidad práctica de los físicos teóricos.

Es decir, que el termosato supuestamente funciona. Sin embargo, algo extraño pasa, puesto que al cabo de un tiempo de aumento de la temperatura de las tuberías de agua caliente y de suspiros de bienestar de los miembros del despacho, la era glacial retorna espontáneamente sin explicación... Pero lejos de rendirnos hemos elaborado una teoría al respecto, relacionada con la mentalidad conservadora -en términos energéticos, al menos- de los diseñadores del nuevo edificio, ya que todo indica que la caída en el olvido termodinámico del foco de calor está correlacionada con los parpadeos del diodo luminoso del sensor de Johnson Controls Inc., parpadeos que desaparecen al presionar el misterioso botón que se encuentra junto al diodo y bajo un trío de símbolos masónicos de soles llenos o eclipsados, lo cual tiene como efecto colateral el recalentamiento de las tuberías enfundadas en espuma aislante. Id est, que al igual que los catedráticos tienen que ejercitarse para mantener las luces encendidas, nosotros hemos de levantarnos de vez en cuando para apretar el botón del sensor VAV de Johnson Controls Inc. para luchar contra la glaciación.

De todas maneras es bueno sentarse en uno de los sofás en las tardes luminosas, intentando no pensar en las extrañas conspiraciones que pueden esconderse tras los símbolos masónicos del clan Johnson, las visitas aleatorias de técnicos que parecen manosear la cerradura y la extraña política energética del edificio. Porque ahora tenemos dos sofás que se miran en acolchado arrobamiento, y la vida transcurre tranquila con un artículo en el regazo y una taza de té humeante preparado en el microondas, el humo proviniente del nitrógeno líquido con el que el té ha sido convenientemente enfriado a la salida de una de las muchas tuberías de cobre que cruzan la pared. Así la mente puede abstraerse y volar hacia arriba, atravesando el techo y sus conductos de ventilación y los laboratorios del piso superior para salir al exterior y admirar la puesta de sol, el cielo inflamado tras los edificios y las elegantes terrazas superpuestas de en frente, la luz estrellándose en el ventanal del despacho y teselando la tierra del patio de abajo en un tapiz de reflejos romboidales de los cristales de nuestro edificio, un tablero de ajedrez lumínico deformado.

La calma se ve interrumpida de vez en cuando por amotinamientos espontáneos en la jaula de las ecuaciones peligrosas, que se solucionan echándoles de comer alguna singularidad esencial. Mientras tanto los espines de las partículas que vuelan en el exterior se van clavando en las ventanas, amontonándose hasta que la vista se oscurece y se acaba el día.

domingo, 9 de marzo de 2008

Plegarias mecánicas

Las plazas comerciales son como templos de adoración al automóvil. Los locales del perímetro en los que hormiguean seres humanos en sandalias quizá sólo sean un pretexto para conseguir que una infinidad de coches se congruegue en celebraciones periódicas de reposo mecánico colectivo. Las líneas blancas en el asfalto orientan a los vehículos en largas y ordenadas filas que apuntan a una desconocida meca automovilística. Los suspiros de los ventiladores de los circuitos de refrigeración y los crujidos de contracción de las estructuras metálicas ocultan conversaciones entre las máquinas, elevan al cielo sus rezos mecanicistas en los rizos de aire recalentado que refracta y distorsiona los rayos de luz en las capas que flotan sobre las cubiertas relucientes de los cerebros hipercilindrados.

Hay algo siniestro y obsceno en la desproporción de algunos coches americanos. Sus morros desmedidos son como símbolos fálicos de poder, un intento enfermizo de vencer la propia indefensión o inseguridad ante el terrorífico vacío que hay en cada uno de nosotros.

Mientras los carros de la compra se deslizan dando tumbos sobre pequeñas ruedas que se agitan frenéticamente, mientras las personas entran y salen de las puertas de cristal, sandalias y zapatillas golpeando el suelo, pisando las manchas de aceite, las manos deformando la superficie de las bolsas de papel marrón, abriendo y cerrando puertas de los coches, nubes aisladas vagan por el cielo azul, el Sol traza su arco en el cielo, los vehículos fluyen como hormigas en corrientes caóticas entre las hileras de cristal y metal, y en las gasolineras los dueños orgullosos se afanan en rendir pleitesía a sus máquinas, moviéndose en torno de ellas en sus danzas rituales de limpieza y pulido. Los troncos de las palmeras de los aparcamientos se iluminan con constelaciones de bombillas al caer el sol, y las autopistas se convierten en verdaderos ríos de luz en movimiento, corrientes que se despliegan y ramifican hasta llegar a los templos en los que los coches bendicen su destino. La suave brisa entre las hileras de los desiertos de metal aún transporta risas, llantos, palabras.

martes, 4 de marzo de 2008

Por un puñado de fotones

Los catedráticos añoran sus antiguos despachos. Echan de menos sus acostumbradas proporciones, la mugre de la moqueta que nunca se limpiaba, las estanterías a las que ellos mismos quitaban el polvo, los cristales decorados con los laberintos de tramas minerales dejados por lluvias pretéritas, la posibilidad de que la puerta se pudiera mantener abierta sin necesidad de emplear sillas de forma creativa, el interruptor de la luz.

En un alarde de modernidad, los despachos del nuevo edificio no destinados a experimentos que involucren túneles de viento no tienen interruptores. La luz eléctrica se activa exclusivamente por un sensor de movimiento, y por supuesto se desactiva al cabo de un tiempo si no se observa actividad dinámica en el despacho. Así que los sesudos catedráticos se ven obligados a hacer extraños y espasmódicos movimientos con sus extremidades cada cierto número de minutos si desean poder seguir leyendo el contenido de sus papeles. Extraño método de fomento de la actividad física en el cuerpo intelectual de la facultad... Cálculos febriles y sesudos al compás tranquilo de los relojes, empujados hacia delante por la quietud del entorno y el lento girar de las manchas de luz solar sobre los muebles y suelo, cuyo hilo lentamente desenrollado se pierde en una oscuridad repentina que es aprovechada por una brigada de signos menos erróneos largo tiempo al acecho para abalanzarse sobre los papeles o los píxeles en el momento en que la atención se desvía hacia la perpetuación de la densidad de fotones. Éxtasis de contemplación intelectual forzosamente interrumpidos con contorsiones ante el sensor de movimiento dignas de la enfermedad de Huntington. La iluminación de la mente luchando contra la pérdida de iluminación eléctrica. Me pregunto qué momento de epifanía tendrían los iluminados que diseñaron los despachos; quizá en su visión ideal del mundo los científicos deberían escribir ecuaciones a la vez que practican aerobic.

Orandum est ut sit mens sana in corpore sano....

Como solución a sus problemas con la densidad de radiación, los catedráticos proponían la invención de móviles perpetuos que mantuvieran ocupados a los sensores.

¿No será que subestimamos a las mentes preclaras que diseñaron la ampliación del edificio? Quizá todo sea un plan maquiavélico para forzar a las mentes preclaras de la Física para que vuelquen sus esfuerzos en desafiar a la Termodinámica y lograr hacer realidad la panacea de la insaciable civilización occidental. La energía sin fin conseguida por un puñado de físicos locos que sólo quieren ser capaces de leer sus propias fórmulas.