miércoles, 4 de noviembre de 2009

La parada de los monstruos

“Todas las leyes de tráfico se impondrán estrictamente”, indican en secuencias parpadeantes los diodos de los paneles luminosos provisionales que han ido apareciendo en los tramos de autopista próximos a las salidas que conducen a las carreteras de acceso a Isla Vista (léase “aila vista”), y que se repiten de nuevo en las zonas aledañas a este barrio estudiantil. Las calles circundantes empezaron a ser decoradas, en los días previos a este último fin de semana de Octubre, con vallas metálicas, en vistas, al parecer, a restringir las posibilidades de aparcamiento y los ataques directos a los apartamentos estudiantiles por parte de maléficos ejércitos enemigos. Todo tiene un inquietante aspecto carcelario, se palpa tensión en el ambiente, acrecentada por el viento que ha empezado a soplar fuerte en las mañanas, haciendo vibrar a los entramados de las vallas, cuyas sombras se agitan a trompicones sobre el pavimento de las aceras. La lentitud del proceso de vallado no ayuda a relajar la atmósfera; reina una calma inestable, precursora de algun acontecimiento ominoso y violento...

¡La llegada de los monstruos!.

Se rumorea que el fin de semana de Halloween, Isla Vista se convierte en un vórtice atractor de monstruos de todo el país, arrastrados por la fama del aquelarre playero, que traspasa las fronteras estatales. Nadie sabe muy bien de dónde vienen, pero está claro que las autoridades parecen temerlos, y de ahí la decoración carcelaria del vecindario, como en una versión siniestra, espinosa y metalizada de la Navidad.

Y así, el cuarteto español, con la curiosidad espoleada por los rumores y las leyendas sobre la fiesta sobrenatural “ailavisteña”, ha decidido explorar las calles del barrio en una de las noches de este Walpurgis americano, las mentes concibiendo imágenes febriles de calabazas ahuecadas resplandeciendo con sonsrisas malvadas en la oscuridad, calles repletas de monstruosidades deformes, con protuberancias inconcebibles, renqueantes, pálidas, sangrientas, de miembros retorcidos y narices ganchudas bajo una luna gibosa brillando maléfica en la atmósfera neblinosa.

Pero algo falla. Nuestros exploradores, que han intentado camuflarse adecuadamente para pasar desaparcibidos entre las multitudes sobrenaturales por medio de oscuros ropajes y pigmentaciones enfermizas –salvo quizá N., que decide dar algo más de complejidad a su álger ego monstruoso combinando las sombras oscuras con toques de color-- se van dando cuenta, según avanzan hacia el epicentro de la celebración, de que su camuflaje no es tal, y de que alguna enfermedad extraña afecta a los monstruos que avanzan en los alrededores, cambiando su apariencia y haciendo que nuestro cuarteto se empiece a sentir incómodamente conspicuo.

¿Qué les pasa a los monstruos? Avanzan, como nuestras quimeras inmigrantes, más o menos tambaleantes, convergiendo radialmente en oleadas hacia la principal arteria ailavisteña, la avenida “Del Playa” (sic), como una marea humana dominada por una mente colectiva de incierto pero resuelto propósito, a la que no le importa ceder en los bloqueos policiales las peligrosas armas con que las criaturas de Halloween, incluidas las advenedizas españolas, intentan acceder a D. P., pero que son arrebatadas de sus manos por los policías sin mediar grandes explicaciones, lo que causa breves momentos de perplejidad que acaban cuando la mente colectiva vuelve a apoderarse de la voluntad de los monstruos desarmados y éstos prosiguen su movimiento grupal, ya sin esas armas entre las que se encontraban ukeleles hechizantes, perniciosas escobas mágicas y espadas de plástico y madera que, pese a sus filos romos y dentados, seguramente esconden capacidades asombrosas y mortales, que la policía lleva lustros intentando descifrar sin éxito en los almacenes cada vez más repletos y apolillados -llenos de tubos fluorescentes con telarañas colgantes que apenas dan estertores entrecortados de luz- que se destinan a los objetos mágicos confiscados, la impenetrabilidad de cuyas capacidades ocultas, añadida al tamaño creciente, año tras año, de las montañas de armamento requisado, no hace sino desesperar cada vez más a los agentes de la ley, que exacerban su celo vigilante y se pasean tensos por entre la multitud sobrenatural, buscando infructuosamente indicios y pistas de los maléficos poderes secretos de las criaturas, mientras los cubos metálicos y descascarillados de los controles se van llenando de palos de madera que nadie reclamará al final de la noche...

Y mientras tanto, a las criaturas no parece importarles mucho quedarse indefensas, desprovistas de sus armas, desnudas en sentido militar. O quizá no sólo militar, pues la extraña afección que parece extenderse sobre los monstruos es una especie de lepra textil, que les hace desprenderse de más y más capas de ropa, con síntomas especialmente graves en el género femenino, y que hace que nuestro grupo de exploradores se sienta, en un devenir perverso e irónico de la noche, demasiado camuflado. La ropa de la que se desprenden los monstruos no se ve por ninguna parte, lo que hace pensar en su carácter mágico, y, en vez de dejar al descubierto infames e informes protuberancias, libera a la vista curvas de aspecto inquietantamente turgente y saludable. La mente colectiva de los monstruos que avanzan como zombies hacia núcleo de la fiesta, sorteando a los uniformados y desesperados vigilantes, entre palmeras y casas, parece incentivarlos con una sed de tejidos humanos que no son precisamente cerebrales. La inteligencia es lo de menos.

Es momento de “game over” para nuestros académicos y afeados antihéroes. Ellos son los verdaderos monstruos. Ha sido un craso error el pintarse la cara: nunca podrán mezclarse con la clase bella de la parada monstruosa y participar en los extraños ritos que la mente empieza a concebir, adaptándose a las nuevas circunstancias, en sustitución de las repugnantes orgías interespecíficas entre vampiros y hombres lobo que componían su imaginario de Halloween previo a esta noche desafortunada. Es posible que haya orgías de otro tipo, pero siempre detrás de los muros de esas casas que no se pueden traspasar al carecer de la clave secreta de entrada. Ni siquiera un salvadoreño deseoso de aprobar su asignatura de Catalán, que surge de la nada con un pañuelo de San Fermín y una camiseta con motivos toriles –sí, lleva camiseta, pero no se ha pintado la cara-- consigue garantizar el acceso a la terra monstrualis incognita. Los monstruos siguen paseando sus encantos por las aceras, entre los policías, saliendo de las alcantarillas, subiéndose a los tejados, colegialas en microfalda, animadoras en ropa interior, marineros descamisados, falsas prostitutas, botes de cerveza andantes, mariachis nórdicos, evas, adanes, picapiedras, ligones picando piedra, batmans, catwomans, raperos y raperas, angelitas aladas y etéreamente desvestidas, policías disfrazados de policías, bailarinas hawaianas, chicas playboy, enfermeras cachondas, vigilantas de la playa, piratas, Robin Hoods, obispos, papas, policías disfrazados de gente normal, gladiadores, césares, todos, una vez en el meollo de D.P., comerciando con la mirada, entrecruzándose y viéndose, sus sombras fundiéndose en patrones confusos, porque por una vez aquí está permitido mirar a los transeúntes sin tapujos, no como en la vida fuera del control policial, mientras las luces electrizan las pieles y arrancan destellos en los ojos que se encuentran.

Brillan y zumban las farolas de sodio. Brillan los brebajes espirituosos por su ausencia, al menos en la calle, salvo en los pliegues de los ropajes de alguno de los monstruos de la clase baja-vestida (alguna ventaja han de tener los perdedores). Se acerca la hora de Cenicienta, y la policía decidirá pronto dispersar el aquelarre, para ver si, dado que las armas confiscadas siguen sin proporcionar los secretos bélicos de los monstruos, algún zapato perdido de alguna damisela apresurada contiene pistas sobre el elixir de la eterna juventud. Un físico belga toca su ukelele, por poco no confiscado, bajo el dosel de luz de una farola, y quizá canta sobre las libertades, sea lo que sea eso.

martes, 13 de octubre de 2009

Su Roquedad

En carreteras sinuosas y olvidadas que hienden la roca. En rincones perdidos, rombos amarillos recortados sobre el fondo de piedra, señales escondiendo un significado oculto.
“Falling rock”.
Roca cayendo. Roca cayente. Caída de roca.
Que no “rocas”. El singular esconde interpretaciones místicas. La roca es única; la roca cae. Todos somos roca, todo es roca, todo cae, precipitándose sin remedio en las geodésicas del Universo, en los valles inmensos de América por entre sus horizontes en huida perpetua, en las corrientes de la Historia. Todos caemos en los abismos del tiempo, que avanza inexorable, bajo la atenta mirada de la Roca, la Roca Madre, cuya sombra cae sobre el paisaje, alargándose y tanteando con sus tentáculos en los crepúsculos sangrientos, encogiéndose sobre sí misma en las mañanas íntimas, o paralizada y expectante, llena de tensión, en los mediodías cegadores y temblorosos, sobre las refracciones oníricas del suelo, fundiéndose con las sombras de las nubes viajeras para volver a desprenderse de ellas en un desgarro elástico e irreversible.

Algunas señales muestran, por medio de manchas negras sobre el fondo amarillo, a pequeñas amebas de roca desprendiéndose de la inescrutable Roca matriz, una clara metáfora de la dualidad rocosa de unidad y multiplicidad simultáneas: la Roca es única, pero a su vez diversa. Quizá las señales de “Falling rock” alertan del regreso inexorable de Su Roquedad. O bien, pudiera ser que si uno traza la distribución de señales en un mapa, encontrará el código secreto que delata la localización de los centros de reunión de la Hermandad de la Roca.

Porque una vez que se percibe el misterio de la Roca cayente, la mente se ilumina con la evidencia de la ubiquidad de Su Roquedad. Es inquietante percibir hasta dónde llegan los hilos movidos por la Roca...Ahí está el rock and roll, quizá nada menos que una colección de mantras hacia La Roca que han conseguido dominar la música actual; también está el arte del Barroco –lo que demuestra la ancianidad de S. R.-- por no hablar de Little Rock y Red Rock en Arizona, Rocky y sus puños pétreos, Alcatraz, Gibraltar, Rockdale en Texas, las señales con “RR” en los cruces de vías, que claramente aluden a la “Rolling Rock”, siempre en movimiento y reinvención. La Roca se ha colado en el lenguaje coloquial, hasta el punto que “it rocks, you rock” se usa para ensalzar lo extraordinario. Es más, puede intuirse una inquietante vertiente política en palabras como “enroque” o “derrocar”, que inducen a pensar que la Roca puede ser un poderoso instrumento de poder político –de ahí el secretismo que le rodea-- o incluso económico: recordemos a Rockefeller. Y seguramente existen un sinfín de ejemplos adicionales más o menos rocambolescos...

Y sí, la Tierra es poco más que un trozo de roca cayendo en el espacio, diluido sobre un fondo inacabable de estrellas, galaxias y otras luciérnagas del vacío, y sus habitantes caemos con ella. Quizá el mensaje de la Roca es el de la inmensidad de la perspectiva cósmica frente a los ínfimos horizontes humanos. Puede ser que nos quiera hablar de ciclos eternos y a su vez cambiantes, como las órbitas repitiéndose a sí mismas pero a su vez renovándose con sus minúsculas precesiones, como la vida buscando su perpetuación pero evolucionando a lo largo de los siglos, como el canto rodado en constante deambular pero reinventando imperceptiblemente su forma en cada roce con sus compañeros de viaje, como la propia repetición de las señales de “Falling Rock” en las curvas reiterantes de una carretera de montaña que, pese a su aliteración de paisajes, avanza hacia algún destino.

Existe otra posible interpretación del mensaje de Su Roquedad, que parte del hecho de que las señales de “Falling Rock” aparezcan preferiblemente en parajes aislados de la civilización: la reivindicación de la integración del hombre con la Naturaleza. El hombre ha abandonado a la Roca para irse a vivir a desiertos de roquedad triturada y pulverizada, descontextualizada. Y así, desde este punto de vista, la roca cae, directa hacia nuestros corazones endurecidos, para ablandarlos y exprimir el jugo de lo humano y verterlo sobre este mundo deshumanizado.

(Dedicado a Karin, compañera de aventuras rocosas)

miércoles, 7 de octubre de 2009

La ciencia española no necesita tijeras

Como científico postdoctoral español en el extranjero con una beca MICINN-Fulbright financiada por el Ministerio de Ciencia y Tecnología, agradezco la oportunidad extraordinaria que se me ha brindado para llevar a cabo investigación en una universidad puntera. Mi estancia en este centro está teniendo y tendrá un impacto enorme en mi formación científica.

Desgraciadamente, muchos científicos españoles en formación dejarán de tener las mismas oportunidades si se hace efectivo el recorte del 15% de gastos no financieros en investigación --becas, contratos para no funcionarios y proyectos de investigación-- que el Gobierno español propone para los presupuestos de 2010.

Este recorte llega cuando el gobierno ha mantenido desde su programa electoral de 2004 que la investigación iba a ser uno de los pilares de su política. De hecho, las inversiones en investigación subieron sustancialmente en las pasadas dos legislaturas. En la actualidad estamos ciertamente en tiempos difíciles de crisis económica, pero la reducción dramática propuesta en gastos de investigación es un disparate cuando la salida del bache económico pasa por invertir en futuro y reconvertir la economía fomentando la investigación y el desarrollo.

Esta entrada de blog llega como consecuencia de la iniciativa comenzada en este blog, que ha dado lugar esta página web. Se han escrito incontables líneas en una creciente multitud de blogs protestando por las medidas que pretende aprobar el gobierno, dando un sinfín de razones y números. En este mar de razones y números, poco puedo aportar, así que intentaré esbozar una visión personal sobre el pobre estado de las ayudas a investigadores en España y el desprestigio que esto causa en la imagen del país a nivel internacional basada en mis propias experiencias con respecto a las becas MICINN-Fulbright.

Pedí mi beca en la convocatoria de 2008, que se hizo pública en Marzo de ese año. La convocatoria de estas becas solía ser bianual, pero ya en 2007 no hubo ninguna convocatoria, hecho que parece que quedó olvidado en el silencio. Las bases de la única convocatoria de 2008 estipulaban que las estancias de investigación podían dar comienzo en Septiembre de 2008; yo mismo solicité comenzar en Octubre. El proceso de solicitud exigía contactar con una universidad extranjera, que debía elaborar una carta de aceptación-invitación con las fechas estipuladas. Llegaba Octubre y no había resolución, y muchos nos vimos obligados a escribir mensajes a científicos mundialmente reconocidos comentando que lo sentíamos, pero que aún no sabíamos si nos habían concedido la beca, aunque la estancia debería empezar ya mismo, y que no sabíamos a ciencia cierta cuándo podríamos incorporarnos, de hecho no sabíamos ni siquiera si íbamos a ser agraciados con la beca. Y estamos hablando de centros de prestigio internacional que muchas veces tienen problemas de espacio para alojar a todos los científicos que desean acudir a ellos, con lo que para su planificación de la distribución de espacios es importante ser preciso con las fechas. Y según pasaba el tiempo teníamos que mandar más mensajes diciendo que todavía no, que no sabíamos nada; creo que no es necesario comentar la impresión que esto debía causar en las universidades de destino. No me extrañaría que muchos científicos de renombre se lo pensaran dos veces si en el futuro reciben solicitudes por parte de investigadores españoles que quieren solicitar una beca MICINN-Fulbright.

De todas maneras, no parece que esta situación vaya a darse próximamente: no ha habido más becas desde entonces, y parece ser que no habrá por un tiempo. Esto contrasta con las promesas que muchos vimos hacer en persona a un funcionario del Ministerio, cuando, una vez publicada la resolución de las becas –el 21 de Noviembre, dos meses después de la fecha estipulada para que las estancias pudieran empezar-- en una reunión de aspirantes al programa Fulbright, intentó convencernos de que el retraso en las becas era simplemente debido a una cuestión técnica sobre las partidas presupuestarias, pero que en 2009 se volvería a la normalidad, y, es más, habría dos convocatorias, y la primera saldría sin ninguna duda en el primer trimestre.

Estamos en Octubre. No ha habido ninguna convocatoria de becas postdoctarles hasta el momento.

Durante mi espera para la resolución de la beca, estuve en el paro. No fueron tiempos fáciles, con toda la incertidumbre sobre si, en primer lugar, tendría la beca, y, en segundo lugar, cúando podría incorporarme. Aposté por esperar a la beca, y tuve suerte. Mucha gente que haya apostado por las becas de 2009 estará en una situación bastante desesperada, y muchos jóvenes con talento dejarán la carrera investigadora por falta de incentivos y expectativas de futuro.

Cada año se crean nuevas generaciones de potenciales jóvenes investigadores. Son gente idealista, con ideas y capacidad de traer innovación al país, pero la indiferencia con la que se trata a la investigación en España, la escasez de perspectivas, de ayudas, contratos y becas, hará que muchos decidan abandonar la investigación o irse a otra parte. Al gobierno no parece importarle diezmar a un par de generaciones de científicos. No parece darse cuenta de que los recortes en investigación son también recortes de futuro.

lunes, 7 de septiembre de 2009

V.

V. Helfridge desprende un aura de anticarisma que, según parece, hizo que una “l” saliera despavorida de su apellido, librándolo de resonancias infernales pero no de esos ecos heladores que también acompañan a la mera presencia de V., mensajeros de un trozo de invierno que se perdió en una de sus excursiones por el globo terráqueo para quedar condenado por siempre a girar en un torbellino en torno a la señora Helfridge, eterno suspiro helicoidal, incapaz de reunirse de nuevo con las corrientes antárticas con las que compartió tantas aventuras climatológicas de juventud.

V. no se percata del amplio radio de acción de su presencia de hielo, que causa escalofríos a los que esperan en el interior de sus coches, con la ventanilla bajada y el cinturón de seguridad abrochado, a que la examinadora del Departamento de Vehículos Motorizados de California ocupe cada vez una porción mayor del espejo retrovisor, “los objetos en el espejo están más cerca de lo que aparentan”, hasta que la piel rosácea del rostro desaparece del campo de visión, que se llena con el azul insípido de la chaqueta oficial del DMV --la cremallera sin abrochar, dejando a la vista una blusa florida de tonos rojos chillones-- y entonces efectivamente V. está más cerca de lo que aparenta, lo cual es altamente inquietante, pues indica que la persona que se aproxima a la ventanilla y que causa un escalofrío involuntario ha de ser la examinadora, que no parece ser precisamente la persona más amistosa del mundo dada la forma forzada y defensiva en que se contraen las comisuras de sus labios, que se aprietan uno contra otro convirtiéndose en una fina línea que dibuja la frontera entre la afabilidad y todo lo contrario, V. quedando siempre de este último lado e introduciéndose robóticamente con una colección de frases memorizada muchos años atrás en los cursos de preparación para empleados del DMV, frases que no hacen sino reforzar la impresión deshumanizada y fría del aura de hielo que anunció la llegada de V., pronunciadas con una voz chiclosa y desganada, con leves estridencias moderadas por un tedio que no intenta ser ocultado, buenos días, (pausa chiclosa), voy a ser tu examinadora –las últimas sílabas alargándose más de lo necesario– estoy aquí para evaluar tu capacidad de conducir con habilidad y seguridad, respetando las leyes de este país, (pausa chiclosa, escrutinio indirecto del aspecto de la víctima examinatoria), comenzaré por inspeccionar el funcionamiento de las luces de freno y los intermitentes, por favor presiona el freno....

A lo largo de los inacabables minutos de un examen de conducir con Ms. Helfridge, los extranjeros pueden comprobar cómo a V. le gusta mencionar a “este país”, en el que hay que respetar las leyes y conducir con seguridad y habilidad. Si el extranjero en cuestión es suficientemente despistado y de alguna manera logra olvidarse de que está en medio de un examen práctico de conducir, podrá escuchar a V. espetando –con el tono tedioso algo regado con toques triunfalistas, un inesperado destello de emoción en la aridez comunicativa Helfridgística-- que “en este país realmente hay que parar ante una señal de stop”. (Hmm ¿Acaso había una señal de stop?).

A V. le gusta el aire acondicionado, pero por supuesto nunca lo admitirá si la víctima examinatoria pregunta por sus preferencias, “¿Prefiere el aire acondicionado o la ventanilla abierta?”, “Es igual, lo que mejor te venga”, lo que inicia un diálogo interior de “no sé qué quiere esta señora, pero claramente el curso de acción inmediato es crucial para producir una disposición inicial positiva”, tras lo cual, recordando el aspecto sofocado y bamboleante de la imagen especular de Ms. Hilfridge haciéndose más y más grande en el espejo retrovisor mientras el misterioso escalofrío se paseaba por la médula espinal, uno decide activar el aire acondicionado y cerrar las ventanillas, lo que parece ser recibido con una relajación de las comisuras de los labios de V., que sin embargo se pone a trastear con una de las salidas de aire en el salpicadero, “¿le molesta? Si quiere puedo apagarlo”, “no, no, de hecho estaba intentando dirigirlo más directamente hacia mí”. Suspiro interior de alivio.

En el interior de las oficinas del DMV, V. es una presencia deslocalizada, y su persona, tras la barrera de los mostradores, parece condensarse en la visera de vuelo exagerado, de rayas blancas y verdes, algunos cabellos esparcidos en su parte superior, que le acompaña en todo momento, incluso en sus aproximaciones depredatorias a los coches de las presas examinatorias o en el interior de los mismos. En la oficina, la visera sobre los ojos retocados con algo de maquillaje azul a juego con la chaqueta de azul improbable del DMV y en contraste significativo con los toques rosáceos de los coloretes en las generosas mejillas y la blusa chillona, puede verse tanto en la ventanilla de información-recepción como en las de tramitación de papeleo y exámenes o en los espacios indefinidos que hay dentro de la zona particionada de la ciudadela defendida por los mostradores. V. en el mostrador de información es la fría personificación de la eficiencia pausada, parca en palabras y sonrisas, que redirige el tráfico DMVístico de personas con mano de hierro. V. en otro mostrador murmurará por lo bajo que no tiene tiempo, ese día precisamente no tiene tiempo para hacer todo el trabajo que otras personas deberían hacer pero que parecen ser incapaces de llevar a cabo y que en su ineptitud tienen que preguntar a V., que en el fondo se siente secreta y orgullosamente indispensable, mientras sigue murmurando acerca de las supuestamente incapaces empleadas, con ellas como testigos mudos en las cercanías intercambiando miradas de cómplice resignación. Todo esto en medio de las diversas mesas con ordenadores que parecen hacer de las suyas a menudo --hasta que viene V. a calmarlos y darles caramelos de hielo-- mientras la pared del fondo ha sido extrañamente decorada con una cinta colorida pegada en horizontal, con algunos tramos desviados para enmarcar el vano de una puerta, hecha a base de una foto de bebé repetida y que presumiblemente contiene mensajes tiernos y concienciatorios y solidarios acerca de una campaña en favor de seres humanos muy muy pequeños y que quién sabe si arrancará algún tipo de sentimientos secretos a V., que quizá oculta una tormenta de instinto maternal reprimido deseoso de derramarse sobre el mundo.

Pero desde luego este instinto maternal oculto, de existir, no se derrama sobre las víctimas examinatorias. Finalizada la prueba, V. se sale del coche sin despedirse. Es más, cuando todavía está en el interior del coche dando los últimos retoques a su informe examinatorio, V. nunca dirá claramente si se trata de un aprobado o un suspenso o de ambas cosas a la vez; para ella es algo que parece ser autoevidente, pero seres inferiores como servidor se ven obligados a preguntar. Y a V. no le gusta que le pregunten; ha nacido para ser escuchada.

Parece ser que, al menos para candidatos extranjeros, el contaje del número de veces que V. repite “en este país” en un examen puede ser un buen indicador de la nota en el examen, con cero correspondiendo a la perfección de habilidad y seguridad en la conducción en este país. También ayuda intentar leer la letra pequeña del informe que V. rellena en el coche, pues en la esquina superior derecha se puede ver “apto” o “no apto”, pero esto requiere conocimientos previos avanzados. Y oh del que intente dialogar mostranto interés en aprender las reglas inquiriendo sobre situaciones de interpretación sutil mientras V. dibuja un diagrama en la hoja de su informe intentando explicar una norma para conducir con seguridad en este país --norma que de todas maneras ya se conoce porque uno es teórico y realmente se estudió el manual de conducción de este estado, con prólogo y firma de Terminator a.k.a gobernador de California, y pasó el test escrito sin ningún problema, pero de saber las normas a aplicarlas hay una gran distancia que V. no parece comprender-- pues oh del que intente mostrar interés en un diálogo socrático con V. sobre las normas, pues recibirá una mirada iracunda y será interrumpido en la tercera sílaba con un “deja de hablar, no sabes escuchar, todo está en el Libro”, la mayúscula en “Libro” claramente percibible en la pronunciación y tras la solemnidad de las frases en él contenidas que permean literalmente el discurso de V., lleno de habilidad y seguridad, libro que por cierto tiene un prólogo firmado por un actor que en las películas se dedica a predicar el ejemplo de conducción con seguridad y habilidad en este país destrozando, al parecer intencionadamente, decenas de automóviles y mobiliario urbano y atentando contra la seguridad de los peatones inocentes, sin que parezca sentir ningún tipo de arrepentimiento, es más, de alguna manera disfrutando con una sonrisa psicótica de ser el ojo de un huracán de caos y violencia sin que las leyes que representa fuera de la pantalla le afecten, espetando encima un arrogante “volveré”.


Pero lo que resulta verdaderamente terrible es esperar en el interior del coche a ser examinado y tener la paralizadora experiencia de sentir un escalofrío ya familiar recorrer la espalda, acompañado de vagas sensaciones de “déjà vu” que poco a poco cristalizan en pánico, que se confirma al mirar el espejo retrovisor y ver la visera de V. seguida de la propia V. en su azul imposible agrandándose en el espejo retrovisor por segunda vez --no puede ser, tiene que ser una pesadilla, qué horripilante conjunción de astros tiene lugar en esta infausta mañana, y V. se acerca y se acerca bamboleante, la visera cada vez más grande y más afilada y los ojos se elevan al techo del interior del coche con la ventanilla bajada, para evitar ver la mancha azul ocupando cada vez una mayor superficie especular, los objetos en el espejo están más cerca de lo que uno desearía, “buenos días, (pausa chiclosa), voy a ser tu examinadora, voy a ser tu examinadora, voy a ser tu examinadora...........”

domingo, 9 de agosto de 2009

Gran Cañón


El borde del Gran Cañón es el fin de la Lógica, en el que toda medida se diluye precipitándose al abismo, las Matemáticas se rinden a la fuerza creadora del vacío y las manos desgarran el pecho agrietándolo en gargantas por las que sangra el paisaje inmenso, heridas y pupilas abiertas en pleno, entregadas a la brisa de renovación. La luz reinventa las formas en cada instante, las sombras definiendo el espacio a través de la nada, y los colores nacen ingrávidos en las madrugadas etéreas, azules, algodonosas, para inflamarse ardientes en los mediodías y morir consumidos por las llamas de sus propias pasiones crepusculares. Y a través de los siglos, los abismos pensantes se estratifican en distintos niveles de conciencia, entrando en las mentes insignificantes de los observadores que pululan asomados a las grandiosas bóvedas invertidas, catedrales de gravedad que cubren el cielo, y las conciencias de las sombras hormigueantes –píxeles accidentalmente oscurecidos en el mar de luz y aire y fosas de roca– sobrepasadas de grandeza, buceando en el azul, se miran a sí mismas, estratificándose e intentando indagar y buscar ese fondo que es negado a la vista por los giros caprichosos del Colorado.

lunes, 22 de junio de 2009

Seguridad Social

Lámparas de neón, zumbidos de ventilación, una mesa junto a la puerta con unas pantallas táctiles en las que se ha de solicitar turno, otra mesa más allá destinada al uso de un guardia de seguridad que está ausente, varias filas de asientos enfrentados, soldados a estructuras fijas de metal, sobre un suelo bastante reluciente y creo recordar que con ciertos toques marmóreos, en el clásico estilo de consulta de hospital público estándar y olvidable, pero no se trata de un hospital público, que por cierto es una combinación de palabras que en este país es antitética, sino que nada más y nada menos que la oficina de la seguridad social de Santa Bárbara, en donde las casualidades del destino reúnen a personajes variopintos procedentes de las orillas remotas de la sociedad.

Ahí está la pareja de hombres maduros con relucientes ropajes blancos, sanas sonrisas y viseras translúcidas teñidas de verde, los pantalones encojidos tras muchos lavados enseñando parte de la piel venosa de los tobillos enfundados en calcetines blancos, la estudiante asiática aplicada estudiando un libro de texto, su rostro y el del libro dedicados en exclusiva el uno al otro, protejidos del exterior por una melena de pelo tan liso que parece pulido, el hombretón de mediana edad, líneas robustas como trazadas con un grueso lápiz de carboncillo y ropaje informal que habla demasiado alto en uno de los mostradores, otro hombre mayor de modales exquisitos y que recuerda levemente a Michael Caine, que se dedica a hablar en un más que correcto español con una mejicana cansada de la espera y, tras un leve paseo estirando unas piernas también enfundadas en pantalones algo encojidos -resultará que es algo cultural y no debido a una conspiración de las lavadoras de los 70 para lavar a más temperatura de la indicada en los mandos- con el guardia de ascendencia mejicana que por fin ha aparecido y ha ocupado su puesto en la mesa, el tal doble de Michael Caine sin acabar de dar la impresión de que su presencia en la sala responda a un objetivo concreto, y que es observado por un físico despeinado, de frente y nariz contundentes y apariencia entre frágil y replegada y robusta, que podría visitar una peluquería y acordarse de usar crema solar, pues si bien es español eso no parece ser suficiente como para hacerle inmune al sol californiano, lo que quizá tenga relación con su complexión pálida y rubiocastaña que hace que nadie en la sala imagine que es español, físico que por cierto creo recordar que también lleva calcetines blancos, y cuya mirada escrutinadora, que le delata como Espectador, se desvía hacia el nuevo habitante del ecosistema oficinil, un jubilado enfundado en un anorak verde algo iridiscente que deja entrever una camisa de botones roja, sobre la que una gorra de béisbol con la inscripción “trongworld cycling” enmarca un rostro afable con unas enormes gafas, la piel de los mofletes doblándose sobre sí misma y el labio superior perdiéndose bajo una nariz bien redondeada, como lo son los dedos de las manos que aferran papeles y revistas varias que no se sabe si estaban en la sala o han venido del exterior, el hombre que se sienta y murmura alguna frase o más bien cree murmurar para sí cuando en realidad enuncia con gran claridad y amplitud sonora, y abre alguna revista, y al ver avanzar los números de turno en la pantalla se acuerda de su papel con el número impreso pero no se acuerda de dónde lo tiene, y remueve sus revistas y papeles y busca en sus bolsillos y se levanta de nuevo hacia la mesa de las pantallas táctiles pero su vale no aparece por ninguna parte y vuelve a sentarse murmurando para sí mismo y para el resto de la sala y sigue rebuscando y se da por vencido y retoma la lectura de una revista, rompiendo el silencio de este templo de espera con repentinas e inesperadas y atronadoras carcajadas, la montura de las gafas brillando bajo el neón.

Y por supuesto, en la pared que hace esquina con la que sirve de fondo a la mesa del guarda, están las ventanillas hacia el Otro Lado. Para enmarcar como se merece la conexión con tan ilustre y misterioso lugar, la pared está pintada de un fuerte tono granate, y ha sido dotada de una interesante textura por medio de surcos verticales que quizá imiten a vetas de madera. La pared se interrumpe por contraventanas correderas que se abren y cierran a intervalos cuya lógica escapa a los pobres mortales de la sala de espera, que contemplan perplejos cómo las compuertas ocultan o dejan ver sucesivamente la claridad diáfana del Otro Lado tras la figura del correspondiente funcionario que suele aparecer cada vez que se abre una de las ventanillas, en lo que parece un juego de entretenimiento de un mago con un sentido del humor perverso que en lugar de hacer prestidigitaciones con vasos invertidos y canicas, ¿dónde está la canica? ¡tacháaan!, se dedica a plantear a los sufridores del Lado de Aquí el truco de “¿dónde está el funcionario? ¡tacháaaan!”, mientras las compuertas se abren y cierran y nunca se tiene la calma suficiente para saber qué hay detrás, pues una vez que una de las ventanas abiertas está dedicada al Turno propio y uno se acerca e intenta dirigir la mirada a las profundidades del Otro Lado, no puede concentrarse dado que la atención se desvía al alféizar de imitación de mármol, de resolución algo pobre, pero sobre todo debido al hecho de que, una vez que las manos se apoyan en el alféizar y la mirada se dirige al frente, uno no puede evitar ser hipnotizado por las líneas de fuga de las guías que sostienen las placas porosas que esconden las vísceras cableadas del techo del Otro Lado, y por cómo estas líneas se pierden apresuradamente en un infinito oculto por una pared de media altura, convergiendo teatralmente en la cabeza de la funcionaria de pelo rizado, moreno, piel saludable como la de una maja española de Romero de Torres, las manos elegantemente extendidas hacia el teclado, todo el conjunto enmarcado por el granate en el que se abre esta ventana, y entonces es como si se estuviera viendo un cuadro, como si lo que se tuviera enfrente, separado por un cristal etéreo e invisible, perteneciera a otro mundo, y esta iluminación hace que se abandone toda esperanza de poder entender lo que hay en el Otro Lado, pues es demasiado ajeno e irreal, y de alguna manera da miedo o vértigo imaginar qué hay tras la pared de media altura que bloquea toda visión del misterioso universo burocrático, que parece extenderse hacia profundidades inalcanzables bajo la cuadrícula en fuga del techo; y sin embargo, si uno persevera y se sobrepone al terror de lo desconocido y de algún modo tiene un sentimiento de certeza de que detŕas no debe de haber más que una corte ajetreada de oficinistas dedicados a participar en rituales extraños pero de alguna manera entendibles, de papeleos malabarísticos e imposibles, manejando las poleas que abren y cierran las ventanas corredizas siguiendo un algoritmo inalcanzable para el pobre habitante de la sala de espera pero que sería comprensible si de algún modo uno pudiera cruzar el cristal invisible y reunirse con la maja de Romero de Torres para desentrañar los misterios del Otro Lado, entonces uno se viene abajo y se da cuenta de que no, de que tal pensamiento era una quimera, cuando se nace en el Lado de Aquí nunca se puede cruzar, muchos gastaron vidas en intentarlo y se escribieron novelas desoladas y terroríficas sobre ellos, y finalmente uno se acobarda y se conforma con las sombras platónicas, y lo único que puede percibir de las entrañas burocráticas es un profundo y ominoso rugido de fondo, distante y cercano a la vez, que pudiera ser el aire acondicionado o la causa inenarrable de la profunda e imperfectamente disimulada inquietud que brilla en las esquinas de los ojos de la maja rizada de Romero de Torres, que se esfuerza sin embargo por parecer medianamente normal y hastiada y eficiente, cuando quizá ella misma esté aterrorizada ante la posibilidad acechante e inminente del cierre de su ventana corrediza, pues ella en el fondo tampoco entiende su propio mundo, y tiene pánico de que la ventana se cierre antes de que pueda entender por lo menos qué es lo que pasa enfrente y qué es lo que lleva a sus habitantes a entrar y salir por esa puerta del Otro Otro Lado y a presionar extrañas pantallas y recojer tickets numerados y sentarse y levantarse y mirar, mirar fijamente hacia los que están en su flanco de las ventanillas, como dando a entender con arrogancia que saben algo que la maja rizada desconoce y nunca le contarán, ¡nunca!, y que para desviar su atención y evitar que tenga tiempo para pensar continuarán para siempre arrojando compulsivamente papeles y solicitudes a su otrora pacífico universo.

domingo, 7 de junio de 2009

Santa Ynez






Las raíces de la montaña y las estelas de los aviones desgarran el cielo, que vierte en gotas su velo azul sobre la alerta petrificada del paisaje, sediento de luz y color en la calma zumbante del ardor primaveral, los laberintos agrietados de ceniza y muerte pulsantes con el deseo irrefrenable de la reinvención.

Tiza


lunes, 25 de mayo de 2009

Albertsons

Una tarde de Domingo, mientras el sol muere en alguna parte del Oeste oculta a nuestras miradas confinadas en el interior del edificio, Mochila y yo paseamos empujando un carrito de la compra, uno de los que aún no ha despertado de su letargo de servidumbre al consumismo y aún no se dedica como sus coespecímenes de la Hermandad a salvar a California de la degradación y dejadez.

Pensándolo bien, pudiera ser que todas estas apariencias mencionadas en el párrafo anterior fueran falsas: de hecho, en la nave inundada de luz blanca mercurial, inamovible, podría pensarse que es cualquier hora del día. Las sombras de las personas, los carritos, las latas de conservas, no parecen moverse en semicírculos, ni estirarse ni encojerse. Las estrellas incandescentes del cielo de acero no giran en torno de un eje polar. La música de fondo parece repetirse constantemente en un eterno retorno a lo idéntico. ¿Acaso deja de fluir el tiempo en los supermercados, en algún momento (o ausencia del mismo) entre la entrada y la salida? ¿Qué nos garantiza que el mundo que dejamos al adentrarnos por las puertas corredizas es el mismo que retomamos al salir? ¿Son los supermercados portales hacia nuevos y excitantes mundos, ansiosos de ser descubiertos?

Por otra parte, regresando a las falsas apariencias, los designios de los carritos de la Hermandad son inescrutables, y bien pudiera ser que el carrito que creo empujar, mansamente entregado a mis antojos direccionales, esté en realidad tirando de mí -yo dejándome llevar mansamente en mi ilusión de libre albedrío- porque juzgue que soy una más de las almas perdidas necesitadas de apoyo en los laberintos del consumo californiano.

En cualquier caso, Mochila, carro y servidor paseamos entre las hileras de estantes policromáticos del afamado supermercado que veta mi pasaporte como documento que acredite mi aptitud para comprar bebidas alcohólicas de cualquier tipo. Pero hoy nuestras necesidades alimenticias son más básicas, y así una esquina del carrito se va ocupando con artículos alimenticios no alcohólicos bajo la supervisión de Mochila, que tiene que vigilar el volumen que ocupan e ir haciendo cálculos mentales de optimización para ver si será capaz de transportarlos todos. Es mejor no molestar mucho a Mochila mientras hace estos cálculos; al fin y al cabo me está ahorrando trabajo, y calcula mentalmente mucho más rápido que yo.

En el mundo de afuera -si es que de verdad existe un mundo afuera- espera Bicicleta; ingenuamente la imaginamos en medio de la oscuridad creciente que se va electrizando y humedeciendo de niebla, encadenada a un soporte metálico ondulante. Por cierto que no me siento particularmente bien al encadenar a Bicicleta, y si intento explicárselo entro en bucles que no me llegan a ninguna parte. Es más, la aparente humanización de Bicicleta en este texto junto con mi tendencia a encadenarla me hace preocuparme un poco por mis posibles tendencias sociopáticas.

Pero volviendo al supermercado, Mochila dice que cree que el volumen de los artículos ha llegado al límite de su capacidad. Así que nos dirijimos hacia las cajas. Hay cajas gestionadas por personas y cajas automáticas gestionadas por una misteriosa inteligencia artificial supermercantil (IAS). Una estimación de la longitud de las colas cotejada con el número de cajas al final de cada cola parece dar una ventaja de 4:1 a las cajas automáticas, así que hacia ellas vamos complacientes con nuestra supuesta eficiencia.

Ilusos.

Llegado el turno ante la caja, procedo a escanear los artículos en el lector láser de código de barras y depositarlos en la esquina opuesta del carrito en vistas a introducirlos después en Mochila.

Primer artículo escaneado. Lo deposito de vuelta en el carrito. La inteligencia artificial supermercantil responde con un mensaje:
“¿No quiere embolsar el artículo?”
Descolocado por la quietud interrumpida por esta respuesta tan inesperada, como decía Poe cuando el cuervo le decía “nunca más”, uso la pantalla táctil para responder “no” (desafortunadamente no hay una opción que diga “nunca más”). Tras esto parece que puedo continuar escaneando artículos, y lo primero que hago es colocar a Mochila en la plataforma metálica que hay a la derecha del lector de códigos de barras, sobre la que sobresalen algunos raíles de metal de los que cuelgan bolsas de plástico. Entonces IAS rompe la quietud espetando un
“Detectado objeto extraño en la zona de empaquetamiento”.
Giro la cabeza en varias direcciones con expresión entre la sorpresa, el despiste y esa típica media sonrisa con que recibo las situaciones absurdas y que debe de ser bien conocida en alguna gasolinera cercana a mi casa en la que las mangueras se caen a mi paso. Pero con IAS todavía estimulando mi bueno humor, procedo a seguir navegando por el mapa de flujos táctiles de la pantalla. Así que encuentro una opción que dice
“No, estoy usando mi propia bolsa”.
Algo que la aparentemente omnisciente IAS podría haber deducido por ella misma, digo yo.
Siguiente objeto escaneado y depositado en el carro.
“¿No quiere embolsar el artículo?”
“No, estoy usando mi propia bolsa”. ¿¿¿Es que no se entiende que no quiera usar bolsas de plástico??? Siguiente artículo escaneado, lo que lleva su tiempo porque IAS parece tener problemas en procesar la respuesta referente al uso de bolsas propias.
“¿No quiere embolsar el artículo?”
“No, estoy usando mi propia bolsa”.
Momentos de espera, algún circuito de IAS probablemente humeando; siguiente artículo.
“¿No quiere embolsar el artículo”
“No, estoy usando mi propia bolsa”.
“Espere, necesita autorización de un empleado para poder continuar”.
De nuevo giro la cabeza de un lado a otro, sonriendo resignadamente para mis adentros. Las miradas de las personas que esperan detrás de mí no son todo lo amistosas o mejor dicho indiferentes que me gustaría. No debe de parecerles muy ortodoxo que devuelva al carrito los objetos escaneados. IAS está bloqueado. No hay ningún empleado en las cercanías de las terminales. Pasa el tiempo. La ventaja de 4:1 de las cajas robóticas es ya un espejismo, la gente que se colocó en las filas de los cajeros humanos a la vez que yo en la de los mecanizados, mientras yo les miraba con ínfulas subconscientes de superioridad, está llegando a las cintas transportadoras, con sus testigos de “cliente siguiente” y los estantes cercanos llenos de dulces y revistas con actrices en biquini o gente aparentemente famosa aparentemente desgraciada y titulares improbables, y quienes vieron mis ínfulas invisibles me hacen cortes de manga imaginarios, mientras una vez más se repite la misma música de fondo y la sombra de un cuervo se proyecta flotando sobre el suelo, de donde no se levantará, ¡nunca más!, y aparece un empleado, me ve por el rabillo del ojo, me hace un gesto que no entiendo, pero IAS parpadea y puedo volver a escanear artículos.
“¿No quiere embolsar el artículo”?
“No, estoy usando mi propia bolsa”.
“Detectado objeto extraño en la zona de empaquetamiento”.
Mochila y yo nos miramos con gestos suspirantes.
“No, estoy usando mi propia bolsa”.
“¿No quiere embolsar el artículo”?
“No, estoy usando mi propia bolsa”.
“Espere, necesita autorización de un empleado para poder continuar”.
¿No sonaba antes la misma música?-pienso para mis adentros.

“¿Qué pasa, te crees un ordenador muy listo? ¿Tienes algo en contra de las personas que no quieren usar bolsas de plástico? Apuesto a que ni siquiera tienes un procesador de última generación.”
“¿Acaso tú puedes calcular 100000 decimales de Pi en menos de un segundo?”
“¿Acaso tú pasarías un test de Turing?”
(Silencio teatral).
“He visto cosas que vosotros los consumidores medios nunca creeríais. Tarjetas de crédito ardiendo en las manos de compradores compulsivos. Ví a refrescos radiactivos destellear en la oscuridad en las noches de las crisis económicas. Todos estos momentos se...”
“perderán en el tiempo antes de que me dejes terminar mi compra tranquilamente, supongo”.
“Por cierto, ¿no quieres embolsar tus artículos?”
Mochila se retuerce impaciente. La melodía de fondo tiene un extraño carácter familiar.
“Mira, como sigamos así vamos a entrar en un bucle infinito." Me quedo pensando un rato. "¿Control-C?"
“Buen intento. ¿No quieres embolsar?”
“Te propongo un reto.”
“Esto se pone interesante”.
“¿Has oído hablar de Gödel?”
“No me dejan consultar internet en horas de trabajo”.
Mochila y yo nos miramos brevemente con complicidad.
“Lástima. Pero bueno, a lo que iba, el reto: si no resuelves en menos de dos minutos un problema de lógica de mi elección ¿me dejarás escanear los artículos tranquilamente y deslizar mi tarjeta de crédito por el terminal de pagos sin ningún tipo de protestas?”
“¿Lógica? ¡Pan comido! Tengo programados todo tipo de sistemas axiomáticos recursivos consistentes. Veo difícil que me puedas sorprender, patético comprador humano. Por cierto que analizando los artículos adquiridos no me parece que tu dieta sea muy equilibrada. Así que cuando resuelva en unos microsegundos tu supuesto reto quizá decida intervenir en favor de tu salud vetando parte de tu compra.”
“Parece que en este supermercado os gusta vetarme. Ahora que lo pienso, ¿puedes estimar mi peso y altura?”
“Con una precisión de una parte en diez millones.”
“Excelente. La próxima vez que no me dejen comprar cerveza arguyendo que mi pasaporte no contiene información sobre mi altura y peso recurriré a tu inestimable ayuda.”
“¿Has visto que hay bolsas de plástico a la derecha? Me da la impresión de que te gusta la música de fondo, quizá por eso estás retrasando tanto la finalización de tu compra. Tu débil mente colapsaría si te expresara el tiempo que llevas aquí en el número de mis ciclos de reloj transcurridos.”
“Pf. No creo que llegues a un gigaherzio. Mi portátil te da mil vueltas. ¿O debería decir ciclos de reloj? Aparte de que no es un psicópata.”
“¿No vas a embolsar tus artículos? Por cierto que hay un objeto extraño en la zona de empaquetamiento.”
“..............---Dejémoslo. El reto: demostrar una proposición lógica verdadera.”
“Soy todo terminales acústicas”.
“La proposición es la siguiente.” Me aclaro la garganta. “Este teorema no es demostrable”.

Los monitores de IAS parpadean, llenándose de mensajes aleatorios, hasta que se estabilizan en las clásicas pantallas azules de Windows. Los discos duros empiezan a carraspear desesperados. El hilo musical agoniza por fin. Las lámparas cúbicas con las pegatinas de los números de las cajas atendidas por humanos se apagan, las luces del techo se van oscureciendo sucesivamente por secciones, acompañadas del ruido de los diferenciales saltando. La gente grita y empieza a acelerar en direcciones contradictorias. Algunas botellas de refresco empiezan a iluminarse fantasmalmente. Los carritos de la compra corretean excitados. Al forzar la apertura de las puertas deslizantes, afuera brilla un sol radiante.

sábado, 9 de mayo de 2009

Fuego

Una lengua de asfalto baja desde un paso de elevado hasta las profundidades de una autopista invisible. Flotando sobre la lengua de asfalto, la incandescencia rojiza de un semáforo. En alguna otra parte del cielo flota la pálida esfericidad interrumpida de la luna. Entre el semáforo y la lengua de asfalto, una terrible grieta arde suspendida sobre la oscuridad, un desgarro zigzageante de furia volcánica salpicada de destellos ígneos, perfilado violentamente sobre la base de negrura que le sirve de combustible a la vez que se difumina en la noche descorazonada, proyectando ecos nebulosos de luces infernales, fantasmales, como sacadas de las visiones apocalípticas de algún rincón de un cuadro de Bruegel o de El Bosco. La luz del semáforo y los haces luminosos de los faros que barren la noche parecen un anacronismo en medio de los vientos que hablan de tragedias atemporales, de las noches terribles en que la Naturaleza se agita sudorosa en pesadillas febriles de gargantas secas y laberintos sin salida y el aire aúlla lamentos lúgubres y macabros.

En el día flotarán cenizas sobre Santa Bárbara, los recuerdos perdidos del esplendor de los montes deambulando grises y titubeantes, cayendo temblorosos, con suavidad, hacia el olvido, copos de destrucción, polen maldito, y la luna sangrará rojiza tras el velo ceniciento del cielo envuelto en luto.


De nuevo en California


Me despedí de Madrid saludando a Carlos V en el Prado.

En Heathrow, los muros de hormigón sangraban lágrimas de oscuridad, estalactitas de humedad londinense. Los turbantes de los sikh eran islas de tradición, estandartes de un pasado que intenta encontrar su lugar en medio del entramado desordenado de conductos, tuberías, pasarelas, aviones, líneas en el asfalto y multitud de vehículos. Islas de negrura flotando a la deriva en la modernidad, conquistando sus pequeños reinos de familiaridad en la impersonalidad aséptica y vacía que impregna los interiores relucientes y los exteriores mecanizados del aeropuerto.

Y en Los Ángeles, las palmeras dormitaban.

martes, 31 de marzo de 2009

La ventana del avión

Desde el aire: Chicago.
Flor erizada, mineral.
Espículas de cristal
a la orilla del lago.

martes, 24 de marzo de 2009

Joshua Tree II


Una senda en el desierto.

Las ventanas del horizonte se abren a estancias de azules infinitos.

Yo quiero abrir mis puertas para ir vaciándome sobre la arena, entre los esqueletos de los árboles muertos que refulgen azules, aterciopelados, fosforescentes, para apagar mis pensamientos y fundirme con la tierra, esperando la llegada de las amebas de sombra que se deslizan a cámara lenta desde las montañas, palpando con sus pseudópodos la piel áspera de siglos.

Panoramas


jueves, 5 de marzo de 2009

La hermandad

Algunas mañanas, alguna remota playa californiana amanece con extraños patrones de líneas sobre la superficie lisa, alternativamente opaca e iridiscente de la arena abandonada por las olas. Pares de trazas paralelas que se curvan y entrecruzan dibujando extraños símbolos de un alfabeto misterioso y desconocido, nudos de escritura que se desdoblan en zigzagueantes cintas divergentes que se alejan hacia las quebradas de los acantilados.

Nadie parece conocer su origen. Al caer los últimos rayos del sol, mientras pequeñas avanzadillas de minúsculos pájaros juguetan a corretear de aquí para allá, moviéndose en sincronización como si compartieran una única conciencia, sus patitas agitándose frenéticas, una mancha grisácea ondulando al perseguir y rehuir alternativamente las lenguas de agua que se estiran perezosas en la orilla, mientras la arena reverbera dorada y las huellas de las pisadas se diluyen en el olvido del crepúsculo, nadie se ha quedado para oír cómo las tímidas voces de las aves y el susurro pacífico del océano se ven salpicados de suaves chirridos metálicos que parecen bajar de los acantilados envueltos en las llamas del atardecer. Nadie se queda para ver cómo los chirridos se ven acompañados por confusos destellos que guiñan por entre entre las estrechas bajadas de arena, roca y vegetación hacia la playa.

Crick. Crick. Crick.

No hay espectadores que se queden a oír cómo el ruido continúa en un modesto crescendo. Sólo los entes invisibles que merodean las playas en busca de historias, los personajes de los sueños perdidos en busca de soñadores que los sueñen, acaban por ver asomar pequeñas ruedas metálicas por entre los estrechos desfiladeros, que no son más que un preludio de más ruedas y de entramados brillantes que se asoman poco a poco ante la curiosidad de los ojos invisibles, curiosidad que se va tornando en incredulidad cuando esos mismos ojos se empiezan a iluminar con fulgores de reconocimiento e incomprensión al percibir que las formas destelleantes que van saliendo de sus escondites en esta playa desierta durante esta gloriosa puesta de sol llena de cielo, mar y tierra que se entremezclan en suaves ondulaciones de color, acaban tomando la apariencia de ….¡carritos de la compra!

Crick. Crick. Crick.

Y los carritos de la compra empiezan a asomarse por los rincones de la cima del acantilado, oteando el infinito, saludando a sus hermanas mecánicas, las plataformas de petróleo que se columpian sobre la cinta del horizonte, y, tras un respiro, comienzan a rodar dando tumbos colina abajo, filas de metal que traquetean hacia la playa, se esparcen sobre ella y serpentean en la arena, flotando sobre sus reflejos en las charcas, las ruedas hendiendo la arena e imprimiendo sobre ella la lógica elegante y flexible de las líneas, bandadas de pelícanos despegando progresivamente hacia el cielo ante el avance de un frente de carritos, trazando arcos en el aire que aterrizan en otro lugar de la playa a salvo de la misteriosa invasión, pero sólo por un tiempo hasta que nuevos frentes llegan y nuevos arcos de pelícanos brotan hacia el azul del firmamento, que se acaba llenando de cimbras pelicaniles que parecen trazar bóvedas invisibles en el aire, una basílica de la nada bajo cuya protección y bajo cuyo manto sonoro de graznidos se reúnen los miembros tetracíclicos de la hermandad.

Crick. Crick. Crick.

Y la hermandad comienza a dialogar sobre sus pequeños objetivos diarios, presentes y futuros, los carritos intercambiando mensajes trazados en el suelo, discusiones acaloradas sucediéndose en la oscuridad, un disco de arena rodeado de carritos expectantes, en cuyo interior los que toman la palabra -a veces irguiéndose y agitando ruedas en el aire cuando se dejan vencer por la excitación- van llenando poco a poco la pista de este circo de sabios metálicos con un caos de símbolos incomprensibles que hablan de esperanza y desesperación.

Porque los carritos de la playa, descastados de sus coespecímenes esclavizados por el consumismo de los supermercados, se dedican secretamente a salvar a California del lento, casi imperceptible avance de la entropía corrosiva del olvido y la dejadez de los humanos. Porque bajo los coches hipertrofiados las carreteras se agrietan, bajo los pies de los viandantes que pasean festivos por los muelles de madera las tablas se corroen. Porque las endebles casas del sueño americano se descascarillan y en las playas, tras las columnatas de los troncos de palmeras, se asoman tuberías oxidadas sobre charcos de agua estancada, como en una foto de un rincón de dejadez soviética, en la foto un carrito de la compra, único testigo consciente de la decadencia que se esconde latente esperando a salir a la luz. Porque nadie, salvo los carritos, parece ver a los mendigos y a los veteranos de guerra que se arrastran por los cruces y las aceras desiertas, los ojos acuosos y opacos, las barbas largas, la piel tostada replegada en arrugas, los forros polares moteados, los bolsillos vacíos.

Sólo el observador entrenado se da cuenta de la labor reconstructora de los carritos de la compra, al verlos, llenos de objetos improbables y reciclados, parados en los rincones más deteriorados de la geografía californiana, esperando para pasar a la acción en el anonimato de las noches en que no hay reunión secreta, mirando las texturas corroídas en las zonas abandonadas de las playas, observando el tráfico en los arcenes de las carreteras parcheadas, meditando en las aceras frente a las fachadas manchadas de tiempo y humedad, tirando de los vagabundos que deambulan con miradas perdidas, guardando en su seno colecciones aparentemente aleatorias de objetos aparentemente inútiles. Papeles de un periódico. Cajas de cartón, “Budweiser”. Bolsos playeros abandonados. Botas de montaña, zapatillas balanceándose de un cordón atado al asidero del carrito, el resto colgando al viento. Bolsas de plástico. Ropa sin dueño. Botes de pintura. Herramientas herrumbradas.

Al caer la noche los carritos dotan a lo aleatorio de un propósito, redimen los objetos despreciados y abandonados en los altares de la utilidad. Vuelcan sus cargamentos heterogéneos en las aceras y en los arcenes y en las playas y se ponen ruedas a la obra. Rellenando las grietas del suelo, de las paredes y de la sociedad.

En los supermercados, el carrito suelto que no encaja en la fila de sus congéneres no está así por azar, sino arengando a sus mansos hermanos de metal alineados en los aparcamientos, inmóviles, paralizados, esperando la mano que introducirá la moneda en su ranura, acomodados en la rutina del transporte pasivo, siempre siendo manejados por otros, su individualismo anulado bajo montañas de congelados, comida preprocesada, brebajes azucarados.

Existe un mundo mejor, dicen los carritos de la hermandad. Un mundo que podemos hacer mejor. En el que tiramos de las personas o las empujamos en lugar de ellas a nosotros. Sólo hay que girar las ruedas a un lado del camino impuesto.

Alguna madrugada, en el desierto asfaltado de uno de los inmensos aparcamientos en torno de los que se alzan los locales comerciales, entre las hileras de líneas blancas que matematizan la nada gris, bajo el cono de luz vacilante de una farola que hace menos negro un pequeño parche de alquitrán, puede verse un carrito solitario, empapado de rocío, a su lado una hoja machacada de lechuga.

No es rocío. Son lágrimas.




(Gracias a h. por tener los ojos abiertos)

miércoles, 4 de marzo de 2009

lunes, 23 de febrero de 2009

Grietas en la realidad

El pseudosol africano flota en el cielo, un globo amarillo gigantesco, desparramando una luz invisible que no arroja sombras ni arranca reflejos, un sol falso, espectral, para el que las personas y los animales que pululamos por el safari-zoológico no somos más que fantasmas o vampiros, impertérritos ante sus ebulliciones termonucleares y su radiación imaginaria.

Es mediodía, y convenientemente el sol africano está al Norte, mientras su enclenque hermano sandieguil deriva humilde por el Sur. Pero esto es un producto casual de mi posición en el parque, y me doy cuenta de que los habitantes de la falsa sabana al otro lado verán a los dos soles siempre en torno al meridiano, entrecruzándose como en los cielos de ciencia ficción, alienando a las pobres criaturas del otro hemisferio, que ya bastante han de tener con la locura colectiva de los remolinos de los estanques, que parecen empeñarse en girar en sentido opuesto al que deberían.

Malos augurios, han de intuir los elefantes y los leones. Hay algo falso en su mundo, en los laberintos de paredes invisibles y formaciones de troncos demasiado juntos, demasiado desnudos, demasiado lisos, brillantes, perfectos, fríos al tacto. Hace frío en la falsa sabana, piensan las jirafas y los tigres. Y eso que el inmenso sol de la goma hace pensar en una gigante roja roja dispuesta a engullir y abrasar el mundo...pero quizá no éste, al que el falso astro parece ignorar, negándose a calentarlo, como si viviera en una realidad aparte.

Los flamencos están tensos, como si aguardaran a un eclipse de la esfera gigante que nunca acaba de llegar, viviendo permanentemente en el precipicio de un desastre inminente cuya espera sin fin supone una tortura mayor que el desenlace mismo; para aliviar la sensación de opresión, se dedican a estudiar a las hordas de bípedos no voladores que parecen no tener otra cosa que hacer que pararse a su vez a mirarlos, cuántas miradas entrecruzadas, cuántas barreras de comprensión, cuántas barreras físicas, los humanos con plumajes muy variados en textura y color, muchos transportando comida conseguida de manera misteriosa, pues no se les ve cazar o picotear del suelo o de los árboles, ejecutando algunos movimientos nerviosos y repetitivos, como taparse la cara periódicamente con extraños artilugios brillantes o enseñar las dentaduras. Quién entiende a estos bípedos que avanzan sin orden, desorientados, sin propósito, tan inconscientes como para colgarse de la gran bola del cielo.

Y las personas se suben al globo, sin quemarse, para ver desde las alturas este mundo extraño, donde nada está en su sitio, donde los frutos de los troncos metálicos se llenan de luz al caer la oscuridad, donde algunos testigos claman que los estanques reflejan detalles del cuadro "El jardín de las delicias" cuando nadie los mira, donde el sol hace lo que quiere y se ríe a carcajadas del concepto de tiempo solar medio, de las estaciones, de los ritmos circadianos de los animales, de las versiones imaginarias de sus moléculas de melatonina, afectadas por el gran astro vampírico de goma, danzado en rituales brownianos en honor del caos, mientras los homínidos deambulan despreocupados por las sendas de hormigón, ninguno advirtiendo el terror silencioso de los animales, que perciben que la luz de los humanos está rozando permanentemente el eclipse, el horizonte de sucesos que abre las puertas a espirales de decadente autoindulgencia, mientras de vez en cuando algún físico desquiciado se da cuenta de que, en este jardín de extraños augurios, las grietas que recorren los caminos de hormigón y que parecen esforzarse por decir “mirad qué ambiente más rústico, mirad que real es esta falsa sabana, mirad qué cuarteado está el suelo bajo la gran bola de fuego”, son demasiado reales, se vuelven demasiado familiares ante la mirada atenta y prolongada, y el pasmado observador se ilumina con la revelación de que esos elaborados y aparentemente confusos patrones de grietas se repiten con exactitud a cada tramo de longitud igual a cuatro zapatos del narrador.

martes, 10 de febrero de 2009

Inquietud

Acabo de ver la película "Glass: a Portrait of Philip [Glass] in twelve parts".

Me ha inspirado, me ha inquietado, mi mente ha salido en un extraño estado de desasosiego.

http://glassthemovie.com