viernes, 20 de diciembre de 2013

Capilano bridge


Un puente colgante de luciérnagas curva la oscuridad, vibrando tranquilo pese a mis intentos de estabilizarlo por medio de zapateados con fase opuesta a la de los balanceos. Me faltan armónicos, pero se han debido de esconder en el bosque.

Una manada desperdigada de renos eléctricos mastica helechos entre las tiras de negrura de los troncos de abeto disparados hacia la noche. Hay retoños fosforescentes con formas cónicas de una perfección un tanto artificial, y musgos luminosos cubriendo la parte baja de los troncos más majestuosos, que están unidos por lianas horizontales que también refulgen de Navidad y de rostros de personas, de pantallas de móviles y cámaras y de recuerdos de las películas de Star Wars, de risas suaves y alientos vaporosos. En la lejanía de las copas titilan ocasionales miniaturas de estrella.

Hay lagunas de negrura que llego a confundir con precipicios insondables hasta que empiezo a reconocer reflejos, y estos cambios de realidad repentinos dejan pequeños posos de vértigo y de perplejidad ante los vacíos desaparecidos. Algunos protozoos gigantes con orgánulos de diodos encendidos flotan inmóviles sobre el agua, mirando por el rabillo del ojo a las hermanas esféricas de cristal que nacen de los fuegos de un par de hornos de vidrio atendidos por sopladores que insuflan vida y simetría a pequeñas masas informes de resplandor primordial.

Un cartel de madera me asegura que mis brazos tienen envergadura de águila. El frío lucha con las incandesdencias del cristal y con el brillo azul de los líquenes de los acantilados y de las lanzas de abeto que vuelan desde el fondo de la garganta poblada por fantasmas de salmón.