lunes, 22 de junio de 2009

Seguridad Social

Lámparas de neón, zumbidos de ventilación, una mesa junto a la puerta con unas pantallas táctiles en las que se ha de solicitar turno, otra mesa más allá destinada al uso de un guardia de seguridad que está ausente, varias filas de asientos enfrentados, soldados a estructuras fijas de metal, sobre un suelo bastante reluciente y creo recordar que con ciertos toques marmóreos, en el clásico estilo de consulta de hospital público estándar y olvidable, pero no se trata de un hospital público, que por cierto es una combinación de palabras que en este país es antitética, sino que nada más y nada menos que la oficina de la seguridad social de Santa Bárbara, en donde las casualidades del destino reúnen a personajes variopintos procedentes de las orillas remotas de la sociedad.

Ahí está la pareja de hombres maduros con relucientes ropajes blancos, sanas sonrisas y viseras translúcidas teñidas de verde, los pantalones encojidos tras muchos lavados enseñando parte de la piel venosa de los tobillos enfundados en calcetines blancos, la estudiante asiática aplicada estudiando un libro de texto, su rostro y el del libro dedicados en exclusiva el uno al otro, protejidos del exterior por una melena de pelo tan liso que parece pulido, el hombretón de mediana edad, líneas robustas como trazadas con un grueso lápiz de carboncillo y ropaje informal que habla demasiado alto en uno de los mostradores, otro hombre mayor de modales exquisitos y que recuerda levemente a Michael Caine, que se dedica a hablar en un más que correcto español con una mejicana cansada de la espera y, tras un leve paseo estirando unas piernas también enfundadas en pantalones algo encojidos -resultará que es algo cultural y no debido a una conspiración de las lavadoras de los 70 para lavar a más temperatura de la indicada en los mandos- con el guardia de ascendencia mejicana que por fin ha aparecido y ha ocupado su puesto en la mesa, el tal doble de Michael Caine sin acabar de dar la impresión de que su presencia en la sala responda a un objetivo concreto, y que es observado por un físico despeinado, de frente y nariz contundentes y apariencia entre frágil y replegada y robusta, que podría visitar una peluquería y acordarse de usar crema solar, pues si bien es español eso no parece ser suficiente como para hacerle inmune al sol californiano, lo que quizá tenga relación con su complexión pálida y rubiocastaña que hace que nadie en la sala imagine que es español, físico que por cierto creo recordar que también lleva calcetines blancos, y cuya mirada escrutinadora, que le delata como Espectador, se desvía hacia el nuevo habitante del ecosistema oficinil, un jubilado enfundado en un anorak verde algo iridiscente que deja entrever una camisa de botones roja, sobre la que una gorra de béisbol con la inscripción “trongworld cycling” enmarca un rostro afable con unas enormes gafas, la piel de los mofletes doblándose sobre sí misma y el labio superior perdiéndose bajo una nariz bien redondeada, como lo son los dedos de las manos que aferran papeles y revistas varias que no se sabe si estaban en la sala o han venido del exterior, el hombre que se sienta y murmura alguna frase o más bien cree murmurar para sí cuando en realidad enuncia con gran claridad y amplitud sonora, y abre alguna revista, y al ver avanzar los números de turno en la pantalla se acuerda de su papel con el número impreso pero no se acuerda de dónde lo tiene, y remueve sus revistas y papeles y busca en sus bolsillos y se levanta de nuevo hacia la mesa de las pantallas táctiles pero su vale no aparece por ninguna parte y vuelve a sentarse murmurando para sí mismo y para el resto de la sala y sigue rebuscando y se da por vencido y retoma la lectura de una revista, rompiendo el silencio de este templo de espera con repentinas e inesperadas y atronadoras carcajadas, la montura de las gafas brillando bajo el neón.

Y por supuesto, en la pared que hace esquina con la que sirve de fondo a la mesa del guarda, están las ventanillas hacia el Otro Lado. Para enmarcar como se merece la conexión con tan ilustre y misterioso lugar, la pared está pintada de un fuerte tono granate, y ha sido dotada de una interesante textura por medio de surcos verticales que quizá imiten a vetas de madera. La pared se interrumpe por contraventanas correderas que se abren y cierran a intervalos cuya lógica escapa a los pobres mortales de la sala de espera, que contemplan perplejos cómo las compuertas ocultan o dejan ver sucesivamente la claridad diáfana del Otro Lado tras la figura del correspondiente funcionario que suele aparecer cada vez que se abre una de las ventanillas, en lo que parece un juego de entretenimiento de un mago con un sentido del humor perverso que en lugar de hacer prestidigitaciones con vasos invertidos y canicas, ¿dónde está la canica? ¡tacháaan!, se dedica a plantear a los sufridores del Lado de Aquí el truco de “¿dónde está el funcionario? ¡tacháaaan!”, mientras las compuertas se abren y cierran y nunca se tiene la calma suficiente para saber qué hay detrás, pues una vez que una de las ventanas abiertas está dedicada al Turno propio y uno se acerca e intenta dirigir la mirada a las profundidades del Otro Lado, no puede concentrarse dado que la atención se desvía al alféizar de imitación de mármol, de resolución algo pobre, pero sobre todo debido al hecho de que, una vez que las manos se apoyan en el alféizar y la mirada se dirige al frente, uno no puede evitar ser hipnotizado por las líneas de fuga de las guías que sostienen las placas porosas que esconden las vísceras cableadas del techo del Otro Lado, y por cómo estas líneas se pierden apresuradamente en un infinito oculto por una pared de media altura, convergiendo teatralmente en la cabeza de la funcionaria de pelo rizado, moreno, piel saludable como la de una maja española de Romero de Torres, las manos elegantemente extendidas hacia el teclado, todo el conjunto enmarcado por el granate en el que se abre esta ventana, y entonces es como si se estuviera viendo un cuadro, como si lo que se tuviera enfrente, separado por un cristal etéreo e invisible, perteneciera a otro mundo, y esta iluminación hace que se abandone toda esperanza de poder entender lo que hay en el Otro Lado, pues es demasiado ajeno e irreal, y de alguna manera da miedo o vértigo imaginar qué hay tras la pared de media altura que bloquea toda visión del misterioso universo burocrático, que parece extenderse hacia profundidades inalcanzables bajo la cuadrícula en fuga del techo; y sin embargo, si uno persevera y se sobrepone al terror de lo desconocido y de algún modo tiene un sentimiento de certeza de que detŕas no debe de haber más que una corte ajetreada de oficinistas dedicados a participar en rituales extraños pero de alguna manera entendibles, de papeleos malabarísticos e imposibles, manejando las poleas que abren y cierran las ventanas corredizas siguiendo un algoritmo inalcanzable para el pobre habitante de la sala de espera pero que sería comprensible si de algún modo uno pudiera cruzar el cristal invisible y reunirse con la maja de Romero de Torres para desentrañar los misterios del Otro Lado, entonces uno se viene abajo y se da cuenta de que no, de que tal pensamiento era una quimera, cuando se nace en el Lado de Aquí nunca se puede cruzar, muchos gastaron vidas en intentarlo y se escribieron novelas desoladas y terroríficas sobre ellos, y finalmente uno se acobarda y se conforma con las sombras platónicas, y lo único que puede percibir de las entrañas burocráticas es un profundo y ominoso rugido de fondo, distante y cercano a la vez, que pudiera ser el aire acondicionado o la causa inenarrable de la profunda e imperfectamente disimulada inquietud que brilla en las esquinas de los ojos de la maja rizada de Romero de Torres, que se esfuerza sin embargo por parecer medianamente normal y hastiada y eficiente, cuando quizá ella misma esté aterrorizada ante la posibilidad acechante e inminente del cierre de su ventana corrediza, pues ella en el fondo tampoco entiende su propio mundo, y tiene pánico de que la ventana se cierre antes de que pueda entender por lo menos qué es lo que pasa enfrente y qué es lo que lleva a sus habitantes a entrar y salir por esa puerta del Otro Otro Lado y a presionar extrañas pantallas y recojer tickets numerados y sentarse y levantarse y mirar, mirar fijamente hacia los que están en su flanco de las ventanillas, como dando a entender con arrogancia que saben algo que la maja rizada desconoce y nunca le contarán, ¡nunca!, y que para desviar su atención y evitar que tenga tiempo para pensar continuarán para siempre arrojando compulsivamente papeles y solicitudes a su otrora pacífico universo.

domingo, 7 de junio de 2009

Santa Ynez






Las raíces de la montaña y las estelas de los aviones desgarran el cielo, que vierte en gotas su velo azul sobre la alerta petrificada del paisaje, sediento de luz y color en la calma zumbante del ardor primaveral, los laberintos agrietados de ceniza y muerte pulsantes con el deseo irrefrenable de la reinvención.

Tiza