sábado, 28 de julio de 2012

Verano canadiense




Cuaderno de bitácora


Unas piernas cuelgan por entre los paneles de material aislante del techo de mi oficina. En vez de balancearse libremente en el aire, lo que sería un poco preocupante, reposan firmes sobre una escalera de mano, asomadas entre algunos cables sueltos.

Parece un día normal en los interiores luminosos y asépticos del ala nueva del Instituto Perimeter. Frente a mí tengo una pared entera cubierta de un cristal con tintes dorados, que dan un toque de cálida irrealidad a los paisajes que se abren ante la vista cuando ésta se levanta sobre los papeles con ecuaciones y la pantalla del ordenador. Dentro de esta ventana gigante al mundo, las hojas de los sauces no tienen su característico toque grisáceo en la primavera y el verano, sino que resplandecen con verdes casi tropicales, y los hielos y las nieves del invierno, visibles a través de las ramas desnudas que dejan de ocultar el lago llegado el otoño, se vuelven más amables, especialmente en los atardeceres sulfurosos y extrañamente mediterráneos, con esa luz italiana cayendo en diagonal sobre las visiones de invierno brueghelianas. Es como si un artista renacentista flamenco hubiera pintado las delicadas telarañas de ramas desnudas sobre las capas de gris superpuestas del horizonte y la superficie a ratos mate y a ratos pulida y brillante del lago helado después de un viaje iluminador por entre los paisajes de la Toscana.

Las piernas colgantes se agitan brevemente. Se oye un pitido electrónico.

O quizá la ventana no se abre a la realidad, sino a una proyección de una película sobre las estaciones, rodada con filtros cálidos para incrementar los indicadores de felicidad de la tripulación de la nave espacial Perimeter, flotando perdida por entre los rincones fríos y oscuros del espacio-tiempo en pos de misiones inciertas. De hecho, ¿cómo no sospecharlo antes? Las máquinas de café gratuito, los rincones con sofás y chimeneas humeantes en invierno, las mesas de billar y futbolín, la pista de squash con una canasta de baloncesto, el gimnasio... todo está pensado para que la tripulación no sienta ninguna añoranza de esa cosa llamada ”mundo exterior”. Y evidentemente las proyecciones en las ventanas gigantes –o quizá debería decir pantallas– están pensadas para recrear los los ritmos circadianos acompasados con el ciclo de días y estaciones en la Tierra y así no echar por tierra los milenios de adaptación a las condiciones del planeta azul de los cuerpos de los miembros orgánicos de la tripulación –porque ciertamente hay también algunos androides entre el personal investigador, como demuestra su capacidad de trabajo inagotable y su escasa habilidad para esa cosa tan humana como el intercambio de saludos o inclinaciones sutiles de cabeza cuando las trayectorias de dos tripulantes entran en zona de colisión en los pasillos.

Los pitidos continúan, espaciados regularmente.

Pese a flotar en esta atmósfera de perfecta y amable irrealidad, la nave Perimeter no está libre de problemas. Parece haber algunos desajustes con los sistemas de calefacción en el invierno canadiense. Qué digo canadiense, el invierno del espacio exterior, atemperado hasta -270 grados Celsius por el fondo de radiación de microondas. Probablemente la elección de Canadá como lugar ficticio de la localización de la nave-instituto se deba a la percepción neutral de este país en el imaginario de las múltiples culturas que conviven en su interior, de modo que se eviten absurdas disputas raciales, sin sentido a tantos años luz de la verdadera Tierra, si es que aún existe. De hecho, el escaso número de científicos que se acreditan como realmente canadienses parecería confirmar esta hipótesis de elección de una falsa identidad neutral.

Los pitidos aumentan en frecuencia. Recuerdan al sonido de un sónar.

El caso es que los sistemas de ventilación parecen tener un comportamiento errático últimamente. Hay días en que algunos tripulantes se pertrechan de calefactores eléctricos para sobrevivir a la jornada, y en otras ocasiones las oficinas se convierten en invernaderos tropicales con vistas antárticas. Lo cual no contribuye mucho a mantener la ilusión de normalidad que con tanto esfuerzo tratan de mantener los administradores.

Los administradores... esa sociedad paralela a la de los científicos que mueve los hilos en la oscuridad. La existencia cotidiana en la nave Perimeter parece en principio diseñada para crear la ilusión de que todo gira en torno a los científicos. Todo se hace para ellos y para que no tengan que preocuparse nada más que de sus investigaciones. Y si pueden olvidarse de que están flotando en el espacio exterior, en el perímetro del mundo, imposibilitados de contactar con la verdadera Tierra, mejor que mejor. Pero la realidad bien puede ser distinta. Este sistema de castas implantado por los gurús que diseñaron la sociedad perimétrica bien puede resultar frustrante para los administradores, que descargan sus tensiones con luchas de poder. En efecto, no creo que los problemas de calefacción sean casualidad, sino más bien debidos a un sabotaje del sindicato de técnicos de calefacción para hacer notar su imprescindibilidad y ganar influencia. Y es por ello por lo que hoy tengo unas piernas sobresaliendo del techo de mi oficina mientras unas manos invisibles forcejean con algunos cables y tubos envueltos en brillos de aluminio, mientras algún tipo de medidor pita con una frecuencia in crescendo como si detectara la ominosa aproximación de un cuerpo extraño por los sistemas de ventilación.

En mi mente tengo ciertos recuerdos del invierno canadiense al otro lado de las ventanas tintadas. Me imagino que no son más que el resultado de implantes de memoria diseñados para crear una ilusión de vida en sociedad y de experiencias integradoras en la Naturaleza terráquea. Todo en aras del equilibrio y estabilidad psíquicas del cuerpo científico. Recuerdo el crujir de la nieve bajo las pisadas o los esquís de fondo, las texturas rugosas del hielo sobre el asfalto, árboles desnudos, pero también el verano, el sonido de las gotas de agua cayendo desde la pala de un remo hacia la superficie quieta pero tensa de un lago en un anochecer cálido, el ritmo de las gotas acompasando los bramidos apagados, casi selváticos, que vienen desde las masas oscuras de árboles en las orillas, todo ello con el acompañamiento grave y jazzístico de los cantos de las ranas toro y los aullidos esporádicos de los colimbos, escalofriantemente parecidos a los de los lobos. Entre los recuerdos invernales puedo rescatar también divagaciones sobre los técnicos de calefacción canadienses, que me imaginaba como una especie de héroes enfundados en trajes espaciales aptos para condiciones árticas, llenos de bolsillos secretos de los que no paran de surgir misteriosos aparatos de medición y herramientas de todo tipo, inervados en su interior por densas marañas de cables y tubos que no se sabe si en algún momento se conectan a las vísceras del cuerpo al que envuelven, los técnicos portando siempre grandes maletines a prueba de choques, avanzando por las calles en formaciones militares, y actuando como cirujanos arquitectónicos, rasgando las pieles de los edificios con bisturís a prueba de acero y hormigón, la tensión superficial interrumpida dando lugar a chorros de tuberías y cables y otros órganos inmuéblicos y géisers de líquidos humeantes de distinta viscosidad y color que han de ser contenidos y cauterizados por grupos de apoyo, el pobre edificio vibrando de dolor y sus habitantes asomándose a la sala de calefacciones con una mezcla de curiosidad, miedo y esperanza.

Viendo a las piernas del técnico forcejear con las tripas del edificio, me da por pensar en la posibilidad de vida no humana o terrícola en la nave Perimeter. Y no me refiero a los androides. Llevo meses sospechando que alguna de las asistentes de programación científica vampiriza a investigadores desprevenidos atrayéndoles hasta su refugio anónimo y cálidamente decorado en la temida ala de los administradores, que los científicos traspasan con inquietud en sus incursiones para pedir dinero o asistencia, la inquietud que no se aplaca precisamente al leer algún cartel en alguna puerta de alguna empleada o empleado de recursos humanos que dice “no me vengas con una Sheldonada” y lo acompaña con una foto de un personaje de una serie de esa cosa que en la Tierra se llama o llamaba televisión, el personaje, un tal Sheldon, siendo un estereotipo del científico retraído, ultralógico, con síndrome de Asperger, incapaz para sentir empatía o de desenvolverse con soltura entre la maraña increíblemente compleja de convenciones y suposiciones, llena de trampas emocionales, de las interacciones sociales.

Aparte de vampiros y robots, hay indicios de otros sucesos extraños en Perimeter. Como por ejemplo la anormal tasa de natalidad entre los investigadores. En los eventos sociales aparecen bebés por todas partes, no se sabe muy bien de dónde vienen, pero se crea la inquietante sensación de que la integración social se relaciona de alguna manera con la procreación. Quizá es que la soledad del espacio estimula los instintos reproductores. O más probablemente todo sea debido a un plan secreto de las manos que mueven los hilos de la nave. Sospecho que las imágenes que se proyectan en la cristalera de la cafetería llegada la Primavera, con familias de gansos creciendo y multiplicándose, dando lugar a ejércitos adorables de crías retozando en el césped y estanque, no son meramente ornamentales. Y creo que no es casualidad que circulen historias de que el fundador-armador del instituto haya dejado recientemente su puesto de alta dirección en una empresa tecnológica y haya sido visto paseando de incógnito por los pasillos perimétricos. Probablemente la empresa tecnológica nunca existió y el Fundador siempre ha estado vigilando en la sombra y maquinando sus grandes esquemas, pero últimamente la atmósfera está un poco más agitada de lo normal. Y los testimonios de avistamientos de su presencia han disminuido bastante en tiempos recientes, más o menos desde que empezaron los problemas en los sistemas de ventilación.

Necesito tiempo para aclarar mis ideas, pero los pitidos del sónar del técnico de calefacción se acercan alarmantemente al continuo. Sus piernas empiezan a agitarse como si temblaran. Se oye una especie de gruñido cuasihumano que viene desde el techo.

Así no hay quien trabaje o piense. Me iré a dar una vuelta al atrio del edificio, un espacio gigante cubierto por cristales sobre los que se proyectan escenas de cielos canadienses –esta vez sin filtros dorados– de una manera muy conseguida, incluyendo efectos de sombras de las vigas de hormigón que se van desplazando sobre el suelo y las barandillas de los distintos pisos (ocupados por oficinas acristaladas, con pizarras y sofás repartidos entre ellas) según las horas del día terráqueo. El espacio da sensación de libertad. Unas esculturas de metacrilato inspiradas en orbitales moleculares flotan a baja altura, sujetas por cables que se entrecruzan. Yo siempre quise dibujar diagramas de Feynman gigantes sobre los paneles de cristal. Es muy relajante saltar desde la barandilla y disfrutar de la ingravidez por un rato, dejando que se vacíe la mente mientras deambula por entre las falsas moléculas. ¿Era eso una tortuga a la deriva? Tengo una visión de la nave Perimeter flotando sobre el mundo real, que se ve absurdamente acelerado desde nuestra perspectiva, mientras desde allá abajo se nos ve como a cámara lenta, cada vez más despacio, más desplazados hacia el rojo.

Quizá sea el momento de echar una partida de billar tridimensional a gravedad cero.