sábado, 31 de mayo de 2008

Árboles de Josué



Los árboles de Josué danzan al son de un ritmo geológico. Sus ramas se bifurcan y arquean en curvas elegantes; son como divinidades hindúes que agitan sus miríadas de brazos en bailes sensuales que celebran el don de la vida. Los mortales visitantes, condenados por su temporalidad efímera, apenas pueden percibir un mero instante de la coreografía de siglos. Los árboles sonríen condescendientes ante su ingenuidad frenética, se compadecen de la ceguera del tiempo que apenas les permite adivinar algunas trazas insignificantes de la belleza completa del paisaje, de las nubes reinventando continuamente sus formas, nunca repitiéndose, el sueño del Arte silenciosamente hecho realidad en los cielos, sus sombras persiguiéndolas por los valles, los soles girando en torno de las montañas, las llanuras elevándose entre los picos rocosos que ascendieron al firmamento desde la nada y ahora contemplan orgullosos las laderas y las planicies en donde los árboles, un patrón de salpicaduras oscuras sobre el desierto, se retuercen en sus cantos de pleitesía.

Más abajo, en un limbo de aridez, las praderas de cactus cumplen su penitencia por la arrogancia de querer sobrevivir en donde la vida está prohibida. Sus coronas de espinas debieron venir un día de la nada; como una de las plagas de Egipto, el cénit inmaculado oscurecido por bandadas de púas arando el azul, ferritas alinéandose con campos de fuerza hasta entonces secretos, revelando la trama del vacío, dando al cielo una textura de líneas como en un cuadro de Van Gogh, hasta que todas las flechas, respondiendo a una señal secreta, cayeron implacables sobre las plantas orgullosas en tornados de dolor.

jueves, 1 de mayo de 2008

En patinete hacia la vida eterna

La mirada no puede evitar seguirle. Estático en el campo de visión, los barrotes de las barandillas pasan parsimoniosos junto a él, mientras el suelo se desliza hacia rincones perdidos para el ojo por debajo de las ruedas de su patinete. Las columnas blancas también deciden ponerse en movimiento, así como toda la estructura de terrazas que interconecta los edificios de Física y Química, un elegante bosque de columnas de sección poligonal que a nivel de cada piso se abren como palmeras de cemento hasta convertirse en amplias plataformas de hormigón hexagonales que se tocan en algunos de sus lados sin alinearse, formando pasillos ligeramente zigzagueantes.

La luz de la tarde llueve hacia el ventanal del despacho desde detrás del bosque de palmeras y hexágonos de hormigón, que se llenan con interesantes patrones de sombras mientras se deslizan en torno del hombre del patinete. Un hombre de una edad en la que normalmente los hombres no van en patinete. El edificio de Física se acerca lentamente hacia la figura en reposo, que lleva en la mano un vaso con algún líquido de misteriosas propiedades nutritivas. El hombre es tan delgado que parece bidimensional, lo cual resulta chocante entre los volúmenes de cemento resaltados por los juegos de las sombras. Su rostro tiene cualidades que recuerdan a una momia azteca, toda redondez desterrada de un reino de arrugas y protuberancias de hueso, como si hubiera sido consumido desde dentro por alguna maldición ávida de turgencias orgánicas.

Es extraño que espere sobre el patinete mientras la puerta avanza hacia él; normalmente los patinetes suelen usarse para trayectos más largos. También resulta extraño que un hombre de apariencia tan frágil pueda tener energía para mover todo un edificio a su alrededor haciéndolo rodar, impulsándolo con una sola pierna, bajo las minúsculas ruedas que le sostienen. Su pelo negro, lacio y sin brillo, largo hasta casi llegar a los hombros, se inclina un poco como si quisiera seguir a las columnas y barandillas que avanzan hacia atrás.

De hecho, todo lo que está en torno de él, incluso su pelo, parece querer huir hacia atrás. Porque él tiene la mirada siempre hacia adelante. Más adelante. En el futuro. En la eternidad. Se trata de un hombre que quiere vivir para siempre. Adalid de las dietas hipocalóricas, reduce deliberadamente su consumo de alimento con el fin de prolongar su vida lo suficiente hasta que se encuentre el santo grial de la existencia prolongada hasta el infinito. El patinete es su fiel montura en sus andanzas de caballero andante por los vericuetos del tiempo, pues le evita consumir excesiva energía andando, cuyo gasto implicaría una necesidad de ingesta calórica que iría minando uno a uno los preciados segundos de su vida. Cada paso o movimiento es una ruleta rusa para un instante de su existencia.

La puerta se sigue acercando hasta que ante el choque inminente el hombre se baja del patinete en un gesto elegante, mientras una de las manos sigue sosteniendo el vaso con líquido de inciertas e inquietantes propiedades nutritivas. Y desaparece tras la puerta. Y entonces toda la estructura de terrazas cesa su movimiento.

La momia suele dedicarse en los seminarios a inspeccionar en su ordenador portátil números de citas en las bases de datos de artículos de Física. Al parecer las citas son otra de sus grandes preocupaciones, a parte de vivir para siempre. Ser recordado. Pasar a la historia. Su presencia en un seminario también suele pasar a la historia antes de tiempo. Pues no hay tiempo que perder. La eternidad no espera a los pacientes.

La eternidad. Los segundos infinitamente repetidos. Todas las frases que ya fueron dichas. Todos los posibles poemas que ya fueron creados. Todas las posibles músicas que ya sonaron.

Todas las fórmulas que ya fueron escritas, todos los dibujos que ya fueron trazados, todas las miradas que ya fueron sorprendidas.

Todas las guerras que ya fueron luchadas.

Los primeros besos, todos fueron compartidos.

El saber completo que se clava como un puñal en el alma al incluir la certeza de que en el infinito que aún queda no habrá nada que pueda despertar el vértigo y la emoción de lo nuevo. Vida eterna. Muerte en vida. El fin del arte, la muerte de la ciencia. Patinando hacia la eternidad.