miércoles, 4 de noviembre de 2009

La parada de los monstruos

“Todas las leyes de tráfico se impondrán estrictamente”, indican en secuencias parpadeantes los diodos de los paneles luminosos provisionales que han ido apareciendo en los tramos de autopista próximos a las salidas que conducen a las carreteras de acceso a Isla Vista (léase “aila vista”), y que se repiten de nuevo en las zonas aledañas a este barrio estudiantil. Las calles circundantes empezaron a ser decoradas, en los días previos a este último fin de semana de Octubre, con vallas metálicas, en vistas, al parecer, a restringir las posibilidades de aparcamiento y los ataques directos a los apartamentos estudiantiles por parte de maléficos ejércitos enemigos. Todo tiene un inquietante aspecto carcelario, se palpa tensión en el ambiente, acrecentada por el viento que ha empezado a soplar fuerte en las mañanas, haciendo vibrar a los entramados de las vallas, cuyas sombras se agitan a trompicones sobre el pavimento de las aceras. La lentitud del proceso de vallado no ayuda a relajar la atmósfera; reina una calma inestable, precursora de algun acontecimiento ominoso y violento...

¡La llegada de los monstruos!.

Se rumorea que el fin de semana de Halloween, Isla Vista se convierte en un vórtice atractor de monstruos de todo el país, arrastrados por la fama del aquelarre playero, que traspasa las fronteras estatales. Nadie sabe muy bien de dónde vienen, pero está claro que las autoridades parecen temerlos, y de ahí la decoración carcelaria del vecindario, como en una versión siniestra, espinosa y metalizada de la Navidad.

Y así, el cuarteto español, con la curiosidad espoleada por los rumores y las leyendas sobre la fiesta sobrenatural “ailavisteña”, ha decidido explorar las calles del barrio en una de las noches de este Walpurgis americano, las mentes concibiendo imágenes febriles de calabazas ahuecadas resplandeciendo con sonsrisas malvadas en la oscuridad, calles repletas de monstruosidades deformes, con protuberancias inconcebibles, renqueantes, pálidas, sangrientas, de miembros retorcidos y narices ganchudas bajo una luna gibosa brillando maléfica en la atmósfera neblinosa.

Pero algo falla. Nuestros exploradores, que han intentado camuflarse adecuadamente para pasar desaparcibidos entre las multitudes sobrenaturales por medio de oscuros ropajes y pigmentaciones enfermizas –salvo quizá N., que decide dar algo más de complejidad a su álger ego monstruoso combinando las sombras oscuras con toques de color-- se van dando cuenta, según avanzan hacia el epicentro de la celebración, de que su camuflaje no es tal, y de que alguna enfermedad extraña afecta a los monstruos que avanzan en los alrededores, cambiando su apariencia y haciendo que nuestro cuarteto se empiece a sentir incómodamente conspicuo.

¿Qué les pasa a los monstruos? Avanzan, como nuestras quimeras inmigrantes, más o menos tambaleantes, convergiendo radialmente en oleadas hacia la principal arteria ailavisteña, la avenida “Del Playa” (sic), como una marea humana dominada por una mente colectiva de incierto pero resuelto propósito, a la que no le importa ceder en los bloqueos policiales las peligrosas armas con que las criaturas de Halloween, incluidas las advenedizas españolas, intentan acceder a D. P., pero que son arrebatadas de sus manos por los policías sin mediar grandes explicaciones, lo que causa breves momentos de perplejidad que acaban cuando la mente colectiva vuelve a apoderarse de la voluntad de los monstruos desarmados y éstos prosiguen su movimiento grupal, ya sin esas armas entre las que se encontraban ukeleles hechizantes, perniciosas escobas mágicas y espadas de plástico y madera que, pese a sus filos romos y dentados, seguramente esconden capacidades asombrosas y mortales, que la policía lleva lustros intentando descifrar sin éxito en los almacenes cada vez más repletos y apolillados -llenos de tubos fluorescentes con telarañas colgantes que apenas dan estertores entrecortados de luz- que se destinan a los objetos mágicos confiscados, la impenetrabilidad de cuyas capacidades ocultas, añadida al tamaño creciente, año tras año, de las montañas de armamento requisado, no hace sino desesperar cada vez más a los agentes de la ley, que exacerban su celo vigilante y se pasean tensos por entre la multitud sobrenatural, buscando infructuosamente indicios y pistas de los maléficos poderes secretos de las criaturas, mientras los cubos metálicos y descascarillados de los controles se van llenando de palos de madera que nadie reclamará al final de la noche...

Y mientras tanto, a las criaturas no parece importarles mucho quedarse indefensas, desprovistas de sus armas, desnudas en sentido militar. O quizá no sólo militar, pues la extraña afección que parece extenderse sobre los monstruos es una especie de lepra textil, que les hace desprenderse de más y más capas de ropa, con síntomas especialmente graves en el género femenino, y que hace que nuestro grupo de exploradores se sienta, en un devenir perverso e irónico de la noche, demasiado camuflado. La ropa de la que se desprenden los monstruos no se ve por ninguna parte, lo que hace pensar en su carácter mágico, y, en vez de dejar al descubierto infames e informes protuberancias, libera a la vista curvas de aspecto inquietantamente turgente y saludable. La mente colectiva de los monstruos que avanzan como zombies hacia núcleo de la fiesta, sorteando a los uniformados y desesperados vigilantes, entre palmeras y casas, parece incentivarlos con una sed de tejidos humanos que no son precisamente cerebrales. La inteligencia es lo de menos.

Es momento de “game over” para nuestros académicos y afeados antihéroes. Ellos son los verdaderos monstruos. Ha sido un craso error el pintarse la cara: nunca podrán mezclarse con la clase bella de la parada monstruosa y participar en los extraños ritos que la mente empieza a concebir, adaptándose a las nuevas circunstancias, en sustitución de las repugnantes orgías interespecíficas entre vampiros y hombres lobo que componían su imaginario de Halloween previo a esta noche desafortunada. Es posible que haya orgías de otro tipo, pero siempre detrás de los muros de esas casas que no se pueden traspasar al carecer de la clave secreta de entrada. Ni siquiera un salvadoreño deseoso de aprobar su asignatura de Catalán, que surge de la nada con un pañuelo de San Fermín y una camiseta con motivos toriles –sí, lleva camiseta, pero no se ha pintado la cara-- consigue garantizar el acceso a la terra monstrualis incognita. Los monstruos siguen paseando sus encantos por las aceras, entre los policías, saliendo de las alcantarillas, subiéndose a los tejados, colegialas en microfalda, animadoras en ropa interior, marineros descamisados, falsas prostitutas, botes de cerveza andantes, mariachis nórdicos, evas, adanes, picapiedras, ligones picando piedra, batmans, catwomans, raperos y raperas, angelitas aladas y etéreamente desvestidas, policías disfrazados de policías, bailarinas hawaianas, chicas playboy, enfermeras cachondas, vigilantas de la playa, piratas, Robin Hoods, obispos, papas, policías disfrazados de gente normal, gladiadores, césares, todos, una vez en el meollo de D.P., comerciando con la mirada, entrecruzándose y viéndose, sus sombras fundiéndose en patrones confusos, porque por una vez aquí está permitido mirar a los transeúntes sin tapujos, no como en la vida fuera del control policial, mientras las luces electrizan las pieles y arrancan destellos en los ojos que se encuentran.

Brillan y zumban las farolas de sodio. Brillan los brebajes espirituosos por su ausencia, al menos en la calle, salvo en los pliegues de los ropajes de alguno de los monstruos de la clase baja-vestida (alguna ventaja han de tener los perdedores). Se acerca la hora de Cenicienta, y la policía decidirá pronto dispersar el aquelarre, para ver si, dado que las armas confiscadas siguen sin proporcionar los secretos bélicos de los monstruos, algún zapato perdido de alguna damisela apresurada contiene pistas sobre el elixir de la eterna juventud. Un físico belga toca su ukelele, por poco no confiscado, bajo el dosel de luz de una farola, y quizá canta sobre las libertades, sea lo que sea eso.