jueves, 11 de noviembre de 2010

Big Sur

Carretera, mar y roca encabritados, música electrizada, espuma y grieta, lenguas de niebla lamiendo los recodos del futuro, el tiempo incierto cuantizado en gamas de gris.

Colas de caballo resplandeciendo flamígeras al sol, la tarde ardiendo dorada sobre praderas en calma, el mar eléctrico, metalizado, estriado en luces y sombras enfrentadas en los rizos de las olas, su rabia brotando en regueros blancos, sangre de espuma.

En algún lugar batallan la noche y el día. El oceáno estalla en acantilados plomizos, las hierbas se estremecen ondulantes en la brisa, el día sangra a cámara lenta ríos de nube carmesí. El sol se aplasta para amortiguar la caída, membrana trémula de miedo, estertores de fuego que se pierden en las grietas en carne viva entre el cielo y el mar.

Se hace el silencio. Aún queda un halo de sol fantasma. La atmósfera sigue herida de nube, los espíritus abandonan las cuevas de roca, las cintas de sombra comienzan su conquista del océano, la espuma se disuelve en un rumor lejano.

La carretera se encrespa hacia la noche, sus líneas cobran vidas fluorescentes y se erizan de luciérnagas estáticas que teselan la oscuridad, midiendo el vacío, disparándose cimbreantes hacia el pasado. Las lenguas de acantilado son recortes de cartulina negra por los que viajan minúsculos conos de luz, inquietos y agitados, explorando trocitos de inmensidad, caravana de hormigas eléctricas. El viento se enfría al narrar las historias del día. La música continúa.