lunes, 13 de diciembre de 2010

Gemínidas


Flotamos entre dos planos llenos de estrellas. Hacia abajo, las luces de Santa Bárbara y Goleta se extienden en una mancha puntillista y caprichosa, un mar de células incandescentes que abarca hasta los bordes aserrados del océano, que absorbe la vista con su gravitación de membrana negra, salpicada de los pequeños orbes de luz alineados de las plataformas petrolíferas. La atmósfera es tan clara que incluso se ven algunos puntos luminosos en las islas. Hacia la derecha el mar es un espejo que alarga los destellos de una de las plataformas, convertida en una inmensa torre de luz. Brilla rabiosa la delgada luna creciente, bajo la que el agua se ruboriza de blanco.

La ciudad parece un macrófago luminiscente extendiendo sus pseudópodos de costa hacia la oscuridad reglada del Pacífico. Es una noche de perspectivas inesperadas: el mar y sus brillos estructurados son el orden frente al caos del enjambre urbano. El aire está tan en calma que las luces no titilan, sino que permanecen estáticas como en un cuadro. Por una vez, el ritmo del tiempo humano parece haberse congelado frente al espectáculo del cielo. Las estrellas asisten sorprendidas a líneas intrusas y efímeras, afilados rastros incandescentes que rasgan la red imaginaria de las constelaciones. Estrellas fugaces. Brillos que se pierden. Ideas que brotan en la conciencia en direcciones inesperadas para fundirse en un mar de oscuridad.

Entre las galaxias de luces humanas y cósmicas flota nuestra pequeña constelación de personas, unidas por la red imaginaria de las casualidades, las vidas entrelazadas efímeramente, los ojos llenos del hambre milenaria de estrella, atentos a la vida que brota espontánea del vacío nocturno.

La luna estira sus sombras. El aire vibra con el rumor del viento agitando las ramas de los árboles, con las conversaciones apagadas. Bromas con linternas en la oscuridad, asombro ante el descubrimiento de piñas gigantes. Lo grande se mezcla con lo pequeño. Huele a despedida y nostalgia.