jueves, 4 de agosto de 2011

Sol. Edad.

Es de madrugada. Salgo de la tienda. Hay un silencio a la vez apabullante y reconfortante, que ha sustituido al rítmico golpetear de las gotas de lluvia contra la carpa que me condujo suavemente al sueño. La noche es fría, solitaria, un bálsamo de quietud y alienación curativa.

El cielo se ha aclarado, y se ha convertido en un manto maravilloso de salpicaduras de Vía Láctea y destellos temblorosos.

Contemplación.

De repente empiezo a percibir que la serenidad oscura se ve interrumpida por estallidos ocasionales de una claridad difusa. ¿Es mi propia visión engañada por la oscuridad? Miro en derredor, y acabo descubriendo los restos del manto de tormenta flotando abajo, sobre el valle desértico, en una fantasmagórica pulsación fluorescente.

Magia.

Más cerca, al fondo de la pendiente de roca, la mitad líquida del lago medio congelado se empieza a vestir de una delgada capa de hielo, cuyos cristales han de destellear a la luz de la luna.

Calma.

El tiempo se para un instante, y las estrellas empiezan a caer arrastrando estelas de luz que rastrillan la oscuridad. La negrura da paso a una enorme hoja de papel en blanco. Floto hacia ella, una gota de tinta negra vaciada por dentro, destinado irremisiblemente a estrellarme y desintegrarme en un patrón de Rorschach indescifrable.

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