sábado, 23 de julio de 2011

Dioses, mantas, ovejas, caos y muerte.


“Caos y muerte”. Así pone en grandes letras en los periódicos del día, refiriéndose a los violentos enfrentamientos entre fuerzas de orden y fuerzas de desorden -no se sabe muy bien quién representa a qué- en la ciudad fronteriza peruana de Puno, en donde una de las facciones ha bloqueado las carreteras e impide la circulación hacia la frontera con Bolivia.

Parece que caen piedras del cielo, un extraño fenómeno atmosférico, y en las oficinas de la aduana en el lado peruano se han colgado carteles que dicen

COMUNICADO

Se pone en conocimiento del público general que NO HAY ATENCIÓN en la oficina de migraciones Kasani hasta nuevo aviso. Por favor no insistir.


Estas circunstancias no arredran a la Diosa de las Mantas, que tiene un billete nocturno en autobús hacia Puno, en donde su Mantedad tiene intención de desenrollar su cálida presencia por motivos indescifrables, pero presumiblemente templados y lanudos, quizá relacionados con el fin de las celebraciones del solsticio en Cuzco, en donde en los últimos días numerosos dioses, aprovechando el anonimato de las ondulantes muchedumbres, se entremezclaron con las turbas de turistas de todos los colores y con todos los modelos de cámara posibles. De hecho, no ha de descartarse la posibilidad de que muchos turistas hicieran fotos a los dioses menores sin saberlo, creyendo ser retratistas de inocentes personalidades campesinas de las montañas que se trajeron a bebés de oveja a la gran ciudad para que se beneficiaran de las grandes oportunidades ovinas de la civilización. Y tampoco ha de descartarse que los dioses, con sus sombreros de lana y los ponchos estriados en un sinfín de colores -las mujeres anudando una manta a la espalda para convertirla mágicamente en una mochila capaz de transportar cualquier cosa, incluyendo bebés de oveja- pidieran dinero a los turistas que les sacaban fotos, dado que las cosas no están fáciles para nadie en estas épocas. Sólo los grandes, como Wiracocha, Inti, Mama Killa, Pacha Mama e Illapa, pueden permitirse disfrutar de lujosas existencias en su mundo celestial de Hanan Pacha...el resto de pequeñas deidades, ésas que ni siquiera pasaron a las crónicas históricas y han quedado en el olvido, han de bajar al caos del mundo terrenal de Kay Pacha y enfangarse en la lucha por la supervivencia.

Aunque estos días, en las festividades del solsticio, parece ser que todas las esferas de vivos, muertos e inmortales confluyeron en Cuzco. Bien pudiera ser a juzgar por la densidad de gente en la Plaza de Armas, en donde no todos eran turistas. Estaban las figuras de vírgenes y santos cristianos, sacadas en procesión, adornadas con las reliquias de las momias incas (que no se sabe qué piensan de su nuevo estatus) y rodeadas por espejos que convertían a los reflejos de la gente en reliquias adicionales, más cambiantes y confusas. Había soldados incas de escudos y lanzas de cartón, corriendo con elegancia y en formación alrededor de la plaza, clamando consignas ensalzando al imperio destruido por los invasores que trajeron la cruz de más de 400 años que se conserva en el ábside de la catedral a escasos metros de distancia -invasores que, a parte de destruir al imperio y traer la cruz que convirtió de un momento a otro al emperador Atahualpa en impío, y además de introducir su linaje en la sangre de los falsos soldados danzando en la calle, trajeron también las nuevas estatuas que salieron a pasear en la plaza, y que de alguna extraña e inquietante manera parece ser que no eran sino meras transformaciones de las antiguas momias incas, de ahí que aún lleven sus reliquias.

Sí, eran las fiestas del solsticio y del Corpus: metamorfosis de dioses y humanos, ritos iniciáticos, cruces de líneas invisibles, transformaciones, terrazas de bar a rebosar, flashes de cámara, las piedras poligonales y perfectas de los muros incas, campanadas cristianas, los muertos que quizá salieron de sus criptas, soldados en uniforme ensayando las danzas en el festival del Inti Raymi en la fortaleza angulosa de Sacsayhuamán, bebés de oveja, flautas andinas, gorros de lana, cazaturistas intentando convencer a los viajeros recién llegados de que es imposible encontrar alojamiento salvo en su hotel o en su casa, mujeres ofreciendo insistentemente el misterioso masaje inca, tantas veces como veces que uno pasa por delante de ellas, y que parecen no ser capaces de recordar caras y respuestas negativas, perros en la calle quedándose de vez en cuando traspuestos mirando a la nada -que probablemente no fuera nada sino una deidad invisible paseándose por allí- las construcciones trepando en marabunta hacia las cumbres de las colinas que rodean a Cuzco, cuestas de piedra, muros de texturas ajadas, ladrillos. Realidades paralelas entretejidas. El mayor grado de locura concentrado en torno a la plaza de Armas, mientras que a una suficiente distancia pervivían todo el tiempo aún más planos de existencia aparentemente desacoplados de los dioses y los astros y las cámaras de fotos, pero igualmente caóticos y poblados. En donde las ovejas en todo caso cuelgan despiezadas de ganchos metálicos, las frutas y verduras brillan amontonadas en pirámides entre vendedores sentados, a su vez pirámides de poncho coronadas con sombreros; en donde los carros se abren paso con dificultad entre la muchedumbre que deambula errática, frente a guirnaldas de salchichas y pollos desplumados, máquinas de coser, cajas, más fruta, balanzas, rejas, sacos en el suelo o transportados en el aire, los relojes pulsando frenéticos, los cables de luz cruzándose entre los tejados, carteles desgarrados en las paredes, texturas de pintura desconchada, el dinero cambiando de manos como en la Plaza de Armas lo sagrado era zarandeado de una figura religiosa a otra.

Y aún en otro plano de realidad, aparte de la diosa de las mantas hay otros personajes que no cejan en su empeño de viajar a la frontera: M. y k., que de acuerdo con sus planes actuales han de emprender sus viajes de vuelta a sus respectivas ciudades de residencia (in)habitual desde La Paz. Caminando por la calle han leído los titulares de “Caos y muerte”, y no están excesivamente entusiasmados con el viaje nocturno en autobús que han reservado hasta Puno. Se comenta que en general uno de ellos discierne el peligro pero aun así se lanza hacia él, mientras que el otro en ocasiones puede prescindir de la primera parte. De todas maneras, en los días previos han intentado ser prudentes y evaluar opciones alternativas, pero sus intentos fueron recibidos con miradas de compasión e impotencia por parte de los empleados de las agencias de viajes y con horas interminables de hilo musical vomitado por auriculares de teléfono supuestamente conectados con otros auriculares que supuestamente volcaban su sonido sobre los pabellones auditivos de empleados de las compañías aéreas, si bien la memoria falla y no es capaz de recordar mucho sobre tales maratones telefónicos, salvo sensaciones kafkianas de impotencia sobre una nebulosa de música repitiéndose en un lazo infinito, y el hecho de que la situación post-llamada resultaba ser bastante similar a la del principio.

Así que ahí estamos, subiendo al autobús en la noche de Cuzco, que empieza a refrescar, tras haber pagado una cantidad extra -que por alguna razón no parece estar unívocamente definida para todos los viajeros- para disponer de los asientos de lujo en el compartimento inferior, dispuestos a reclinarlos y disfrutar de una noche cálida, confortable, relajante, rodando bajo las estrellas del altiplano hacia el lago Titicaca.

Nos acomodamos y, poco después, entra una mujer vestida al modo tradicional con poncho-mochila de lana y sombrero, portando varias bolsas de arpillera. Se sienta al otro lado del pasillo y empieza a sacar gruesas mantas de todos los huecos de su equipaje, que enrolla y acumula en torno a su figura, que se convierte en una crisálida de cobertores recostada sobre el asiento.

“¿Has visto? Esa mujer no es de carne y hueso...¡Está hecha de mantas!”

Esta observación hecha en un idioma extranjero desencadena una cascada de risas que no parecen afectar a la diosa de las mantas, que con los ojos cerrados quizá piense, en el cálido confort de su capullo mantil, esbozando una sonrisa mental, que quien ríe el último ríe mejor.

El autobús arranca. Afuera es de noche. Empiezan a aparecer estrellas, que poco a poco adornan el cielo con un manto de luces apabullante, formando patrones desconocidos para los que venimos de otros hemisferios. La Vía Láctea desenrolla un camino para los dioses en el firmamento, Mamá Quilla avanza tras el horizonte, la Cruz del Sur segmenta la noche en alguna parte. Salvo las estrellas, todo es oscuro, flotamos en una nube de negrura. Empieza a sentirse una corriente de aire en el habitáculo. La temperatura es fresca, quizá mejor que en el superpoblado piso superior del autobús.

Pasa el tiempo. La corriente de aire parece provenir de la parte superior de la ventana, cuyos cierres están rotos. La temperatura empieza a bajar mientras el autobús flota en la nada hacia las estrellas. Su Mantedad duerme plácidamente. Empieza a hacer frío. No parece que haya ningún tipo de calefacción en el autobús. Seguimos subiendo. Los asientos extra grandes no parecen ser muy disfrutables en la atmósfera en proceso de congelación. Es imposible dormir, es difícil permanecer estable en una misma posición sin intentar replegar el cuerpo y los miembros para minimizar las pérdidas de calor corporal. La mujer-manta duerme plácidamente, todo su rostro una elegía al sueño y al reposo arropados por un abrazo de calor placentario. La visión de la montaña de mantas es una tortura, y los pensamientos intentan escapar concentrándose en otros asuntos, pero caen en espiral hacia las prendas de abrigo que yacen inutilizadas en el trágicamente inalcanzable compartimento de equipajes.

La mujer-manta duerme. No se puede cerrar la ventana. Hace frío. Hace mucho frío. ¿He dicho que hace frío? La mujer-manta duerme. La montaña de mantas. Debe de hacer calor bajo la montaña de mantas. ¿Cómo era la sensación de calor? El autobús sigue ascendiendo por el invierno austral, hacia los casi 4000m del altiplano. Su Mantedad duerme. No se sabe si el capullo de mantas presagia una metamorfosis de la manta-mujer hacia un estadío de deidad superior. Inmune al frío. Frío. El sueño de su Mantedad produce monstruos en la opresiva oscuridad exterior. Entra aire gélido por la ventana. Afuera la oscuridad empieza a condensar en fantasmas informes, salidos de la oscuridad del mundo de los muertos, Uku Pacha, que se agolpan contra el autobús, se pegan a las ventanas, ventosas y tentáculos y deformidades y protuberancias óseas y picos retorcidos salidos de un grabado alucinatorio de Doré, llevando en volandas al autobús, acompañando a la mujer-manta en su transición entre planos de existencia.

El frío muerde los huesos. En la mochila inalcanzable hay abrigos, jerseys, un saco de dormir. Dormir... En la pequeña mochila a mis pies hay cinta de fontanería, ¿podrá usarse para tapar los resquicios en la ventana?

No funciona. La condensación interfiere con el pegamento. Los monstruos sonríen salvajes y burlones. Su Mantedad duerme. Duerme. Bajo el calor de las mantas.

“Quizá podrías usar los cordones de la zapatilla para atar el mango de la ventana a la barra del portaequipajes”.

¡Brillante idea! Con la cuerda en tensión, la ventana se cierra casi herméticamente. Pero algo falla. Los ojos informes al otro lado de la ventana siguen mirando burlones. Estallan en carcajadas silenciosas, burlonas. Gesticulan con la cabeza hacia las otras ventanas del autobús.

No tengo zapatillas suficientes.

Su Mantedad duerme. Otros fantasmas acuden. Del pasado, de futuros inciertos. De terrores y soledades nocturnas y atávicas. Vértigos existenciales. Los cadáveres de los mitos derrumbados. El reflejo propio en el cristal deformado por las ínfulas literarias. Quiero que llegue Puno. La tierra prometida de la madrugada. La noche exterior se convierte en sonido, música desestructurada en crescendo inexorable, quiero que llegue Puno, sentir los rayos del Sol, la música aumenta de volumen, los fantasmas de fuera se agitan y sacuden y entrelazan en un aquelarre macabro, el autobús da tumbos, las piernas duelen de frío, las estrellas guiñan burlonas, la mujer-manta parece sonreír con ironía, la música se convierte en un zumbido a punto de estallar, quizá acabe por volverme loco, quiero llegar a Puno bajo una montaña de mantas, pero no, no quiero que su mantedad me devore, la noche aporrea los cristales, que van a acabar cediendo, esto no puede s...

Su Mantedad da un respingo. Abre los ojos. Mira en derredor. Se hace el silencio, salvo por el zumbido del motor del autobús.

Quiero que llegue Puno. Renacer en la llama apenas perceptible de la mañana rojiza, trepando con lentitud geológica sobre el lago Titicaca. Y recuperar el cordón de mi zapatilla.

Hace frío. La mujer-manta se ha vuelto a dormir.

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