jueves, 14 de febrero de 2008

Bicicleta

Las palmeras desfilan alineadas, lentamente, hacia atrás; sus troncos son como pinceladas levemente inseguras hacia el cielo, frágiles, erguidos, temblorosos, entrecruzándose como los radios de las ruedas de mi bicicleta. Mis piernas se tensan rítmicamente. Las anchas avenidas giran y se deslizan a mi alrededor, enmarañadas con las líneas imaginarias de las trayectorias de los grandes vehículos con sus cromados relucientes y sus formas opulentas. Las luces de los semáforos guiñan sobre el azul intenso del cielo, bajo el que las autopistas y carreteras se entrelazan en cintas de hormigón que ondulan sobre el paisaje de colinas. Finalmente me recibe la universidad, un mundo de eucaliptos y edificios grisáceos de diseño sorprendentemente caótico, en los que encontrar la entrada correcta es todo un desafío, como si quisieran concienciar sobre los tortuosos caminos del saber.

Y de noche, de regreso a casa, la lámpara de la bicicleta parpadea sobre el negro de la carretera. La luz se pierde en el abismo, el aire circula frío, sólo las señales blancas responden resplandeciendo a mi paso. Los faros de los coches arrastran las sombras de las palmeras sobre la calzada, que recorren el suelo como dedos tanteando en la oscuridad, buscando volver a la tierra de la que quisieron huir en la mañana, alzándose hacia el Sol ahora escondido.

3 comentarios:

camaradeniebla dijo...

la luz nunca se pierde

Dr. Zoidberg dijo...

The Empire Never Ended

k. dijo...

Ojalá sea verdad lo de la luz, ana. Martin, tú y yo siempre esperaremos al rayo rosa...