lunes, 11 de julio de 2011

Tortuguismos

Desde el cielo, la herida de un gigantesco cañón en un paisaje desértico. Lamentaciones de coyotes. Espinas de cactus con gotas de rocío. Las sombras girando desde el amanecer hasta la inclemencia del mediodía. Más cerca del suelo, avanza penosamente una tortuga, acercándose al precipicio. Sus movimientos son como a cámara lenta, la cabeza oscilando levemente, los grandes ojos y sus irisaciones de reptil absorbiendo con aparente calma el paisaje. El aire recalentado distorsiona en volutas el borde del caparazón. Mareas de refracción. Las patas arrastradas dejan tras de sí un extraño patrón de huellas que es rápidamente borrado por las corrientes de arena del desierto, hasta que sólo permanece el caos y los haces de hierba seca dando tumbos como en las películas del Oeste.

La tortuga llega al borde del precipicio, ignora la línea como una mera convención geométrica y de repente se ve a sí misma flotando ingrávida, las patitas agitándose placentera y fútilmente en el aire. Piensa en Galileo y la torre de Pisa. El fondo del cañón se inunda en un parpadeo y la superficie del agua sale al encuentro de la tortuga. A estas alturas debería esperarse la revelación de que no hay mucha distinción entre la tortuga y un no muy servible servidor. El agua es bienvenida y envuelve a la tortuga-narrador en un abrazo reconfortante. Floto en una placenta de nada. Visto desde las profundidades soy una sombra negra de patas extendidas sobre un fondo de destellos cambiantes, el perfil envuelto y difuminado en haces e hilos de luz. Estoy prácticamente inmóvil. Abajo en las profundidades parece haber mucha vida y movimiento. Ocurren cosas. No a mis alrededores, pero me doy cuenta de que es un mero espejismo de permanencia. De hecho, al volver la vista en derredor, me doy cuenta de que floto en una convención espectral de mitos. Nos estudiamos con curiosidad. Los mitos son como medusas que ondulan elegantes y gelatinosas en un plancton de invención, poblado de motas en un pausado frenesí browniano, como el aire de una habitación rasgado por los haces de la mañana. Fuera del agua hay una puesta de sol de una belleza apabullante, que baña a los mitos en un manto maravilloso de luz dorada. La luz empieza a morir. En el corazón de las medusas-mito se percibe el nacimiento de débiles llamitas de fluorescencia que iluminan los pliegues gelatinosos en un juego barroco y fantasmagórico de luz y sombra. Yo soy mi propio mito, pero por desgracia no soy lo suficientemente bueno como para creérmelo. Un amigo me dijo que hay que explorar el mundo. Allá vamos. Va a caer la noche. Habrá que inventarse algo nuevo.

2 comentarios:

Liese dijo...

Tu bonito y conmovedor relato me recordó, no extrañamente, que yo debía hacer algo extraordinario antes de que acabara el verano. Mientras aún brille el sol. Amarillo es el color del viento.

k. dijo...

¡Gracias Elise! Mientras haya algo de sol en la mente, cualquier momento es bueno.