Unas montañas en China
vistas desde arriba, en una región suficientemente remota como para
librarse de las neblinas malignas de contaminación que en tantos
otros lugares sustituyen a los cielos azules por mantos grises y
enfermizos en los que el Sol no es más que una patética mancha
temblorosa, y la luna, al asomarse a las noches anaranjadas, casi
sangrientas, parece una más de las lámparas de neón engoladas con
halos espectrales de niebla que proyectan danzas apocalípticas de
sombras fusionándose confusas sobre los suelos de piedra y asfalto.
Pero en este paisaje hay luz y azul, y laderas verdes salpicadas de
una miríada de templos por los que pululan hormigas humanas,
especializadas por lo general en labores de turista –manga corta,
cámaras al hombro-- o de monje –túnicas de color ocre, cráneos
rapados, andares acompañados de murmullos de tela.
En la lejanía se oyen
cantos religiosos y polifonías caóticas de oveja. Es un día de
calor húmedo en la región de la montaña de las cinco terrazas, un
lugar de peregrinaje budista lleno de templos tanto antiguos como
nuevos, enroscados en las colinas entre calzadas adoquinadas y
escaleras, adornados con estupas blancas, banderas multicolores
agitándose en la brisa, vigas y puertas de madera, ruedas de rezo,
túnicas y zapatillas secándose al viento, estandartes de telas
amarillas y verdes colgando de los techos y dando solemnidad a los
budas resplandecientes de oro, inscripciones, gente trabajando
subida a los tejados, ofrendas de fruta y café para los dioses y de
cigarrillos para las fotografías de Mao, convertido en una nueva
deidad ávida de nicotina.
La vista se aparta de la
aglomeración principal de templos y empieza a deambular por las
cinco terrazas sagradas y por entre los valles circundantes, en los
que se reconocen motas de animales de pasto, de coches avanzando por
las carreteras que llevan a las cumbres, y de personas andando por
los senderos entre los picos. Un momento... ¿qué era eso? Parece
que hay una mancha humanoide en medio de la ladera de uno de los
valles, de pendiente muy pronunciada. Es más, parece que la mancha,
en ausencia de sendero, va avanzando penosamente hacia arriba terreno
a través. A ver, acerquemos la vista..... es un hombre. Y parece
bastante cansado. Es más, la figura parece familiar. Muy familiar.
Mmmm.
Quizá debería explicar
qué hago perdido en un valle en una región interior de China, con
Mochila transportando apenas un par de piezas de fruta y una botella
de medio litro de agua que ha sido prácticamente vaciada durante la
mañana, y aún con bastante camino que recorrer.
Pues estoy intentando
subir a la terraza central, a pie. Aún me queda ganar varios cientos
de metros de altura, pero al menos la parte infernal de matorral bajo
y de quebradas ha quedado atrás, y por aquí, aunque la pendiente es
inmisericorde, apenas hay un mullido pero grumoso manto de hierbas.
Que tampoco es lo mejor para un caminante con sandalias que no
garantizan demasiado la estabilidad de las pisadas. Estoy bastante
cansado y la pendiente en vez de acortarse ante mí parece alargarse
a cada paso, así que para no desesperarme procuro centrarme en cada
pisada, en el trazado de zigzags mentales hacia arriba que mis pies
tratan de seguir, y en mi propio convencimiento de que llegaré
arriba, en donde, dado que hay carreteras de acceso, será posible
conseguir bebida y comida, que bastante falta hacen. De hecho
probablemente pueda cogerse un taxi o autobús de vuelta al pueblo de
partida, una vez que las doloridas piernas se hayan ganado su
merecido reposo tras llegar arriba.
Al otro lado del valle
parece haber un pastor cuidando de unas ovejas. Me pregunto si me
estará viendo y dudando de mi salud mental. No sería la primera
persona sorprendida al verme esta mañana. Unas horas antes, tras
salir del pueblo tratando de seguir el paupérrimo mapa con
información sobre los templos y carreteras circundantes que había
conseguido en una oficina de turismo en la que sólo se hablaba chino
--mapa por el que sólo pagué tres veces el precio nominal, y
oficina en la que constaté lo que decía mi guía de viaje sobre la
ausencia de cualquier tipo de información sobre senderos o caminos
en la montaña, y en la que mis preguntas sobre ir andando hasta los
picos 1000 metros más arriba fueron recibidas con miradas cómplices
de “este tío está majara, para qué quiere andar, pero bueno, al
menos le podremos sajar por el mapa”-- pues bien, mientras caminaba
tratando de identificar una carretera que supuestamente me llevaría
al fondo de un valle desde cuyo equivalente en el mapa partía una
fina línea que llegaba a la cumbre central y que por supuesto sólo
podía ser un camino; mientras fracasaba encontrando esta carretera y
me decidía a tirar por el monte en el primer caminillo que
encontrara en la dirección aproximada del valle; mientras me iba
adentrando entre tumbas abandonadas de monjes, ganando un poco de
altura y posibilidades de perderme, acabé llegando un claro libre de
árboles, en un extremo un servidor, en el medio una pradera, y al
otro extremo un grupo de lamas dando unos respingos de terror que
bien podrían llevarles a levitar, aterrorizados como si en la
tranquila mañana del bosque su plácida soledad se viera
interrumpida de repente por un oso gigante irrumpiendo con rugidos y
destruyendo las ramas a su paso, o lo que es peor, como si un
occidental pálido, de ojos azules, bolsa de cámara al hombro,
apareciera de repente como una visión extraterrestre o totalmente
fuera de lugar en estos parajes tradicionalmente libres de hombres
pálidos de ojos azules. Por supuesto, salí del claro lo más rápido
que pude, tras saludar y sentirme un invasor de intimidades fuera de
lugar, para diez minutos más tarde acabar atascado en una maraña
impenetrable de arbustos espinosos que me obligó a cambiar de rumbo,
si bien desde esta altura por fin podía ver hacia abajo la carretera
del valle que buscaba, a donde pude llegar sin más problemas que una
caída en una zanja en la que casi pierdo la cámara, pero de la que
pude salir algo embarrado y arañado sin más problemas que algunos
recuerdos sensoriales de las amables ortigas en el fondo de la zanja
y el no tan amable recibimiento de un perro con malas pulgas –bueno,
no llegué a ver a las pulgas, pero deberían de ser malas por
contagio de la maldad perruna-- que me hablaba con unos ladridos en
chino que no entendí pero que sonaban más agresivos de lo que me
habría gustado, al que traté de ignorar pasando de largo y dándole
la espalda hasta que empezó a correr detrás de mí gruñendo y
babeando violencia destilada y quién sabe si ácido sulfúrico, pero
por suerte era todo fachada y saliva de fanta limón y al darme la
vuelta y devolverle ladridos y gesticulaciones españolas se lo pensó
mejor, no sea que las terribles leyendas sobre los perros pálidos de
ojos azules, acento extraño, que andan sobre dos patas y cargando
bultos extraños quizá tengan algo de verdad y compense ser
prudente.
Hay que decir que éste
no fue mi único encuentro de la mañana con animales, y ni siquiera
el único encuentro involucrando persecuciones no deseadas, como se
verá más adelante. El caso es que tras avanzar por la carretera del
valle, llegué a un pequeño grupo de casas con perros de variedades
más pacíficas correteando en los alrededores y ancianas con
sombreros tradicionales sentadas al calor de la mañana. Allí se
acaba la carretera, como indicaba el mapa, y supuestamente debía de
empezar el sendero que seguía valle arriba hacia la cumbre. Y voilá,
un sendero fue encontrado, y comenzó la ascensión, por el mismo
lado del río que aparecía en el mapa, lo cual era una señal
prometedora, hasta que el sendero cruzó el río sin que la línea
correspondiente en el mapa se dignara a hacerlo. Pero bueno, no era
cuestión de sospechar, mientras el camino siguiera ascendiendo todo
iría bien, y el camino desde luego ascendía entre laderas
herbáceas, con árboles un poco más adelante, y un grupo de
caballos majestuosos perfilándose en un saliente de la falda de la
montaña contra el otro lado del valle, mascando hierba pacíficos,
el pelaje brillando al sol, mirándome indiferentes al principio, más
interesados después, las delgadas patas impacientándose según me
acercaba, hasta que pasé entre ellos, les saludé sonriendo, les
dejé atrás unos metros, y el caballo alfa decidió seguirme al
detectar los ruidos de mi estómago, el tal estómago preocupado por
la ausencia de agua y comida dentro de Mochila, Mochila encogiéndose
de hombros, mirándome de soslayo y lavándose las manos ante
Estómago, lo que no hizo sino aumentar sus protestas, y el caballo
alfa deduciendo que mi andar resuelto y hambriento se debía a mi
deseo de encontrar pastos más apetitosos, con lo que decidió unirse
a mi periplo, y tras él, el resto de la manada en una fila india.
Y sí, merece la pena
detenerse un tiempo en esta imagen: yo andando ladera arriba, seguido
por una decena de caballos, en una montaña perdida en el interior de
China, escaso de alimentos, y escaso de poder de convicción sobre el
caballo alfa, al que trato de explicar que no me debería seguir: me
paro, me doy media vuelta, el caballo se para, le hago gestos para
que se quede ahí, me vuelvo a dar la vuelta, doy unos pasos, otra
media vuelta, el caballo alfa no se mueve, vamos bien, media vuelta,
pasos, ruido detrás, media vuelta, el caballo avanza de nuevo y con
él el resto de la manada, suspiro, gestos para que se paren, se
paran, media vuelta, sigo andando, ruido detrás, media vuelta, la
manada viene hacia mí otra vez, gestos algo más desesperados,
caballos parándose, media vuelta, sigo andando, ruido detrás, y así
hasta que llegamos a un muro impenetrable de árboles y arbustos en
el que el camino acaba abruptamente y no hay manera de seguir (lo que
es certificado tras varias incursiones infructuosas entre la maleza),
media vuelta, caballo alfa y yo nos miramos, y miramos a nuestro
alrededor, y no hay ni rastros de mejores pastos, y puedo sentir la
decepción en los grandes ojos de Caballo Alfa, llenos de sabiduría
oriental enriquecida con el desmoronamiento del mito del hombre
blanco explorador y descubridor de pastos de verdor elíseo, y así
me veo forzado a dar media vuelta, los caballos que ya no me siguen y
esbozan muecas irónicas, y he de volver a cruzar el río, pero al
otro lado del valle no hay camino, pero al menos no hay maleza
inexpugnable, así que toca andar monte a través, mis sandalias
encantadas de retorcerse entre los matojos de hierba y matorral bajo,
haciendo que los pies resbalen ligeramente a cada paso, mis tobillos
tarareando de contento, y quebradas con matorrales recibiéndome
alborozadas cada poco, el Sol pegando fuerte y la sed también.
Y en estas lides el
avance es bastante penoso y entre quebrada y quebrada me resulta
difícil ganar altura en el valle. La excursión no promete mucho y
las piernas están empezando a notar el esfuerzo, y la voz de la
razón sugiere tímidamente que quizá si no hay camino tampoco hace
falta ir hasta la cumbre, que aún hay que ascender a lo mejor otros
500 metros de desnivel, que como excursión veraniega improvisada la
cosa ya ha estado bien, incluye ndo monjes asustados, perros
perseguidores y caballos decepcionados, y que no vendría mal comer
algo después de todo. ¿Pero quién escucha a la voz de la razón?
La voz de la sinrazón indica convincentemente que dado que la cumbre
es visible desde donde estamos, tampoco será tan difícil llegar,
sólo hay que tirar para arriba, y que qué es eso de tirar la
toalla, que las montañas están echas para ser subidas, y en cuanto
a la falta de comida y bebida, pues ya habrá viandas en torno a los
templos de la cumbre.
Y sinrazón 1, razón 0,
seguimos agotándonos entre quedrada y quebrada, encontrando conatos
de sendero que suscitan reacciones de alivio, pero que luego mueren a
las pocas decenas de metros entre hierbajos y maleza. Decido
nombrarlos como no-caminos, y empiezo a imaginar una teoría sobre
no-caminos como fluctuaciones espontáneas brotando aleatorias desde
el vacío senderil, sin orden ni concierto ni destino, quizá haya
una formulación de la teoría en términos de integrales de
no-camino, de misteriosa relación con las integrales de camino de la
física cuántica, pero apenas se ha ganado altura respecto al río,
y realmente debería decantarme definitivamente por un lado del valle
u otro y tirar para arriba más seriamente, y elijo quedarme en el
lado en el que estoy, grave error, pausa para beber unos sorbos de
agua y tomar una pera, que equivale a un tercio de los víveres
disponibles, y uf, no-camino por aquí, no-camino por allá
llevándome en malas direcciones y dándome falsas ilusiones,
quebradas que me impiden avanzar por las preciosas y empinadas
diagonales hacia arriba que pinto con la mente, pues por este lado
del valle con el terreno tan irregular no sé si vamos a llegar muy
lejos, en cambio al otro lado del río la ladera sube como una pared,
pero no hay matorrales, sólo grumos de hierba, y ahí está la voz
de la sinrazón trazando ese nuevo y precioso zigzag mental que sube
hacia el firmamento.
Así que aquí ando, tras
haber cruzado de nuevo el río, inclinado sobre la pendiente, un
punto irrisorio en la ladera, paso a paso monte arriba, las rodillas
que empiezan a flaquear. Simplemente sé que voy a llegar, en un
estado un poco penoso, pero llegaré al fin y al cabo. Paso,
respiración, paso, respiración, paso, respiración, respiración.
Aún no me imagino el chasco que me espera al llegar arriba y ver que
los templos de la cumbre están en construcción, en medio de un
paisaje de estatuas alineadas en formación sobre la pradera, huellas
de neumáticos en el barro, templetes con cintas de precintado
revoloteando en el aire, columnas y costillas de hormigón y metal,
barracas, un grupo de edificios acabados en falso estilo antiguo, las
esquinas nuevas demasiado afiladas como para poder permitirse una
atmósfera de venerabilidad, con los precintos conviviendo con
banderitas, los taxis o autobuses que me podrían llevar de vuelta
brillando por su ausencia, y lo que es peor, sin restos de comida o
bebida por ninguna parte... ¿moral, quo vadis? No me abandones...
Mientras subo por la
montaña aún no me he tenido que hacer a la idea de que me va a
tocar volver andando otra vez monte a través, tras una pseudosiesta
de mentalización al lado del pequeño templete de piedras
verdareramente ancianas que queda en la cumbre, guardado por ristras
de banderas coloridas y un par de vacas pastando con aires
desinteresados, ellas al menos pudiendo comer cuando yo no podré
encontrar más comida o bebida que las dos peras y un sorbo de agua
que aún quedan dentro de Mochila, si bien al menos tendré el
consuelo de ser arrullado por los cantos de un monje solitario, y
también podré ser testigo del maravilloso paisaje de la cuerda de
montaña extendida entre la cumbre central y la situada hacia el
Este, festoneada por un sendero anclado por mojones de piedra
alineados sobre geodésicas invisibles entre las se curvan los
meandros del camino, un monje adelantándome corriendo cuesta abajo
en un remolino de telas agitadas, las sábanas de montaña cayendo
suaves hacia abajo desde los puntos de sujeción de los picos, y
ahora sí, maravillosas praderas con caballos pastando y corriendo,
las manadas como líneas animadas estirándose y encogiéndose en
danzas pausadas, motas blancas de oveja, peregrinos sentados en
corros sobre la hierba, el cielo azul irrumpiendo con fuerza entre
las nubes difuminadas. Aún no me imagino que después de alcanzar
con éxito la carretera de la parte baja del valle, tras brincar
alegremente de no-camino en no-camino siguiendo un meta-no-camino
planeado gracias a la perspectiva que da la altura, escuchando a los
pastores golpeando las rocas con piedras atadas a cuerdas para
dirigir a las ovejas, el valle llenándose de chasquidos como
explosiones y débiles balidos, viendo a lo lejos una larga fila de
vacas con humanos corriendo y andando entre ellas, pues tras cruzar
la última zona erizada de matorrales, me pasaré una hora andando
junto a un jovencísimo lama, todo sonrisas y piel morena y pliegos
naranjas, canturreando en ocasiones, con auriculares en las orejas
conectados a un móvil reproduciendo cantos de oración budista, y
con quien tendré una conversación hilarante a base de gestos,
algunas palabras en inglés, acudidas al diccionario chino que me
descargué en el móvil, los intercambios incluyendo grandes
revelaciones del lama como las concernientes a los peligros que
acechan a los suyos en España, ilustrados con una interpretación
gestual de un toro embistiendo a una túnica naranja.
Y mientras mis rodillas
tiemblan pendiente arriba, y me imagino a mí mismo visto desde el
cielo como una mota insignificante, preguntándome que qué hago aquí
en este rincón del mundo, perplejo, cansado, pero con esa media
sonrisa que viene de la apreciación de lo absurdo, mientras aún contemplo la posibilidad de que haya puestos
con comida en la cumbre y mi estómago aún no se ha desesperado tras
tanta salivación infructuosas, aún no me ha venido la idea
iluminadora de que la ausencia de comida o bebida no puede ser
total, sino que en un lugar del templo nuevo acabado habrá una
estancia con estandartes de tela susurrantes y una estatua de Buda,
que debería estar agradecido por mi entrega y esfuerzo en mi
pequeño peregrinaje, sonriente ante mi cabezonería, que me daría
palmaditas en el hombro si pudiera moverse, y ante esta estatua habrá
expuesta toda una colección de jugosas y tentadoras ofrendas de
deliciosas y coloridas frutas tropicales, y pequeñas pirámides de
latas de bebida y café, y galletas, y pastas, y alimentos
desconocidos llenos de promesas, y...y la mirada de un
monje vigilante que se cruzará con la mía como traspasando y
leyendo mi mente impura.